Saludos.Gente de Hive: Un comentario de @jesuspsoto en mi post anterior me hizo pensar en ciertas experiencias de la infancia. Así que aquí comparto una de ellas. Espero que sea de su gusto.
Tenía doce años cuando me obsesioné con los libros de Lobsang Rampa, un monje tibetano, según creía en esa época. En su primer libro, El tercer ojo, narra su infancia y juventud hasta convertirse en lama. Las prácticas mágicas y esotéricas se convirtieron para mí en una ambición y una frustración, pero en realidad, lo primero que me impactó, y al mismo tiempo me produjo un hondo placer y sensación de reconocimiento, fue saber que los gatos siameses servían de guardianes en los templos. Eran siameses feroces, con uñas el doble de largas que los gatos normales, que atacaban a cualquiera que se acercara a las abundantes joyas preciosas que se encontraban en los templos sin ninguna otra guardia.
Me sentía reivindicado en mi amor por los gatos y mi desprecio por los perros. Lo segundo que me interesó fue el viaje astral. La cuerda de plata. Jamás había escuchado nada de eso, ni nada de budismo tibetano, y me pareció fascinante. Saber que el cuerpo astral se mantenía unido al cuerpo físico por un hilo plateado de pura energía psíquica me parecía tan fascinante que solo podía ser verdadero.
Hablé de estas cosas con algunos amigos de la escuela, pero no se mostraron particularmente interesados. Los deportes, la televisión y las muchachas eran las cosas que en verdad les preocupaban. Mi madre se mostró más receptiva. Mientras preparaba la comida o mientras cosía en su máquina Singer de pedales me escuchaba hablar de la proyección mental, la cuerda de plata, la invasión china del Tíbet, con sonrisas indulgentes y movimientos de cabeza y, muy de cuando en vez, alguna pregunta que yo me apresuraba a responder hasta donde mis conocimientos del asunto, que provenían solo de ese libro, me lo permitían.
Creo que fastidié durante varias semanas a gran parte de mi familia con aquella historia, hasta que poco a poco la necesidad de comunicar lo que creía entender fue disminuyendo. Guardé silencio sobre el tema, pero no me interesaba menos.
Más allá de la fascinante historia que contaba el autor y de que el nevado paisaje del Tíbet se convirtiera en mi lugar favorito en el mundo, mi atención estaba dirigida al difícil arte del viaje astral. Separar la conciencia de mi cuerpo y poder viajar a cualquier lugar, sin limitaciones de distancias, montañas o mares. Atravesar los muros de manera incorpórea. Yo no esperaba develar secretos místicos ni arcanos multiseculares. Solo darme unas vueltas por ahí, flotando como fantasma. Y visitar las habitaciones de algunas muchachas. Con suerte, las vería dormir con poca ropa.
Durante semanas y semanas, meses enteros, cuando debería estar conciliando el sueño de forma tranquila, me empeñaba en imaginar una cuerda de plata que salía de mi estómago y se unía a mi cuerpo astral, la nebulosa imagen de mí mismo que flotaba entre la cama y el techo. Las horas pasaban, la luna seguía su camino en el cielo, mis gatos entraban o salían por la ventana, y yo permanecía clavado en el colchón, inmóvil, insomne, levemente frustrado, hasta que en algún momento impreciso me integraba a los más amables territorios del sueño.
Aun así, no perdía la esperanza y cada noche renovaba mis esfuerzos. De más esta decir que resultaron inútiles. Hace tiempo ya que no intento el viaje astral; hace tiempo también que se descubrió que Lobsang Rampa era un fraude... y sin embargo, cada vez que despierto de un sueño especialmente vívido me pregunto si mi otro yo no habrá estado viajando por territorios verdaderos pero extraños (sin necesidad de cuerdas plateadas) y no por meras fantasía oníricas. Es una esperanza que no me abandona.
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