Un timbre vocal, de tonalidad angélica, como voz de niño feliz porque llegó la madre con su biberón, que se desliza como las sabanas en sedosas pieles, emerge, como las pastillas efervescentes en un vaso de agua, en cada pretensión arbitraria de poder. Un hombre sin pretensiones es como una actriz porno sin lencería exótica: ¡Impensable! Es la presura del objeto desmedido lo que sulfura las sienes y los hombres, corolarios del Absoluto, son, en efecto, la suma desproporcionada de deseos; en cada deseo que pretende, aviva las llamas omnímodas que no son más que el celo de un animal rabioso: retrotrae a la conciencia a su Estado de naturaleza. El cognicidio es uno de los sucedáneos a esto; sin capacidad de discernimiento sólo podríamos atacar aquello que nos es desconocido, y por tal, inminentemente peligroso; como lo haría cualquier animal para proteger sus crías o su alimento, así aquello que se adentrara en su entorno inmediato no representase amenaza alguna. El civilicidio es otro sucedáneo nefasto, pero, que normalmente suele tener sus municiones en el mundo político. ¿Cómo se dispararía con balas de plata, como si el objeto al que se apuntara fuese de naturaleza fantástica, a la civilización, utilizando como gatillo el modelo político? Pues, precisamente obrando políticamente para devenir arbitrio natura: ¡Desde un modelo del Poder constituyente originario!
La barbarie es el precepto de los hombres ontológicamente superiores a su propia especie humana. No es inequívoco subrayar que todos somos diferentes, bien sea, emocional, intelectual, mental, profesional, o dentro cualquier contexto posible. Bien es cierto, que unos destacan más que otros, que unos se desarrollan más que otros, pero, encausar estas causas hacia un fin absolutista, hilvanaría la pretensión de la omnipresencia hacia un estado profundamente despótico y perfectamente orientado en el camino donde están sedimentadas las rutas para aniquilar la civilización y no permitir rastro alguno de historia que concentre los zumos de un proyecto escrito al celuloide de un Dios, de un Absoluto.
Para Genaro Carrió ("Sobre los límites del discurso normativo". Pág. 38) el Poder originario se yergue así:
”El concepto de poder constituyente originario en la teoría constitucional y el concepto de Dios en la filosofía de Spinoza, recuerda vívidamente al que podríamos elaborar sobre la base de los atributos que en la filosofía de Spinoza se asignan a Dios. Para Spinoza el concepto Dios (o Naturaleza) designa una sustancia única que es y tiene que ser indeterminada desde afuera de sí misma, ilimitada e infinita. Dios es absolutamente libre. Dios (o Naturaleza) es el inevitable nombre de la única, infinita y omnicomprensiva sustancia. Es libre y existe por la mera necesidad de su propia naturaleza y está determinado en sus acciones únicamente por sí mismo. Dios (o la Naturaleza) es eterno, auto-creador y auto-creado, posee atributos infinitos y es libre en el sentido de que actúa meramente con arreglo a las necesarias leyes de su propia naturaleza. Sólo Dios (o la Naturaleza) es absolutamente libre”.
El Poder constituyente originario es el poder no recibido ¡Tamaña paradoja! Pues, es Absoluto: tiene causa, razón y justificación en sí mismo. No admite a nadie paralogizar sobre sí, por lo que su uso en la política, sobre todo la latino americana, específicamente la venezolana, con la que la civilización ha fenecido, es meramente retórico pero con fines no exactamente retóricos para, digamos, ganar un simple debate sobre democracia y soberanía u otras pulsiones discursivas, sino para perpetuar un Estado de naturaleza, de caos, lo cual significa para la civilización su aniquilamiento y para ellos, los animales rabiosos y sedientos, el matiz almibarado que arropa todo caos introyectado en las venas de conciencias subyugadas. El civilicidio se esgrime en la retórica del buen salvajismo…
”La capacidad de experimentar placer o dolor es innata en el cuerpo del ser humano: forma parte de su naturaleza, del tipo de entidad que él es. No tiene alternativa sobre ello, como tampoco la tiene sobre la norma que determina lo que le hará experimentar la sensación física de placer o dolor. ¿Cuál es esa norma? Su vida”. —Ayn Rand ("Sobre la virtud del egoismo". Pág. 43)
Debemos suponer que todas estas pretensiones arbitrarias del hombre, las cuales, integran a la conciencia un estado que está mucho más allá —Quizá del “más allá”, de la muerte— que aquellas conciencias que no adjuntan a la psiquis la bastardía conceptual que se le atribuía a ciertos dioses mitológicos, son fisiológicamente un ¿Disparador de endorfinas? ¿Por qué viciar la existencia con el deseo desmesurado? ¿Con el Poder, cuya significación está signada en el cuerpo creador del deseo, el deseante?
De algo puedo estar seguro, podemos estar seguros, sé que Ayn Rand también estaría segura: El hombre poderoso, que sostiene sobre sí todo el poder, siente dolor sólo cuando ya no es poderoso.
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