Antonio esperaba el tren cuando su teléfono vibró por décima vez en la última hora. Lo miró con fastidio. "Mamá". Suspiró. Lo desbloqueó. Leyó. Otro mensaje. Otra insistencia. Otra lección no solicitada.
—Estás haciéndome spam —escribió sin rodeos.
No hubo respuesta inmediata, lo que fue extraño. Generalmente, su madre tenía los pulgares más ágiles que un community manager en día de crisis. Tal vez se había ofendido. Tal vez estaba redactando un hilo argumental para demostrarle que no era spam sino inbound marketing materno.
Del otro lado del chat, yo releía su acusación. ¿Spam? ¿Yo? Claro, a veces repito las cosas. Insisto. Insinúo. Empujo un poquito. Pero ¿spam? No. Solo quería que escuchara, que entendiera. Que absorbiera. Que… bueno, que hiciera lo que le decía. Pero parece que mi mensaje no llegaba. No porque no lo leyera, sino porque lo filtraba. No veía a su madre escribiéndole. Veía a la tiburona freelance. Veía a la SEO.
Y, claro, si a él le llegaban mis palabras como si fueran una campaña invasiva, lo natural era que reaccionara como un usuario saturado de anuncios emergentes.
Suspiré y guardé el teléfono en el bolsillo. Me quedé en silencio un rato. Pensando. Recordando.
Mi madre fue bióloga. Mi padre es fotógrafo. Ella me enseñó a ver la vida con estructura, a entenderla desde su raíz, desde la ciencia, desde la evolución. Él me enseñó a mirarla con ojos de artista, con perspectiva, con encuadre, con luz. Siempre explicaban algo. Siempre había un dato, un comentario, una historia detrás de cada cosa que ocurría a nuestro alrededor.
Crecí en un mundo donde nada simplemente sucedía. Todo tenía un motivo. Una causa. Una consecuencia.
Y ese fue el legado que me quedó. No puedo evitar contar. No puedo evitar explicar. No puedo evitar ver a alguien y decirle: “¿Sabías que si miras esto desde otro ángulo, entiendes mejor?” Y claro, cuando tu hijo es vendedor y tú trabajas en marketing digital, la línea entre una madre y una asesora de imagen profesional se difumina como un mal banner en una web antigua.
Así que entendí. Él no me leía como su madre, sino como un algoritmo invasivo con demasiadas llamadas a la acción.
Pero yo tampoco lo había leído bien a él. No vi a mi hijo en el tren, agotado, mirando el móvil entre bostezos. Vi a un receptor de mis enseñanzas. Vi un target. Vi una oportunidad de engagement.
Y ahí estaba el problema.
La lección de hoy, pensé, era sobre redacción efectiva. Antes de hacerte entender, debes entender a tu lector. ¿En qué rol está al momento de atenderte? ¿Dónde está? ¿Qué está haciendo? ¿Cuál es su estado de ánimo? ¿Cuál es su interés?
Y la pregunta del millón: ¿cómo saber todo eso de tu lector o audiencia?
Es fácil.
Solo el SEO lo hace.