El guayabo nació silvestre. Nadie sabe cuando apareció en el patio de la casa, unos dicen que ya estaba allí desde siempre, otros, que apareció cuando hicieron las primeras construcciones. Lo cierto es que nadie lo regó, ni le dio ninguna atención especial. Él solito fue creciendo.
Ningún guayabo se lleva bien con las líneas rectas, las detestan. En las curvas es que encuentran la forma más acorde con su temperamento, por eso todos sus troncos son bastantes torcidos, a veces con torsiones pronunciadas. Claro… nada tan extremo como este, donde el tronco casi que volvió a pegar del suelo.
Dicen que fue la hermana mayor la que empezó el asunto. Cada vez que estaba embarazada se recostaba del guayabo, lo empujaba, buscando acomodarse en alguna parte de su tronco. El árbol disfrutaba mucho con eso, le encantaba sentir la vida que se estaba gestando. Para complacer a la mujer cada día permitía que su tronco se doblara algunos milímetros.
Entre el guayabo y las mujeres de la casa se fue creando una química especial. Cada vez que alguna estaba embarazada le daba por irse a recostar del guayabo, decían que el sitio era fresco, que allí no las picaban los zancudos, que el tronco era suavecito, cualquier motivo era bueno para pasar un rato allí. Todo lo que decían era verdad, porque el guayabo disfrutaba mucho del calor de esas mujeres con las crías en su interior. La manera en que el árbol mostraba su generosidad por ese contacto tan especial era doblándose cada día un poco más.
Luego de unos cuatro o cinco partos el tronco del guayabo había cedido tanto que casi permitía que las embarazadas pudieran sentarse.
Un buen día las mujeres empezaron a montar a los niños a horcajadas, los sostenían de los brazos y los meneaban como si estuvieran cabalgando. Los niños se reían, pataleaban de placer, se sentía que disfrutaban aquello sobremanera. En ocasiones, cuando tenían alguna pataleta y no encontraban formas de calmarlos, los llevaban al guayabo y allí se tranquilizaban, se dormían y dejaban de echar broma.
Desde que pusieron a cabalgar los primeros niños el guayabo decidió doblarse más y más. Los niños fueron creciendo, y venir a cabalgar en el guayabo se convirtió en la gran afición infantil, en la gran fiesta de la fantasía. Hubo un tiempo en que una manada de pequeños retozones pasaba el día explorando el resistente tronco de aquel árbol fiel. Una que otra vez alguno perdía el equilibrio y aterrizaba en el suelo, pero nada serio. Era como si el árbol no permitía que se fuesen a hacer daño.
Hace tiempo que aquellos niños se hicieron hombres y mujeres. Decidieron tomar sus caminos en la vida. Poco vienen por aquí. Pero cada vez que algún niño visita la casa lo primero que hace es ir a cabalgar el viejo guayabo.
Gracias por su tiempo.
Me hiciste recordar un guayabo que estaba en casa de una tía. Allí nos montábamos y mecíamos, no como en un caballo, sino tomados de nuestras manos.
Sí, los árboles son una fuente de diversión inagotable. Mis muchachos disfrutaban mucho montándose en ese guayabo, al principio me daba miedo por aquello de las matadas, pero bueno, caerse y levantarse forma parte de la vida. Gracias por la visita y el comentario. Abrazos.
#posh
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