En este noveno día de cuarentena, confirmadas las sospechas de que el coronavirus irá a más y se tendrá que ampliar el plazo de permanencia en casa, he vuelto a soñar.
Pudiera darse el caso –es una opinión personal- de que el inconsciente, gruñón pero no obstante conmiserativo, hubiera decidido convertirse en la Santa Verónica y a través de su rostro, generalmente cariacontecido como las máscaras teatrales griegas, hubiera decidido otorgarse a sí mismo el papel de perfecto cátaro y acudir en auxilio de mi aburrimiento, para practicar conmigo ese sacramento que llamado consolamentun, tienda a aliviar la congoja que me produce esta situación.
O puede que simplemente se deba al exceso de reposo y el consciente, aquél que siempre permanece en guardia, como los colmillos del lobo feroz del cuento de Caperucita, haya decidido dejarse embaucar, en estos críticos momentos en los que incluso pensar se convierte en una tediosa, angustiosa rutina.
La cuestión, al fin y al cabo, es que últimamente recuerdo con mayor frecuencia y claridad todo aquello, que entregado en mano por el cartero del reino de Hypnos, tiendo a considerar como telegramas de esperanza, que procedentes de esa pareja real que son mi complementario y mi circunstancia, recorren las tinieblas de la vigilia para ofrecerme un hola consolador y un adiós, que en realidad es un hasta pronto.
Decía Lichtemberg, y así nos lo hace saber Jacobo Siruela (1), que a los hombres despiertos les hace falta la historia de los hombres dormidos, dando por hecho, que el mundo de los sueños, según la tesis de la doctora Ann Faraday (2), constituye uno de los aspectos más inquietantes y sorprendentes de la vida humana.
Pudiera ser, que en un aspecto sorprendente, que nunca inquietante, soñar con la última vez que vi una super-luna, no forme parte, sino de un deseo de expansión y de libertad, con el que ese inconsciente colectivo del doctor Jung procura ‘animarnos’ en momentos hilarantes o dicho de otra manera, en esos momentos, tanto voluntarios como circunstanciales u obligados, en los que la pasividad pasa por las peligrosas fases de la melancolía, amenazando con convertirse en esa terrible fobia, la desidia, que los galenos medievales, sin duda influidos por los sacerdotes, achacaban a la posesión diabólica.
Lejos de sentirme poseído o de haber sentido alguna vez influjos perversos que me hicieran crecer el bello por todo el cuerpo, afilando mis uñas como las garras de un lobo después de que mi mandíbula creciera como la nariz de Pinocho desarrollando dos terribles incisivos a modo de mortales cuernos de unicornio, siempre he sentido una fascinación muy especial por nuestro satélite: ese mismo que, según las controvertidas opiniones de Gurdjieff, fue, metafóricamente hablando, una lágrima de dolor que expulsó la tierra cuando un cometa chocó con ella en la época en la que los grandes saurios desaparecieron, para aparecer misteriosamente millones de años después, en las sensibles y por qué no decirlo, espectaculares fantasías de Steven Spielberg.
Quiero pensar, no obstante y a pesar de los pesares, que soñar con la luna, viene a ser sinónimo, al menos en mi caso, de libertad. De manera que no quiero otorgarme ningún mérito profético en particular, pero sí calmar las ansias de mi espíritu, que sueña, precisamente, con esa amada libertad y volver a contemplar la luna, tal y como la vi en la noche de aquél no tan lejano viernes del mes de enero, cuando ese auténtico kilómetro cero, que es nuestra madrileña Puerta del Sol, mezclaba en el ambiente el frescor de la lluvia recién caída con el penetrante olor de las castañas asadas, mientras cientos, quizá no exagero si digo miles de viandantes, deambulaban despreocupados de un lado para otro, totalmente ajenos a algo que, visto lo visto hasta el momento, ha estado a punto de convertirse en el profetizado Armagedón, del que ya nos ponía sobre aviso, muy crípticamente, todo hay que decirlo, aquél supuesto discípulo amado de Jesús, que fue el Evangelista Juan.
Yo no tengo dudas de la inocencia de la Luna, pero como Alicia a través del espejo, soy de la opinión de que quizás la culpa de todo y después de todo y me perdonarán por la redundancia, fue del dichoso gato negro, que nunca se cansa de enredar con la madeja.
Notas, Referencias y Bibliografía:
(1) Jacobo Siruela: ‘El mundo bajo los párpados’, Ediciones Atalanta, S.L., Girona, 2010.
(2) Ann Faraday: ‘El poder de los sueños’, Ediciones Guadarrama, S.L., Madrid, 1975.
AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual.
Este período de aislamiento nos está haciendo pensar mucho últimamente. Esto es genial para hacer que nuestra mente sea más activa de lo normal.
Nota: ¡Qué buenas fotos!
En realidad, estimado amigo @wiseagent, es algo tan antiguo con el mundo, si tenemos en cuenta precedentes como Las Mil y Una Noches, Los Cuentos de Canterbury y por supuesto, El Decamerón, de Boccacio. Cuando nos salimos de lo que podríamos considerar lo normal, parece que el ingenio, después de todo, se ceba, metafóricamente hablando, en el Red Bud y le salen alas. Muchas gracias por tu comentario y me alegro que te gusten las fotos. Saludos cordiales
Que tal lo llevas?!?!!? Espero que bien.
Estamos en una situación rara de cojones que nadie podía imaginar hace tres meses, pero somos seres muy adaptativos y lo llevaremos como podamos mientras haya internet y cervezas, como alguna de esas dos cosas falten entonces si que empezaran las hostilidades jajajajaja
Ja, ja, ja...Bueno, no lo llevo muy bien, echo mucho de menos el poder salir a esos caminos de Dios, pero qué le vamos a hacer, como dice el refrán puede que sea verdad que no hay mal que por bien no venga. Estos días he abierto mi 'bodega', con la intención de llegar a un acuerdo lo más pacífico posible con el puñetero bicho, de manera que le estoy dando, más que a la cerveza, a esos ricos Pesqueras que me traje de Valladolid, a ver si dándole algo bueno no se encabrona y pasa de largo cantando aquello de por el camino verde que va a la ermita. Me alegro mucho saber que estás bien y sobre todo, querido Iván, que no has perdido el buen humor. ¡Viva Huesca, tío!. Un abrazo