A pesar del testamento político de Albornoz, de las falacias de la Constitución de 1978, de peperos y sociatas, de Goggle-Cia y de la santa madre que parió al estado europeo del bienestar, Hesperia –esa doncella que duerme encantada en los lodos de la Historia- continúa siendo, en el fondo, un país de Sanchos y Quijotes, dispuesto a luchar contra molinos y gigantes y si es necesario, a proteger los toros de Gerión y las manzanas de las Hespérides, frente a la voracidad de los descendientes del parricida Hércules.
Como los antiguos egipcios, o más acá en el tiempo, como los conservadores aztecas, tenemos también dos lenguajes, dos concepciones diferentes de ver y entender la vida, que cumplen a la perfección con su papel de tonal y nahual.
Nos lo enseñó Cervantes, cuando buceando en las soledades del inconsciente colectivo, rescató para las generaciones futuras las figuras universales del tonal Sancho Panza y del nahual Don Quijote.
Y nos lo volvió a recordar el brujo yaqui Don Juan, a través de ese Hamlet, de ese ser o no ser, de ese tonal con espíritu de nahual, que es o que fue el misterioso Carlos Castaneda.
Somos, por tanto, miserablemente objetivos, como Sancho Panza, pero a la vez estamos poseídos por el daimon de Don Quijote; y si con Sancho Panza sabemos apreciar lo que indujo a Caín a matar por un plato de lentejas, con Don Quijote podemos ver gigantes donde otros sólo ven molinos.
Pero tanto en el papel de Sanchos como en el de Quijotes, no nos falta la sal y la pimienta –o el Yin y el Yang, si lo prefieren- para mantener un saludable equilibrio y poder decir, al menos, aquello de: la Imaginación al Poder.
AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual.


