El bosque tenebroso y el gran sauce llorón | Relato |

in GEMS4 years ago (edited)

El bosque tenebroso y el gran sauce llorón

   

    A pesar de que casi eran las ocho de la mañana la visión del sol y sus cálidos rayos no aparecían en el cielo, se mantenían oculto detrás de las nubes. Una bruma gélida se cernía en la extensión del pueblo, y específicamente allí, en la carretera que partía en dos al Bosque de los Sauces Llorones, la neblina opacaba casi todo el espectro visible. El automóvil donde los chicos se trasladaban frenó lentamente.

    —Llegamos —anunció Francisco, que era quien manejaba.

    —¿Cómo sabes que es aquí? No veo un carajo ¿Tú ves algo, Leila? —replicó Tomás.

    A Leila siempre le pareció que él era el más tonto del grupo, pero también era su primo así que se sentía con la responsabilidad de soportarlo.

    —No veo nada —la niebla parecía hacerse cada vez más espesa.

    Apenas pudieron distinguir los árboles al salir del auto y acercarse hasta el bosque.

    —Cámara lista, mis amores —dijo Beca. De los cuatro era la única que tenía habilidades en la filmación, pues estudiaba en la escuela de cine, o al menos esa fue la excusa que le dieron los demás para convencerla y no cargar con la responsabilidad de la cámara.

    —¿Estás seguro de dónde está? —no sabía decir por qué, pero la atmósfera, además de estar cargada de un frío que atravesaba los gruesos chalecos que vestían todos, causaba cierta preocupación a Leila.

    —Que sí —respondió Francisco —. Solo hay que andar en línea recta —dijo, parecía completamente seguro de cada palabra.

    —¿Creen que todavía esté el cadáver del chico Silva allá? —escupió Tomás. Nadie respondió.

    Mientras caminaban con destino a su objetivo, los cuatro estuvieron cerca de chocar de frente varias veces contra los sauces. Estos estaban muy juntos uno del otro y las hojas de varios tocaban el suelo, lo cual causó que Tomás y Francisco resbalaran en repetidas ocasiones.

    Leila, por su parte, probó el sabor de la tierra húmeda cuando su pie se atoró en una raíz y cayó de bruces. Ahí tirada, por un momento, creyó haber visto la figura difuminada de otra persona. Lo comentó a sus amigos, a medida que se adentraban al bosque era más complicado distinguir algo entre la niebla, pensó que alguien podría aprovechar la condición para emboscarlos.

    —Tranquila, cariño. Con esta niebla nadie podría seguirnos el paso sin perderse —dijo Beca, en un intento de tranquilizarla. De seguro notó la preocupación en su rostro.

    —Sí, solo... olvídalo.

    Dejaron el tema de lado por el resto del camino. Sin embargo, Leila mantenía aquella extraña sensación, como si decenas de ojos, amparados en la cobertura de la neblina el follaje, les vigilaran desde diferentes direcciones. «Cálmate, o terminarás volviéndote loca» trató de convencerse.

    Finalmente, al toparse con la verja, supieron que habían llegado: la casa Manchester, erigida en lo más hondo del bosque, la propiedad más antigua de todo el pueblo. Cruzaron por el portón, oxidado, parcialmente hundido en el suelo y cubierto por barro y hierba mala. Casi al instante la niebla comenzó a disiparse, bastaron unos minutos para que la vivienda apareciera en todo su esplendor frente a ellos.

    Los ventanales estaban rotos y la pintura carcomida, alguna vez las paredes habían tenido un color vino que seguramente debió ser un deleite para la vista. Dos gárgolas de metro y medio de altura custodiaban los escalones a la entrada donde alguna vez hubo una puerta y, como característica más distintiva, un sauce llorón gigante de hojas blancas sobresalía al techo, atravesándolo. Había crecido y formado sus raíces en medio de la mansión que, a pesar del paso del tiempo que claramente causó estragos en la estructura, lucía imponente.

    —Es enorme —comentó Leila, los demás sauces llorones del bosque medían entre cinco y doce metros, todos con hojas verdes entre tonos claros y oscuros. Pero este era un gigantesco manto blanco y fácilmente sobrepasaba los cuarenta metros —. ¿Estás grabando, Beca?

    —¿Entonces el chico Silva se colgó de una de esas ramas? ¿Cuál habrá sido?

    —Carajo, Tomás. Para con lo de Silva —espetó Francisco.

    —¿Vamos a entrar? —Beca lucía particularmente emocionada.

    —Claro que vamos a entrar, quiero ver si está el fantasma del chico Silva.

    —Te dije que pararas con esa mierda.

    Adentro todo lucía destruido. El grueso tronco del sauce blanco había levantado el suelo de la sala casi por completo, ahí solo quedaban paredes grises, hojas muertas y algunos cuadros sin imágenes colgados aún en las paredes. «Esto no me gusta» repetía Leila en su mente al tiempo que caminaba con los brazos cruzados. Tomás la embistió cuando subió por la escalera a carcajadas.

    —¿A dónde va?

    —Jura que encontrara la soga con la que se ahorcó el chico Silva —Beca grababa en todo momento. La intención era dejar registro de todo —. Estoy segura de que al muy cabronazo le excita pensar cadáveres.

    Ambas dejaron escapar una risilla tenúe.

    —Iré a buscarlo, si se hace daño tendré que explicarle a mi tía cómo su hijo se lastimó en una casa abandonada.

    Subió, los escalones rechinaban cada uno tras su paso. Arriba los pasillos no eran muy diferentes a la sala de estar: paredes grises y el gran tronco del sauce llorón blanco presente en todo momento.

    —Tomás —comenzó a llamar, en voz baja —. Tomás, esta porquería de casa está vieja, si no pisamos con cuidado podemos... —la madera podrida cedió y le hundió la pierna hasta la mitad — ¡Maldición! —masculló, apretando los dientes.

    Forcejeó un poco y logró sacarla. El jean se había rasgado y ella sangraba.

    —Leila...

    Era la voz de su primo, en un tono muy bajo. Un golpeteó sonó justo después.

    —¿Qué? ¿Dónde estás?

    —Leila... —el llamado sonaba ahora más ahogado. Otro golpe seco lo acompañó.

    —No estoy de humor para tus juegos, idiota. Me lastimé la pierna, es en serio —de esta le brotaban pequeños flujos de sangre.

    —Leila... —oyó un tercer golpe.

    «Me las pagará» estaba segura de que se trataba de una de sus bromas infantiles. Tomás no conocía límites cuando su objetivo era hacer enojar a otras personas. Su voz provenía de una habitación al final del pasillo. Leila llegó y abrió la puerta.

    Gritó de horror al ver el escenario. Tomás, recargado contra la mesa, sangraba por nariz y orejas, donde alguna vez tuvo su ojo derecho ahora lucía un globo ocular desgarrado, una masa sanguinolenta con la que sería incapaz de volver a ver. Se golpeó en la cabeza con el martillo.

    —Leila... —dijo y se asestó otro martillazo.

    Leila corrió hasta él y se lo arrebató de las manos. Inmediatamente cayó al piso y comenzó a convulsionar.

    —¿Qué diablos te pasa, Tomás? —las lágrimas le salían a cántaros —¡Francisco, Beca! ¡Muchachos! ¡Ayuda! ¡Muchachos!

    Sus amigos no aparecieron.

    —¡¿Francisco?! ¡¿Beca?!

    Tomás dejó de moverse y Leila lloró con mayor intensidad.

    —No te muevas, iré a buscar ayuda —le dijo entre sollozos, pero sabía que su primo ya estaba muerto.

    —¿Beca? ¿Francisco? —sus amigos habían desaparecido, eso creyó.

    Tardó pocos minutos en encontrar a Beca sobre un charco de sangre, sosteniendo un trozo de vidrio y con una brecha en el cuello. Leila se agachó y la palpó, buscaba alguna señal de vida, no la encontró, no tenía pulso.

    —Leila... —escuchó entonces, detrás de ella.

    Francisco de alguna forma, inexplicable bajo un punto de vista lógico, estaba incrustado en el árbol. No superficialmente, la mitad de su cuerpo se perdía dentro del sauce, como si este lo hubiese absorbido dejándolo por fuera solo desde el torso.

    —Leila... vete —dijo Francisco antes de que la madera del tronco crujiera y él se partiera a la mitad.

    Ella corrió, rapidamente llegó hasta la verja, solo miró hacia atrás para ver el enorme sauce llorón de hojas blancas mientras se alejaba. «¿Por qué corres? —se preguntó de pronto —. Estoy tan cansada». Sin darse cuenta, en un abrir y cerrar de ojos, volvió a la casa, y contempló el tronco del sauce.

    —Quiero descansar.

    —Entonces descansa, niña —la voz provenía de lo más profundo de el árbol.

    ¿Sería Francisco? «No, esa no es su voz». Para ese punto le daba igual, parecía ser una voz agradable.

    —Sí, descansaré —respondió.

    Subió por las escaleras otra vez, encantada de que hubiesen redecorado el pasillo. Ahora las paredes color vino se veían más vivas, y en los cuadros distinguía muchos lugares y a muchas personas felices. «Ahí están mis amigos» notó en uno de ellos. Caminó hasta la habitación del final del pasillo y salteó el cadáver de Tomás. Abrió las puertas del armario, allí encontró una soga.


El sauce llorón.jpg
Imagen original de Pexels | Kaboompics.com

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¡Gracias por leerme!

   


Este relato forma parte del mi participación en el concurso de escritura de Fuerza Hispana. Les invito a participar.

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