En una esquina de su casa, al lado de un cuadro de un avestruz enojado, se encontraban unas macetas pintadas a mano que su madre le había regalado para sembrar plantas. Con amor y cuidado, decidió sembrar cactus en ellas, buscando que perduraran en un verde brillante. Sin embargo, ahora estaban marchitos y muertos en esas hermosas macetas. Los recuerdos inundaron su mente.
Aquella mañana, en un día aparentemente normal, ella sintió que algo no estaba bien. Siguió a su esposo Roberto cuando, supuestamente, se iba al trabajo. Lo vio con otra mujer, mostrándole cariño, algo que no le demostraba desde hacía mucho tiempo. Regresó a casa apenas pudo desayunar, ya era tarde y tenía tiempo sin disfrutar de un desayuno relajado.
Recordaba el momento crucial, cuando estaba sentada en la mesa con Roberto. Su voz temblorosa preguntó: "¿Por qué precisamente ella? ¿Por qué no me lo dijiste antes, Roberto?" Respiró profundamente, esperando una respuesta.
"Simplemente dejé de amarte", respondió él fríamente. "No esperaba que te enteraras así."
La incredulidad y el dolor se reflejaron en los ojos de ella. "¿Así? ¿Viéndote con otra persona? ¿Cuánto tiempo planeabas ocultarlo?"
La ira de Roberto estalló y golpeó la mesa con fuerza. La miró con desprecio y asco mientras pronunciaba palabras hirientes: "Entiende de una vez, mujer. Nunca te amé de verdad. Eres una carga en esta casa, un ser sin vida. Me voy con ella y no quiero volver a verte, eres simplemente patética".
En silencio, ella clavaba sus uñas en su propio cuerpo para contener el dolor y las lágrimas. No quería mostrar debilidad ni perder la poca dignidad que le quedaba. Anhelaba que sus uñas fueran cuchillas capaces de atravesar su piel y liberar el tormento interno.
Roberto continuó gritando, pero ella permaneció impasible, con la mirada fija en el suelo. En un último acto de crueldad, él arrojó un plato a su rostro. A pesar del impacto, ella no derramó lágrimas. Se levantó en silencio y lo dejó solo allí.
Mientras un tren pasaba velozmente, Lucía observaba con atención. Era el símbolo del amor que se iba, el tren que se llevaba consigo al gran amor de su vida llamado Roberto.
El teléfono sonó interrumpiendo sus pensamientos. "¿Hola? ¿Quién habla?", respondió con voz temblorosa.
"Soy Cathia, tu cuñada. ¿Aún no sabes nada de Roberto?", preguntó Cathia preocupada.
"No, Cathia. Desde que me dijo que se iba con esa otra mujer, no he vuelto a verlo", contestó Lucía con tristeza en su voz.
"Pero ella tampoco sabe nada de él", dijo Cathia confundida.
"Algún día aparecerá", murmuró Lucía antes de despedirse y colgar el teléfono. "Adiós, Cathia. Por favor, no vuelvas a llamar".
Aún en la oscuridad de la habitación, con la luna como testigo, Lucía recordaba claramente el momento en que había acabado con la vida de Roberto. Había liberado todo el dolor acumulado, dejando que su cuerpo fuera arrastrado por el tren. En la maleta que dejó al lado de su cuerpo colocó unos chocolates para que no sintiera hambre en su viaje final. En su mesa aún estaba la carta en alemán que la amante le había escrito a Roberto hablándole sobre su amor eterno. Una sonrisa se dibujó en su rostro mientras agradecía a la luna por guardar su secreto.
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Muy buena historia, con un final realmente sorprendente.
Muchas gracias.
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