Su esposo siempre había sido un previsor. Creía firmemente que todo ser humano debía estar preparado para sobrevivir en condiciones adversas y ella lo odiaba por eso. Lo conoció al finalizar la universidad y se casaron enseguida, los primeros fueron “normales “, vivían en la ciudad, tenían sus trabajos, salían a divertirse, en fin todo perfecto. Después de un tiempo en las finanzas, su esposo decidió retirarse y compró una finca aislada y se mudaron para allá y terminaron sus idílicos primeros años de matrimonio. Las discusiones eran diarias, ella quejándose que tenía que manejar casi dos horas para ir al trabajo y el que no quería saber de la ciudad, ni depender de institución alguna.
Decidieron separarse y ella regresó a vivir a la ciudad. Se veían de vez en cuando y hablaban casi todos los días pero ya no estaban juntos. Y llegó la pandemia y todo lo que su esposo hablaba se hizo realidad, la cuarentena, los mandatos obligatorios, la limitación de movimiento y un largo etcétera. Y allí estaba ella formando parte por primera vez en su vida de una minoría, la minoría de los no vacunados. Fue una decisión personal, analizada desde todo punto de vista. No tenía nada en contra de las vacunas en general solo que esta se había hecho en muy corto tiempo y no se conocían los efectos secundarios. Pero no podía seguir viviendo allí. No quería que su decisión afectara a otros, así que renunció a su trabajo y a su vida en sociedad. No podía, ni quería quedarse encerrada por siempre en su apartamento así que fue para el único lugar donde sería bienvenida, la finca de su esposo. Allí estaría aislada pero libre.