Suena el timbre de la puerta y ya el hombre, el dueño de la casa sabía que era el cobrador.
De todos los cobradores, aquel era el más terrible, el más implacable, el que no admitía retrasos en los pagos.
El hombre sabía que el implacable cobrador venía a ajustarle cuentas y verificar si los pagos se habían hecho correctamente, a supervisar si aquel hombre había sabido administrar sus deudas y venía a recoger sus ganancias de aquel contrato establecido con aquel hombre.
Pero esta vez, el dueño de la casa se había preparado para ofrecer cuentas claras pues había sabido ahorrar un buen capital para pagar en forma justa sus deudas con el cobrador donde ambas partes quedarían conformes con sus ganancias.
El dueño de la casa esta vez si estaba seguro de haber hecho lo mejor; su balance era favorable, había administrado bien y esto beneficiaba a su familia, no había hecho gastos innecesarios ni había derrochado capital en vicios, el hombre había sabido invertir para que todo fuera ganancia en su hogar.
Por eso avanzó con total seguridad y determinación a abrir aquella puerta y en efecto, ahí estaba parado dispuesto a escuchar un buen balance de su vida aquel terrible pero a la vez el mas justo cobrador.
El hombre veía a su cobrador. El hombre veía a su conciencia.