Tomó camino al centro de esa ciudad nueva para él, donde no conocía a nadie, donde lo único malo que podía tener una cerveza era que no había con quien compartirla, como lo hacía en su pueblo, entre amigos, contando los cuentos de siempre.
Frente a él creció la barra, amigable y salvadora.
-Dos cuello negro -dijo con seguridad.
Y el sifón espumoso, sonoro y lento de espesura comenzó a llenar hasta el colmo un jarra grande y larga de vikingo; en ese instante cerró sus ojos y estuvo en su barrio tomando en la puerta de una licorería, a pico de botella, sentado como todos los demás en gaveras y pedazos de cartón, tomando y sudando.
Luego abrió los ojos y pidió otra cuello negro.
Sentía que el mundo se reducía a esa cerveza, al fondo se escuchaba música country, el frío de siempre ganaba su espacio acostumbrado, se puso los guantes y la bufanda, se ajustó la chaqueta y se tomó una selfie; y fue en ese momento que notó que desde una mesa lo llamaban con una seña de la mano, lo invitaron a sentarse y lo hizo, a los pocos segundos una tibia mano toma la de él y juntos salieron a la calle.
Los perros de allí son leones marinos que en momentos se atraviesan como elefantes muertos, el río es ancho y bravo, llega a su casa con ella, seguro de que no la verá nunca más.