Abrumado
La lluvia cae con una insistencia casi poética, cada gota resuena como un eco de mi propia desesperación. Camino sin rumbo, frustrado porque me han silenciado, quieren que deje la pluma a un lado y me limite a observar. No puedo y entonces me invade una tristeza que parece no tener fin.
Las luces de la ciudad se desvanecen entre las lágrimas que nublan mi visión, cada paso que doy me hunde más en un abismo de melancolía. Creo que el día ha sido interminable, uno de esos en los que las palabras se niegan a fluir y la inspiración se convierte en un espejismo inalcanzable.
Siento que el peso de mi fracaso es aplastante, cada orden en mi trabajo es como un puñal al corazón que mata mi pasión por la escritura libre.
Llueve, como si el cielo compartiera mi melancolía en estas calles desiertas. Las gotas que rozan mi piel parecen susurrar mis pensamientos más oscuros. Es un día largo, uno de esos en los que mi voz se esconde en algún rincón inaccesible de mi mente, pero me habla. Sí, estoy atrapado en un laberinto de emociones, sin salida a la vista.
El peso de la tristeza se hace más palpable a cada paso. Recuerdo que los días en que escribía eran un refugio, un grito para expresarme, una forma de escapar de la realidad. Pero ahora, las palabras deben ser mentiras maquilladas y vacías, sin sentido.
Miro al cielo, buscando respuestas en las estrellas ocultas tras las nubes. ¿Por qué permito que me roben mi pasión? ¿Cuánto más debo esperar para buscar consuelo en la verdad que solía compartir? Suspiro, y avanzo.
La calle se extiende ante mí, interminable. Las farolas proyectan mi propia sombra, larga y distorsionada, reflejo de mi propio estado de ánimo. Siento que cada rincón de la ciudad alberga un trozo de mi tristeza, como si mis emociones se hubieran extendido a cada esquina.
Tras horas de caminata he llegado a la puerta de mi casa, pero no siento alivio. El hogar, que antes era un santuario, ahora parecía una prisión solitaria. Entré, dejando que la oscuridad me envolviera. Me senté frente a mi escritorio, el lugar donde solía perderme escribiendo libremente sobre la situación actual. Pero hoy solamente hay silencio. Entonces cogí el bolígrafo, esperando que fluyeran las palabras, y únicamente surgieron lágrimas. Lágrimas de frustración, de tristeza, de una melancolía que parecía no tener fin.
Lágrimas que se mezclaron con la tinta, creando manchas en el papel. Era como si mi tristeza se materializara en cada palabra no escrita. Me quedé mirando el papel en blanco, sintiendo una creciente desesperación. ¿Cómo había llegado a este punto? ¿Cuándo permití que mi alma se silenciara y no expresara la verdad?
De repente, un recuerdo apareció en mi mente. Era un día soleado, hacía años, cuando escribí mi primer artículo. Recordé la emoción, la pasión, la sensación de libertad que había sentido al crear algo real. Ese recuerdo me dio un pequeño rayo de esperanza.
Decidí que mi familia debía seguir protegiéndose en el exterior. Así que hice una desgarradora llamada telefónica a mis hijas y a mi mujer. Luego volví a salir a la calle, caminé sin rumbo, dejando que mis pensamientos fluyeran libremente. La ciudad, con sus luces y sus sombras, parecía tener vida propia. Cada esquina, cada callejón, contaba una verdad aterradora.
Pronto me encontré en un parque, uno que solía visitar cuando necesitaba claridad. Observé la destrucción, cómo ardía, y se libraba allí una guerra sin piedad. Me senté en un trozo de piedra, observando también cómo la lluvia caía sobre todos ellos, sobre los árboles y la hierba pisoteada y calcinada.
Cerré los ojos y respiré hondo. Sentí que la melancolía empezaba a disiparse, sustituida por una sensación de paz. Recordé que la tristeza también formaba parte del proceso creativo, que incluso en los momentos más oscuros había belleza por descubrir.
Abrí los ojos y saqué mi cuaderno. Esta vez, las palabras empezaron a fluir. No eran perfectas, pero sí sinceras. Escribí sobre la lluvia, sobre la ciudad, sobre la melancolía que había sentido cuando me silenciaron. Cada palabra era un paso hacia la curación, un recordatorio de que, incluso en la tristeza, había esperanza.
De repente, me sentí más ligero. La noche seguía siendo oscura, pero ya no parecía tan opresiva. Me di cuenta de que estaba en el suelo y ya no podía moverme, pero pude ver mi cuaderno cerca de mi mano izquierda, estaba manchado de sangre. Sin embargo, había verdad en él y nadie podría silenciarla jamás.
Fuente de las imágenes
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