Hola queridos lectores y gente de #Literatos, me presento con mi primer post en esta comunidad de literatura de habla hispana, en la cual espero participar regularmente.
Continuando con la tradición de Halloween, me permito escribir este relato de terror.
¡Se lo Voy a Decir a Lucinda!
Se dice en barrio donde nací que en noches muy oscuras y en un sitio poco iluminado se escucha el grito aterrador de una joven mujer que dice a viva voz: ¡Se lo voy a decir a Lucinda...!
Efectivamente, este relato de un fantasma femenino rondando las calles nocturnas fue comidilla entre jóvenes y viejos vecinos míos. A muchos aquella voz aterraba los días lunes, día de las ánimas del purgatorio; también lo hacia los días de semana santa o cuando un deceso ocurría de forma imprevista en nuestra comunidad.
Todo empezó cuando mi vecina Cristina una vez me comentó:
-Ayer escuche la aparición. Era una mujer fina, con el pelo largo, mas no se le veía la cara, pero la vi joven. ¡Gritaba muy feo, vecino!
-¿Y para donde se dirigía esa muerta vecina?- pregunté disimulando mi suspicacia
-¡Ah pues! A donde siempre…hacia los lados de la calle 59. Ella siempre va para allá. ¿No la ha escuchado Usted?
-Noo, nunca, dije. Yo no escucho esos aparatos...-contesté
No tomé ese cuento muy en serio, pues la señora Cristina no la conocían por esos lares exactamente por ser una persona virtuosa o con una moralidad intachable.
Por pura coincidencia, otro día presté más atención a lo que relataba un señor respetable a unos clientes que estaban reunidos en torno a él, en la pulpería del Barrio. El viejito decía:
-Si, ayer pasó ese espanto. Se me pararon los pelos cuando escuché su griterío. Uy Dios! Santísimo Miguel Arcángel, sácanos esa ánima en pena de por aquí. ¡Esa bicha debe estar buscando a un hombre que le hizo una maldad!
Una señora que le prestaba especial atención, preguntó:
-¿Que decía ese espanto del purgatorio, ay Dios mío?
-Ella echaba un quejido a todo pulmón que decía ¡Se lo voy a decir a Lucinda!
-dijo el viejo en forma categórica.
De allí en adelante mi escepticismo empezó a decrecer y tuve la iniciativa de investigar aquel misterio que estaba apostado en mi pintoresco barrio.
Mi indagación se centró en preguntar a los pobladores con más antigüedad de la zona si conocían la historia de ese fantasma o si sabían por lo menos el nombre de aquella misteriosa mujer fallecida. Logré recabar información no muy confiable, tal como que la finada supuestamente era hija de un médico que había muerto de fiebre amarilla a comienzos del siglo XX (enfermedad común para la época). Otro cuento de ultratumba decía que la dama desconocida correspondía a una monja que había muerto a manos de su amante, un sacerdote católico, quien no quería que sus feligreses se enteraran de sus amoríos. Incluso fui a la zona donde presuntamente rondaba la muerta: una calle donde por cierto acostumbrábamos a jugar cuando niños. Mucho tiempo duré mirando esa calle para ver si, por casualidad de la vida, podría ver u oír aquella figura fantasmal y descifrar aquel misterio. No obstante mi mamá solía decir que no todos las personas pueden “ver el alma de un muerto”.
En fin, pasé años luego de que la respuesta me la diera la propia fallecida, pues su insistente grito de “Se lo voy a decir a Lucinda” me dio luces para investigar a la mujer a quien hacía alusión: Lucinda.
El resultado de mis indagaciones me llevó a visitar al Sr. Aquilino, viejo poblador de las adyacencias, quien conoció a Lucinda.
En una visita que hice a la casa del Sr. Aquilino, éste comentó que la mencionada Lucinda era, a comienzos de los años 50, una rica dama proveniente de Caracas que había recibido una herencia de su difunto esposo. Ella había invertido en terrenos de la ciudad para el pastoreo de ovejos y cabras, resultando un lucrativo negocio. Su finca colindaba con lo que hoy sería nuestro barrio. Según el Sr. Aquilino la viuda vivía para entonces con una sobrina llamada Rebeca, pues aquella nunca concibió descendientes. La pareja acomodada económicamente tenía los típicos “hopeadores”, trabajadores encargados del pastoreo del ganado caprino y de otras labores de la finca.
Pues como decían los sabios conuqueros: “nunca falta un roto ni un descocido”. Por obra del destino, prosiguió el Sr. Aquilino, uno de los obreros se había enamorado loca y perdidamente de Rebeca. Ella con su soberbia capitalina hacía caso omiso a las insinuaciones del pretendiente. La osadía del hombre obsesivamente enamorado llegó al extremo de engañar a Rebeca a que se dirigiera a un sitio lejano de la casa con el pretexto de que fuera a rescatar una cabra que había parido fuera del corral.
La joven sobrina se dirigió al sitio planeado por el trabajador, pero al verse engañada se opuso tenaz y valientemente a las pretensiones del sujeto. Éste optó por su machete de faena para obligarla a entregarse a su lujuria, sin embargo todo culminó con el asesinato de Rebeca, cuyas últimas palabras fueron: ¡SE LO VOY A DECIR A LUCINDA!
FIN
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