Apenas había escuchado a los gallos cantar. Los rayos del sol recién se colaban por las rendijas del techo del cuarto, donde dormía sola desde que mi hermana mayor cumplió quince años. Ya daban más de las seis de la mañana, lo supuse por todo el movimiento de gente que escuchaba. Al inicio no entendí bien lo que decían, solo supe que a medida que avanzaban en la conversación se acaloraba más el asunto. Decidí salir de mi habitación lo más sigilosa posible.
Entre las voces que había escuchado claramente resaltaba la de mi padre. Él era un tipo de cuarenta años, por lo general amable, pero todos en casa le teníamos miedo, hasta maíta, mi abuela paterna, que era la única que se atrevía a responderle, aunque con cierto cuidado.
Al salir de mi cuarto dirigí la mirada hacia donde estaba el alboroto. La casa donde vivíamos era de esas que tienen un largo pasillo en medio y la hilera de cuartos a un lado, con un gran comedor y un patio gigantesco, que daba a la sabana. En los dos cuartos de en medio, dividido por una pared de mdf de media altura, dormían mis primos. En uno de los cuartos, Rafael; y en el otro, Dolores y Lizet. Dolores era una sobrina de mi abuela que vivía en casa desde niña, y Lizet era hija de la hermana mayor de mi papá y él la había criado desde que tenía dos meses de nacida.
Todos los habitantes de la casa, menos yo, estaban concentrados entre la puerta trasera y el inicio de patio. Recuerdo ver a mi madre parada a un lado de la reja de brazos cruzados y a mis dos hermanos mayores a su lado. Al acercarme vi a mi papá peleando con mi abuela; ella tenía un par de chaparros de tamarindo unidos en una mano y con ellos estaba golpeando a mi padre, mientras él gritaba: ¡Deja, maíta, deja!
Yo, la verdad, no entendía nada. Fue mi hermana quien, más tarde, me explicó todo el alboroto.
Resulta que en las noches, cuando todos dormían, Rafa brincaba la pared de cartón y se colaba en la cama de Dolores; además, ambos tenían ocultas revistas pornográficas, de las que al parecer hacían uso constante.
La noche previa a esa mañana mis primos cumplieron con su rutina, con la salvedad de que Lizet se despertó y los pilló. Al amanecer se lo dijo a mi papá que, enfurecido, tomó un mecate grueso que usábamos para montarnos en las matas de cocos y les propinó una paliza a ambos y se metió en el cuarto de los muchachos y descubrió que parte de su arsenal de revistas porno estaban escondidas debajo de los colchones, además de varios preservativos usados y sin uso. La mayor parte de los latigazos los llevó mi prima, por ser mujer y provocar al primo. En eso intervino maíta, quien para detener a mi padre empezó a golpearlo. Una vez desgastados los chaparros e insultos se decidió sacar de la casa a mis primos.
A Rafa lo enviaron a la capital, donde vivía un tío. A Dolores la enviaron de regreso con su padre, que vivía en la montaña.
De este incidente no se habló más. Luego supimos que Dolores se casó y tuvo cuatro hijas en el campo donde vivía y que las había enviado a vivir a Caracas con una hermana de su esposo. Rafael nunca se casó. Cada quien hizo su vida y el contacto fue poco o nulo hasta la muerte del hermano mayor de papá. Toda la familia se reunió entonces y nos enteramos de que la hija mayor de Dolores había tenido un bebé y que el padre era Rafael, para sorpresa de todos.
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Una bonita narrativa con un lenguaje muy de nuestra cultura o literatura popular,
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