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NOCTURNO
Mateo Cano, de nueve años, comenzó a comportarse de manera extraña, su conducta se tornó agresiva y su transformación dejó a todos perplejos. Este hecho desencadenó una serie de circunstancias que repercutirían sobre su vida y la de varias personas más... Relatado por un médico que hizo un descubrimiento extraordinario al estudiar el caso.
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Señor director:
No sé cómo comenzar esta carta, nunca antes me he visto en la necesidad de escribirle. Sin embargo, estoy convencido de que el caso del niño Cano amerita su atención. Estoy desconcertado, jamás en mi vida profesional he tenido una experiencia parecida, ni descubrimiento tan extraordinario. Prefiero iniciar esta carta detallándole todas las circunstancias que acompañaron su caso. Espero ser lo suficientemente claro. Tengo que aclarar que los datos fueron recopilados de labios de los involucrados de manera directa con el caso. He hecho una investigación exhaustiva.
El paciente, un niño de nueve años, es integrante de una familia de clase media trabajadora. Es hijo único, aunque su madre está embarazada, y bastante saludable, según las palabras de esta. La mujer refiere que todo comenzó un día luego de asistir a misa, exactamente un domingo. Mateo, así se llama el niño, salió a jugar en el jardín y entró poco después, muy enojado, realmente dijo que hizo un berrinche. El niño clamaba que los odiaba, a sus padres, al cura, al hermanito no nato, a la casa y al jardín, que estaba infestado de bichos. Su mal comportamiento empezó por entonces. Su madre estaba perpleja. Mateo, me aseguran todos los que lo conocían, era un niño más bien tranquilo y tímido. Tampoco hablaba mucho. Nunca antes les había dado problemas a sus padres, jamás les gritó.
Esa noche, dicen sus padres que las cosas extrañas siempre pasaban de noche en plena oscuridad, se levantaron atemorizados porque Mateo daba chillidos de miedo. Gritaba que sentía pasos por su habitación y que sentía mucha picazón, se rascaba la cabeza con tanta fuerza que se arrancó varios mechones de cabello y la sangre se desparramó por la almohada. Su padre al fin logró calmarlo luego de varias horas. Al día siguiente, el pequeño no recordaba nada de lo ocurrido. ¡No recordaba! No obstante, su mala conducta no desapareció sino que fue aumentando con alarmante rapidez.
Usted sabe, señor Director, que es costumbre de los padres exagerar el comportamiento de sus niños para excusar su propia conducta, así que teniendo esto en cuenta me dirigí a la escuela donde cursaba sus estudios. Al mencionar su nombre, la maestra de Mateo cambió por completo de actitud. Se volvió fría y esquiva. No quiero decir que guardara resentimientos contra el pequeño sino que parecía temerle. No sólo apoyó la versión de los progenitores sino que contribuyó con más datos. El día en cuestión, Mateo vociferó que no quería hacer la tarea y golpeó a un compañero por reírse, dejando a la mujer tan sorprendida que se vio obligada a llamar a sus padres.
En la noche, las cosas empeoraron en casa de la familia Cano. El hijo gritaba que sentía un zumbido muy fuerte en los oídos y que alguien invisible le hablaba. Estaba aterrorizado. Su madre le preguntó qué le decía pero el niño no entendía las palabras del intruso. Durante el día, el niño estuvo peor y, al caer la noche y volverse a repetir lo mismo que la anterior, sus padres pensaron que a lo mejor estaba enfermo. No presentaba otro síntoma que dolor de oídos. No tenía fiebre. Lo llevaron a un médico, el doctor Brizuela, y él les aseguró que Mateo no tenía nada. El hombre trató de calmarlos con la idea de que a lo mejor su hijo estaba fingiendo porque quería llamar su atención. Debe estar con celos por el hermanito que está por nacer, les dijo. Lo creyeron, lamentablemente.
De este modo, las cosas se desencadenaron. Me aseguran, sus padres y también los vecinos, que Mateo parecía otro niño. Su transformación fue tan grande que una de sus vecinas comenzó a temerle… Verá, señor, creo que le hizo daño a uno de sus gatos. Además, no sólo se comportaba mal y agresivamente sino que se negaba rotundamente a ir a ciertos lugares. Otra peculiaridad. Uno de estos sitios era la antigua estación de autobuses, esa donde hay un altar de la virgen. También no quería ni pisar la iglesia. Tenía excusas muy burdas, como que le mortificaba el sonido de la música religiosa o el de los autos al frenar en el semáforo o, incluso, el ruido que producía la gente al caminar por los pisos de mármol. Cada vez que lo obligaban a asistir a aquellos lugares, comenzaba a chillar de manera estridente.
En la escuela, el niño se convirtió en un problema real y las autoridades llegaron al punto de decirles a sus progenitores que debían mandarlo a un psicólogo, sino lo expulsarían. Así lo hicieron. Lo vio Ratner, creo que usted lo conoce, es un gran conocedor e entusiasta de su profesión, trata exclusivamente a niños. Sin embargo, luego de un tiempo, llegó a la misma conclusión que el doctor Brizuela: el pequeño estaba fingiendo todo lo que le pasaba. Luego de él, visitaron a muchos otros médicos y psicólogos. Fueron tantos que estuve todo un mes tratando de rastrearlos. La mayoría no se acordaba del niño, ya que sólo había asistido a una consulta, y casi todos tenían escrita lo misma palabra: mitómano.
Una noche los padres de Mateo llegaron al límite de su paciencia. Aseguran que su hijo comenzó a hablar en otro idioma, uno que ellos desconocían por completo. No obstante eso no era lo más insólito, el niño estaba hablando con alguien invisible que se hallaba cerca del ropero. Esta situación hizo que comenzaran a ver las cosas con otros ojos.
Los padres creyeron que su hijo estaba poseído por un demonio. Espero, señor Director, que no tome a la ligera o con risas su conclusión, el matrimonio tenía variados motivos para pensarlo; además de ser una familia profundamente devota. Había circunstancias que escapaban a su comprensión y también a la de los demás. Nadie les había dado un diagnóstico claro. Y si me hubiera pasado a mí, creo que hubiera pensado en lo mismo. ¡Mateo había llegado al punto de ingerir cucarachas! Tenía a todos sus conocidos preocupados y perplejos.
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Como último recurso, la familia Cano fue con el extraño caso de su hijo a consultar con un sacerdote, el padre Luciano García de la iglesia “San Fernando”. Hablé con él, fue muy abierto y receptivo a mis preguntas. Aquel día, el cura escuchó todo lo que tenían que manifestarle del extraño comportamiento de Mateo. Conocía muy bien al niño, que no veía hacía un tiempo, y estaba seguro de que no había nada raro en él. En este siglo, me dijo, nadie cree en posesiones demoníacas ni exorcismos e incluía a sus propios colegas. Confesó que creyó que el pequeño Mateo Cano tenía algún tipo de enfermedad neurológica-psiquiátrica. El hombre les recomendó a los padres llevarlo a un médico pero se encontró con un fuerte rechazo al guardapolvo blanco. Habían pasado por muchos de estos sujetos y estaban cansados de ellos. Así los llamaron “sujetos”. Como nadie había encontrado ninguna enfermedad en el cuerpo de Mateo, el cura les prometió estudiar el caso.
Espero y confío en su buen juicio, señor Director, que nunca exponga el hecho de que rompí mi promesa hecha al sacerdote de guardar silencio. Sus palabras no debían ser conocidas, corría peligro la confianza que la gente devota deposita en él y su reputación. El padre del pequeño le confesó que ya no soportaba más aquella situación, tenía ganas de dar al niño a la crianza de su abuela; ya no podía más con él.
A continuación le detallaré el porqué de esto. Mateo Cano no sólo hablaba otro idioma a una persona desconocida en su cuarto, sino que su rostro cambiaba de tal manera que aterrorizaba a sus padres. Ellos usaban la frase: “mutación de identidad”. Parecía realmente poseído, su transformación era patente. Afirmaban ambos padres que el demonio se expresaba mediante el pequeño organismo de su hijo y que este estallaba en risas incontrolables luego de cada mutación. Parecía burlarse de ellos. Mateo decía las obscenidades más repugnantes que se pueda imaginar e incluso atacó a su propio perro, que antes adoraba, con un cuchillo, porque “ladraba demasiado”. Empezó a caminar de manera peculiar durante el día y en la noche sus brazos se estiraban y adquirían posiciones extrañas.
Todo esto que le relato, al padre García se lo habían contado. Sin embargo este seguía pensando en una enfermedad mental, hasta que luego de varias semanas recibiendo a la familia Cano y escuchando su desesperación, tomó la decisión de ver a Mateo con sus propios ojos. Lo que vio, me asegura, jamás podrá quitárselo de la cabeza. Aún tiene pesadillas. Sus ojos lo convencieron de lo que no pudieron las palabras de los padres.
El padre García llegó poco después de las diez de la noche. Lo habían invitado a cenar. Entró a la casa y de inmediato notó un olor extraño, a putrefacción. Compartió la comida sólo con el matrimonio, el niño no estaba presente. Como la señora Cano sobrellevaba un embarazo avanzado y le costaba subir las escaleras, el padre le acercó la comida a su hijo. Cuando el hombre abrió la puerta del comedor y se dirigió al piso superior, de inmediato el cura sintió un gorgoteo y el olor le golpeó el rostro. Era tan fuerte la pestilencia que García no pudo seguir ingiriendo la cena. Me relata que dos o tres minutos luego, se coló por el hueco de la escalera el sonido de un grito de horror… del padre, no del niño.
Por supuesto que me precipité por las escaleras, dijo. Al entrar al cuarto de Mateo tuvo que taparse la nariz. El olor era repugnante y de inmediato le dieron náuseas. La bandeja y la comida estaba esparcida por el piso y el señor Cano se encontraba inclinado en la cama. García no comprendió al principio qué hacía en esa extraña posición hasta que vio las pequeñas manos. ¡Oh, nunca olvidaré sus manos!, me aseguró con tristeza. Estaban hinchadas y púrpuras, e infectadas por múltiples laceraciones en la piel. Los dedos violáceos se aferraban a los cabellos del hombre con tanta fuerza que él no paraba de gritar. El cura intentó que lo soltara y al cabo de bastantes minutos lo logró. Su fuerza era de otro mundo, refirió.
La piel de Mateo estaba tan dañada e infectada como sus manos y su rostro, ¡su pequeñito rostro!, gemía el cura, lucía tan deformado he hinchado que sus ojos apenas se veían. Al ver a García, el pequeño comenzó a gritar en una lengua extraña… No era latín, ni arameo, ni ningún otro idioma que pueda conocer hombre de esta tierra, aseguró. Las piernas del niño se contorsionaban y este las golpeaba con fuerza, se hacía daño a sí mismo, aun a pesar del dolor. Comprendió entonces, señor Director, la gravedad del caso Cano y convenció a sus padres de que debían atarlo para que no siguiera lastimándose. Iba a realizarle un exorcismo.
La cuestión es que nunca hizo el ritual. El padre García expone que al día siguiente, cuando volvió a la casa, a pesar de que era muy temprano se encontró con un grupo de curiosos en la puerta. Había más gente aún dentro, familiares, supuso él. Todos estaban angustiados y lloraban. Le comunicaron del fallecimiento del pequeño la noche anterior. No obstante, señor, lo que me dice es que la gente se comportaba de manera extraña. Hablaban de demonios y de maleficios. Al parecer no sólo sus padres pensaban que estaba poseído… Los vecinos y familiares habían esparcido sal en la puerta de la habitación del niño, incluso colgaban cruces por toda la casa y había un olor mezcla de carne putrefacta y hierbas aromáticas. García encontró a la madre llorando desconsolada en la habitación de su hijo, que había cerrado con llave; el padre estaba fuera, rogándole que lo dejara pasar. Había dos policías presentes.
Cuando hice mis averiguaciones, uno de los vecinos me habló de ese día, lo recordaba muy bien; él fue el que llamó a la policía. El hombre manifiesta que se levantó a las cinco de la mañana por unos gritos terribles que provenían de la casa de al lado. Pensó en Mateo y en las heridas que una vez había visto en su rostro, entonces se convenció de que sus padres lo golpeaban… Al ver el estado en que estaba el cuerpo del niño, la policía creyó lo mismo que dicho vecino. Poco después del fallecimiento un juez de menores ordenó la autopsia. Y así llegó a mí el caso Cano.
El procedimiento se hizo de manera regular. No me voy a detener en detalles para no aburrirlo o sobresaltarlo, ya se debe imaginar en qué condiciones llegó el pequeño cuerpo. Lo que quiero contarle, y ese es el motivo de esta carta, fue lo que hallé al abrir el cráneo del niño. El cerebro había desaparecido, ¡no estaba!, no quedaba ni un trocito de él. En el sitio, ocupando toda la cavidad craneal, había una especie de mamífero que nunca vi en toda mi vida. Es peludo, de tórax largo y abultado, posee cuatro ojos y al parecer una especie de hocico. Aún estaba vivo y tenía restos de cerebro chorreando por su gordo abdomen. No sé qué es, no me explico cómo llegó allí, pero según mis investigaciones probablemente ingresó por el oído de Mateo. Lo he observado. En el día el bicho permanece en estado latente y se despierta de noche, cuando se alimenta. Ahora ha disminuido de tamaño a falta de comida y parece furioso. De su hocico emite chillidos agudos, a compás, parecen una lengua. Se lo envío, para que usted lo vea con sus propios ojos.
Espero su informe, señor Director, hay que alertar a la población.
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Doctor Torres (médico forense)
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Esta carta fue encontrada el 27 de mayo de 2020, en la papelera del doctor Icazati, director del Hospital Provincial, cuando fue hallado muerto en su despacho luego de varios días de ser dado por desaparecido. En el escritorio había un frasco roto. Causal de la muerte: desconocido.
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Créditos: este cuento es de mi propiedad. Las fotos tienen su fuente debajo.
Un cuento de terror muy bien narrado, hasta crear la estupefacción del lector. Saludos, @eugemaradona.
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