En un rincón del mundo llamado Kuarapi, donde el tiempo parecía haber sido detenido, habitaban los monocordes y monocromos.
Eran seres de una sola nota y un solo color, que vibraban al unísono en una melodía de existencia. Su vida se regía por la simplicidad de sus elecciones y la uniformidad de sus pensamientos. Vestían siempre el mismo color gris. Eran conocidos por su amor a la libertad, que proclamaban con voces en cada esquina del pueblo.
Desde jóvenes, estos habían abrazado la idea de autonomía e independencia como un estándar. Se jactaban de no estar atados a las cadenas del matrimonio ni a las responsabilidades de la paternidad. “¿Por qué someterse?”, decían entre risas, mientras compartían copas en el bar local. La idea de formar una familia les parecía una trampa; preferían vivir en la ligereza del momento, disfrutando de noches interminables.
Con el paso del tiempo, la vida comenzó a cambiarles el color, poniéndoles melodías que no sabían cómo ajustar en sus estilos de vida.
A medida que cumplieron algunos 30, otros 40 años y los más 50 años, comenzaron a sentir síntomas de enfermedades que nunca imaginaron enfrentar, llegaron a vivir situaciones que creyeron que la vida no les entregaría. Un día cualquiera, uno de ellos fue diagnosticado con una enfermedad; el diagnóstico resonó como un eco en su mente: “¿Qué he hecho con mi vida?”. Este monocorde se encontró frente al espejo y vio no solo las arrugas, sino también el vacío existencial que había cultivado durante décadas.
Los otros pronto siguieron su ejemplo; cada uno se enfrentó a su propia batalla, tristezas que no sabían cómo sanar, rabias que parecían no tener sentido, angustias y miedos que se negaban a aceptar, pero que estaban allí. Era un desgaste emocional acumulado por años de evasión.
En esos momentos críticos, comenzaron a cuestionar sus elecciones pasadas y se convirtió en un catalizador para la reflexión profunda. En medio del sufrimiento físico y emocional, los monocordes empezaron a buscar aquello que tanto rechazaron y llegaron a despreciar.
Las noches antes, cortas y breves, ahora se volvían largas y eternas en la inmovilidad de una cama y en el ir y venir en sus casas vacías. Los días antes, llenos de risas vacías, ahora estaban impregnados de lágrimas.
Al final, entre monocordes y monocromos solo quedó el color negro y el silencio como nota.
Between monochords and monochromes
In a corner of the world called Kuarapi, where time seemed to have stopped, lived the monochords and monochromes.
They were beings of a single note and a single color, vibrating in unison in a melody of existence. Their life was governed by the simplicity of their choices and the uniformity of their thoughts. They always wore the same gray color. They were known for their love of freedom, which they proclaimed with voices in every corner of the village.
From a young age, they had embraced the idea of autonomy and independence as a standard. They boasted of not being bound by the chains of marriage or the responsibilities of parenthood. “Why submit?” they would say with a chuckle, as they shared drinks at the local bar. The idea of starting a family seemed like a trap to them; they preferred to live in the lightness of the moment, enjoying endless nights.
As time went by, life began to change its color on them, putting them to tunes they didn't know how to fit into their lifestyles.
As some turned 30, others 40 and the most 50 years old, they began to feel symptoms of diseases they never imagined they would face, they came to live situations they thought life would not give them. One day, one of them was diagnosed with an illness; the diagnosis echoed in his mind: “What have I done with my life? This monochord found himself in front of the mirror and saw not only the wrinkles, but also the existential void he had cultivated for decades.
The others soon followed suit; each faced their own battle, sadnesses they didn't know how to heal, rages that seemed meaningless, anxieties and fears they refused to accept, but which were there. It was an emotional toll accumulated from years of avoidance.
In those critical moments, they began to question their past choices and it became a catalyst for deep reflection. In the midst of physical and emotional suffering, the monochordes began to search for that which they so rejected and came to despise.
The nights before, short and brief, now became long and eternal in the immobility of a bed and in the coming and going in their empty houses. The days before, full of empty laughter, were now impregnated with tears.
In the end, between monochrome and monochrome, only the color black and silence remained as a note.
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