Hispaliterario 41. Entre pepino y talismán

in Literatosyesterday

En un pueblo del ayer donde el mañana no llegaba, los habitantes vivían sumergidos en el brillo hipnótico de sus pantallas. Era un lugar donde el tiempo se desdibujaba, donde las horas se perdían en el interminable sonido de notificaciones y mensajes efímeros. Un pueblo que, aunque pequeño en geografía, era vasto en su desconexión. La entrada, curiosamente, era para salir, y se salía por los laterales, como si el espacio mismo jugara una broma geométrica a quienes intentaban entenderlo.

Allí, las palabras no resonaban en el aire, sino que se tecleaban en frías pantallas, y las miradas no se cruzaban, sino que se perdían en la luz azulada de los dispositivos. La comunicación era un acto solitario, un intercambio de caracteres que simulaba cercanía, pero perpetuaba la distancia. Así, entre mensajes cifrados y emojis, los habitantes creían satisfacer sus necesidades e intereses, sin darse cuenta de que lo único que alimentaban era su propio aislamiento.

Y fue en ese pueblo, en ese silencio lleno de ruido digital, donde ocurrió algo que, por un instante, logró arrancarlos de su letargo. Algo que los hizo levantar la mirada, soltar sus dispositivos y preguntarse, quizás por primera vez en años, qué había más allá de la luz de sus pantallas.

Todo comenzó con un pepino singular. Inexplicablemente, una mañana amaneció erguido en el centro de la plaza, sobre un pedestal de mármol que nadie recordaba haber visto construir. El mármol, pulido y frío, contrastaba con la vitalidad casi obscena del vegetal, que brillaba bajo el sol como si hubiera sido bañado en una luz propia, una luz que no provenía del cielo, sino de su interior. Su piel verde oscura, surcada por pequeñas protuberancias, parecía guardar un misterio ancestral, un secreto que desafiaba la razón y que se volvió tendencia en los blogs y demás espacios virtuales.

En la medida que las persona más se conectaban, el pepino parecía crecer, expandirse, como si se alimentara de la atención que le brindaban. Y no solo crecía en tamaño, sino en influencia. A medida que los habitantes del pueblo se conectaban a sus dispositivos, el pepino absorbía algo de ellos, algo intangible pero vital. El pepino, ahora del tamaño de un árbol pequeño, se alzaba como un monumento viviente, un recordatorio de que algo había cambiado para siempre.

El pueblo, desconcertado y algo enloquecido, comenzó a murmurar. ¿Era el pepino una maldición? ¿Un regalo de los dioses? ¿O acaso una advertencia de que habían ido demasiado lejos en su obsesión por lo virtual? Nadie lo sabía, pero todos sentían que ese vegetal, ridículo y majestuoso a la vez, tenía algo que decirles. Y mientras más crecía, más urgente se volvía la necesidad de escuchar.

Los bandos se formaron rápidamente, como hongos después de la lluvia. Los "Verdes", liderados por Doña Gertrudis, una mujer de mirada penetrante y sombrero de plumas que parecía salido de un cuadro surrealista, aseguraban que el pepino era un talismán, un regalo de la naturaleza, un símbolo de la tierra que clamaba por ser devuelto a su origen. Los "Oscuros", comandados por el enigmático Dr. Zorba, un hombre que siempre llevaba un abrigo negro y hablaba en versos que nadie entendía, pero todos respetaban, afirmaban que el pepino era un artefacto místico, una reliquia ancestral que contenía el secreto de la eterna juventud. Y luego estaban los "Neutrales", un grupo de adolescentes que solo querían filmar todo para subirlo a una plataforma que, irónicamente, nadie usaría. Todos acordaron una batalla frontal, una lucha definitoria que resolvería, de una vez por todas, el destino del pepino.

Los habitantes del pueblo, acostumbrados a comunicarse únicamente a través de memes y mensajes cifrados, comenzaron a congregarse alrededor del pepino como polillas atraídas por una llama. Estaban listos para la batalla, ansiosos por reclamar aquel objeto que, sin razón aparente, había despertado en ellos una feroz necesidad de posesión. Sin embargo, justo en el momento crucial, cuando las manos se alzaban y los gritos de guerra resonaban en el aire, algo extraño ocurrió. A medida que las personas se acercaban, rompiendo la barrera de las pantallas, y comenzaban a conversar entre sí, el misterioso pepino, otrora radiante y desafiante, empezó a perder vigor. Su tamaño menguaba, su brillo se apagaba, como si se alimentara de la distancia y el silencio que antes los separaba.

Las señales digitales, antes omnipresentes, comenzaron a fallar. Las pantallas, esos altares modernos, se llenaron de interferencias, de líneas quebradas y colores distorsionados. Las redes sociales, otrora bulliciosas y frenéticas, cayeron en un silencio inquietante, como si el mundo virtual hubiera decidido tomarse un respiro, cada persona observó que al desconectarse de la red emergía de sus manos una especie de talisman, un grabado silabico cuneiforme.

El pepino, que antes parecía invencible, casi sagrado, ahora se encogía, se desvanecía, como si no pudiera soportar el peso de las miradas sinceras y las palabras verdaderas que brotaban de los labios de aquellos que, por primera vez en mucho tiempo, se veían las caras sin intermediarios.

Hubo gritos, murmullos, arengas. Todos intentaban explicar lo sucedido, pero nadie escuchaba; o, más bien, todos hablaban entre sí, y en ese diálogo caótico, en ese intercambio de voces y gestos, el pepino, erguido y majestuoso al principio, fue desapareciendo. Los minutos se desgranaban como un código binario que se rompía, liberando a los sistemas de su tiranía. El tiempo parecía fluir de otra manera, más lento, más humano.

Comenzó a lloviznar, una fina lluvia que caía sin prisa, como si el cielo también hubiera decidido participar en aquel extraño ritual. El sol, oculto tras las nubes, dio paso a un amanecer que nunca terminaba de llegar, como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante preciso. Poco a poco, la gente fue retirándose de la plaza, no con la sensación de haber perdido algo, sino con la extraña certeza de haber ganado otra cosa, algo que no podían nombrar, algo que definieron como el talismán, un poder individual que les hacía mirarse a los ojos de los otros con una curiosidad renovada.

La historia del pepino fue tallada en piedra. Cada nuevo invierno, el pueblo celebraba un festival. Durante ese día, el brillo hipnótico de las pantallas era sustituido por la bulla enorme de los habitantes, que se reunían en la plaza para recordar, para hablar, para reír y así honrar el talismán que cada uno portaba.




Between cucumber and talisman

In a town of yesterday where tomorrow never came, the inhabitants lived immersed in the hypnotic glow of their screens. It was a place where time blurred, where hours were lost in the endless sound of notifications and ephemeral messages. A town that, though small in geography, was vast in its disconnection. The entrance, curiously, was to exit, and one exited through the sides, as if the space itself played a geometric joke on those who tried to understand it.

There, words did not resonate in the air, but were typed on cold screens, and gazes did not cross, but were lost in the bluish light of the devices. Communication was a solitary act, an exchange of characters that simulated closeness, but perpetuated distance. Thus, between encrypted messages and emojis, the inhabitants believed they were satisfying their needs and interests, without realizing that the only thing they were feeding was their own isolation.

And it was in that town, in that silence full of digital noise, where something happened that, for an instant, managed to pull them out of their lethargy. Something that made them look up, drop their devices and wonder, perhaps for the first time in years, what lay beyond the light of their screens.

It all started with a singular cucumber. Inexplicably, one morning it dawned standing tall in the center of the square, atop a marble pedestal that no one remembered seeing built. The marble, polished and cold, contrasted with the almost obscene vitality of the vegetable, which shone in the sun as if it had been bathed in a light of its own, a light that came not from the sky, but from within. Its dark green skin, furrowed by small protuberances, seemed to keep an ancestral mystery, a secret that defied reason and became a trend in blogs and other virtual spaces.

As more and more people connected, the cucumber seemed to grow, to expand, as if it was feeding on the attention they gave it. And it not only grew in size, but in influence. As the villagers connected to their devices, the cucumber absorbed something from them, something intangible but vital. The cucumber, now the size of a small tree, stood like a living monument, a reminder that something had changed forever.

The people, bewildered and somewhat crazed, began to murmur. Was the cucumber a curse? A gift from the gods? Or a warning that they had gone too far in their obsession with the virtual? No one knew, but everyone felt that this ridiculous yet majestic vegetable had something to tell them. And the more it grew, the more urgent the need to listen became.

Sides formed quickly, like mushrooms after the rain. The “Greens,” led by Doña Gertrudis, a woman with a piercing gaze and a feathered hat that looked like something out of a surrealist painting, claimed that the cucumber was a talisman, a gift from nature, a symbol of the earth that was crying out to be returned to its origin. The “Dark Ones,” commanded by the enigmatic Dr. Zorba, a man who always wore a black coat and spoke in verses that no one understood, but everyone respected, claimed that the cucumber was a mystical artifact, an ancestral relic containing the secret of eternal youth. And then there were the “Neutrals,” a group of teenagers who just wanted to film everything to upload it to a platform that, ironically, no one would use. They all agreed to a head-on battle, a defining fight that would settle, once and for all, the fate of the cucumber.

The villagers, accustomed to communicating only through memes and encrypted messages, began to gather around the cucumber like moths attracted to a flame. They were ready for battle, eager to claim that object which, for no apparent reason, had awakened in them a fierce need for possession. However, just at the crucial moment, when hands were raised and war cries echoed in the air, something strange happened. As people approached, breaking through the barrier of screens, and began to converse with each other, the mysterious cucumber, once radiant and defiant, began to lose vigor. Its size dwindled, its glow faded, as if it were feeding off the distance and silence that once separated them.

Digital signals, once omnipresent, began to fail. Screens, those modern altars, were filled with interference, broken lines and distorted colors. Social networks, once bustling and frenetic, fell into an eerie silence, as if the virtual world had decided to take a break, each person noticed that when disconnecting from the network, a kind of talisman emerged from their hands, a cuneiform syllabic engraving.

The cucumber, which once seemed invincible, almost sacred, now shrank, faded, as if it could not bear the weight of the sincere glances and true words that flowed from the lips of those who, for the first time in a long time, saw each other's faces without intermediaries.

There was shouting, murmuring, harangues. Everyone was trying to explain what had happened, but no one was listening; or rather, everyone was talking to each other, and in that chaotic dialogue, in that exchange of voices and gestures, the cucumber, erect and majestic at first, was disappearing. The minutes were unraveling like a binary code that was breaking, freeing the systems from their tyranny. Time seemed to flow differently, slower, more human.

It began to drizzle, a fine rain that fell unhurriedly, as if the sky had also decided to participate in that strange ritual. The sun, hidden behind the clouds, gave way to a dawn that never quite arrived, as if time had stopped at that precise moment. Little by little, people withdrew from the square, not with the feeling of having lost something, but with the strange certainty of having gained something else, something they could not name, something they defined as the talisman, an individual power that made them look into each other's eyes with renewed curiosity.

The history of the cucumber was carved in stone. Every new winter, the village celebrated a festival. During that day, the hypnotic glow of the screens was replaced by the enormous noise of the inhabitants, who gathered in the square to remember, to talk, to laugh and thus honor the talisman that each one carried.

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CRÉDITOS
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Traductor Deepl
Imagen creada con IA (Bing de microsoft)

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Extraordinario
@tipu curate 8

Felicidades, buena narración

@franvenezuela Me encantó la forma de abordar la convocatoria del concurso.

También una buena imagen acorde con la narrativa

¡Gracias, estamos tratando de aportar desde lo escrito!

 yesterday  

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Ese fue un pepino que llego para humanizar de nuevo a las personas de ese pueblo, definitivamente y el talismán quedó como recordatorio de lo que no debían volver a perder, su humanidad. ¡Excelente historia!, saludos!