Aún no podía reconocer el momento exacto en que mi vida se había vuelto del todo monótona. Despertar, trabajar, dormir. Era lo único que gira en torno a mis días, lo único que me generaba algo de importancia. Ya me estaba empezando cansar corresponder a todos los actos que me rodeaban de manera instintiva, porque sí, cada cosa que hacía equivalía a lo mismo que sobrevivir, pues había una muy delgada línea entre actuar de la forma que quería y actuar de la forma más conveniente.
Muchos años atrás ya había decidido que eso era lo mejor, no había juicios, decepciones ni caídas de las que luego me arrepentiría, ¿acaso era eso vivir? No era tan estúpida, claro que no, solo era una medida que demostraba que no estaba muerta; otra cosa en la que no podía pensar, solo porque todo los demás consideran que aún soy demasiado joven para pisar esa etapa.
Treinta y dos años no me parecen demasiado a juventud, pero ya todos conocemos los estándares que tiene la sociedad para absolutamente cada cosa. Cómo debemos crecer, cómo debemos educarnos, cómo debemos comportarnos, cómo ser exitosos… Cada cosa de lo que debería ser nuestra vida estaba muy bien descrito, pero lo que aun nadie se esforzaba en declarar, era la receta para sentir éxtasis, emoción incontrolable y esa llama asfixiante que se describe en las películas por el simple privilegio de vivir.
¿Dónde estaba eso?
Era una de las preguntas que más rondaba en mi cabeza, acribillándome por no tener una remota idea de su respuesta. Pero en ese momento, mientras tomaba una ducha diez minutos antes de que iniciara la primera conferencia de trabajo del día, había una pregunta más densa, que rasguñaba en el centro de mi pecho, con una pesadez inmóvil que representaba el único signo de que no me atrevería a llorar.
Hacía semanas que había dejado de importarme dónde estaba la pasión por respirar en este mundo que todos describían como algo bello, mi interés ahora resollaba en dónde conseguir el rugir por existir, que todos fingen tener. La nueva necesidad que se despertaba en mí era demasiado distinta, casi hambrienta.
Mientras pasaba el jabón con fuerza sobre mis brazos y cuello, no se detenía una sinfonía de sollozos en mi cabeza, que no había parado de escuchar cada media noche cuando me iba dormir desde hace tres días. Simulaban una especie de disco rayado que hacia una perfecta mezcla con la palabra conseguir. Conseguir, conseguir, conseguir, conseguir ¿Qué era lo que quería conseguir? Se me olvida cada vez que regresaba la imagen de una chiquilla, atada de pies a cabeza, que se mecía acuclillada en una esquina de mi habitación.
Suena macabro, y quizás los sea. De igual forma, me confundía no saber qué era lo que la motivaba a plantarse cada noche en esa esquina regodeándose en su miseria. No me asustaba, el único problema que tenía con su presencia era la manera en que su tristeza me alcanzaba hasta dejarme un peso muerto en todo el cuerpo cada vez que despertaba en las mañanas. Sentía como si me estuviera exprimiendo, como si su cura fuera mi veneno.
Me restregué con más fuerza el cuello y luego pasé a la nuca, intentando desaparecer la sensación de sudor espeso, el cual se había convertido en mi nuevo compañero los últimos tres días. Dejé que el agua cayera con fuerza sobre mi rostro y abrí un poco más el grifo del agua fría para que fuera la única temperatura que pudiera sentir. Ya se me estaba haciendo tarde si quería estar presente en esa conferencia, pero… solo un minuto más. Eso era lo que necesita mi cabeza sin tener que pensar en nada. Nadie debía decirme que era algo imposible.
Cerré la llave del agua con brusquedad y nuevamente me permití unos segundos, recargada en la cerámica de la pared con la intención de encontrar algo de paz. Unos fuertes golpes empezaron a sonar desde la puerta, lo que provocó que una irritación se concentrara en el centro de mi cabeza. Envolví mi cuerpo alrededor de una toalla lo más rápido que pude y me apresuré a salir del baño sin importar que estaba dejando un reguero de agua mientras caminaba hacia la puerta. Al abrirla, me encontré con mi madre en el centro del marco con la mano alzada, lo que solo demostraba su intención por volver a tocar.
─ ¿Piensas desayunar?─ Dijo mi madre, mientras se hacía a un lado para permitirme pasar.
Seguí caminando en dirección a mi cuarto, procurando ser más rápida para no seguir mojando el piso.
─No, voy retrasada a una conferencia ─ Respondí intentando ser lo suficientemente ágil para vestirme en los cinco minutos que me quedaban.
─ No seas tonta, tienes que comer si no quieres luego estar desmayándote ─ Dijo usando una de sus risas falsas que tendían a salirse cuando las cosas no iban como ella quería.
─ Voy a estar bien─ Metí mis piernas en unos jeans desgastados, para luego proceder a colocarme la camisa blanca de vestir que acababa de sacar del closet.
Caminé hacia el otro lado de la habitación y me encontré con mi espejo de cuerpo completo. Evalué mi aspecto por un breve segundo, hasta que me encogí de hombros resignada; no me veía muy profesional que digamos. Estiré mi mano para alcanzar una goma para el cabello que estaba en una esquina del espejo y recurrí a hacerme una cola de caballo lo más ordenada posible.
─ Ya sabes que no tienes que hacer eso, tu padre y yo te hemos dicho más de una vez que no es necesario─ Instantáneamente capté su mirada a través del espejo.
─ ¿Hacer qué?─ Pregunté confundida, aplastando con mis dedos los pequeños cabellos que amenazaban con salirse del recogido.
─ ¡Ese trabajo que tienes! ─ Exclamó levantando las manos como si fuera algo obvio ─ Te la pasas todo el día encerrada en esta habitación, sentada en la silla mientras no te despegas de la computadora.
─ Ya hemos hablado de esto ─ Dije volteándome para verla de frente ─ No voy a dejar de trabajar.
Pasé a su lado dejándola atrás y mis ojos se encontraron en el reloj digital que estaba sobre mi cómoda; solo tenía un minuto. Me moví hacia mi escritorio y tomé asiento para empezar a encender la computadora.
─ Además ─ Continúe ─La única razón por la que trabajo desde casa es porque a ti no te gusta quedarte sola con papá.
Otra risa.
─Tu papá está enfermo ─ La escuché decir a mi espalda.
─Nunca dije que no lo estaba.
─No puedo creer que te atrevas a decir… ─ Mi madre continuó hablando, pero yo había dejado de escucharla porque sentía una fuerte tensión en la parte trasera de mi cabeza.
Me giré despacio en la silla hasta quedar de cara a mi madre, que seguía hablando como si estuviera molesta. Lo único que podía escuchar era el fuerte pitido que resonaba en mis oídos. La miré confundida, sin entender que pasaba, y fue cuando caí en cuenta de lo que se encontraba a una corta distancia detrás de mi madre. La niña nuevamente estaba en la esquina, acurrucada, sosteniendo sus piernas con los brazos, esta vez sin ningún tipo de atadura o llanto incesante. Parecía que solo dormía.
─ ¿La ves?─ Regresé a la realidad sin aun poder apartar mi mirada de la niña.
Mi mamá paró de hablar y respondió con irritación al darse cuenta de que no había estado escuchándola:
─ ¿Ver qué? ─ Arqueó una ceja.
─La niña, la que está detrás de ti─ Dije con todo la seriedad posible mientras sentía los latidos desesperados que estaba dando mi corazón.
Se dio la vuelta y examinó con detenimiento la otra mitad de la habitación. Un segundo después se giró nuevamente en mi dirección viéndome con los ojos entrecerrados y negando con la cabeza, como si lo que hubiese dicho solo fuera una especie de broma para que se callara. No había visto nada. Esperó a que le diera una explicación, pero el enorme nudo que tenía en la garganta no me dejó decir nada; en un parpadeo mi madre salió del cuarto dando un portazo y la imagen de la niña desapareció con ella.
Alrededor de las cinco de la tarde, la última conferencia que tenía en el día terminó. Trabajaba para una empresa trasnacional que me utilizaba como traductora para poder comunicarse con los clientes que viven en otros países. Una de mis amigas, Sofía, era la asistente del jefe de la empresa, y quien me había ayudado a conseguir el trabajo cuatro años atrás.
─ Y… ¿has pensado en lo que te dije ayer?─ Dijo Sofía una vez que todos los participantes en Zoom se desconectaran de la llamada.
Intenté por décima vez en el día, quitarme de encima la pesadez que había quedado en mi cuerpo después de haber visto a la niñita. Como era de esperarse, no lo logré.
─No hay nada que pensar, ya te dije cuál era mi respuesta ─ Me recargué del espaldar de mi silla y me restregué la cara con ambas manos.
─Tenía la esperanza de que… ya sabes, lo reconsideraras ─ A pesar de que la veía a través de una pantalla, podía notar su frustración por la manera en que fruncía los labios.
─Mmmm, no hay necesidad, no pienso mucho en las cosas que no son una posibilidad ─ Intente decirlo en tono de broma, pero igual eso no pudo esconder la realidad que ambas sabíamos: era una mentira.
Tiempo atrás, cuando me gradué de la universidad, recibí una oferta de trabajo con la que había soñado toda mi vida. La carta me había llegado dos meses después de enviar mi currículo, a lo que solo había esperado con ansia un “lo sentimos mucho pero…”. Sonaba ridículo que estuviera esperando algo como eso, pero estaba segura que de esa forma, hubiese sido más fácil aceptar que era un trabajo que no estaba hecho para mí, o mejor dicho, hecho para mi vida. Ni siquiera me molesté responder la carta, sola la lancé al fondo de un cajón y tiempo después recurría a leerla cada vez que no estaba de animó. Y aunque ya lo había superado, aun la conservaba.
Sofía sabía que no era de las que olvidaba rápido los acontecimientos que significaban mucho para mí. Su propuesta, la del día anterior, era una de las muchas invitaciones que recibía para trabajar en el exterior. Prometían lo de siempre: más experiencia, mejor salario, mucha convivencia… y no, no era mi estilo vida, aunque la mayor parte de las personas de mi edad se mataban por una oportunidad así.
─ Sabes muy bien que no puedes pasar toda la vida viviendo bajo el techo de tus padres─ Dijo Sofía después de que se instalara un tenso silencio entre nosotras.
─ En realidad si puedo ─ Mi voz sonó con alegría fingida y la única respuesta que obtuve de Sofía fue un gruñido ─ Pensé que entendías por qué lo hacía.
─ A tu papá le pueden contratar una enfermera. Lo sabes tú, lo sabe tu madre, ¡todo el mundo lo sabe!
─ No quiero dejar sola a mamá.
─ ¿No quieres tú o no quiere ella?
─ No discutiré esto contigo ─ Volví a restregarme el rostro con las manos. Estaba demasiado cansada.
Otra silencio se instaló entre Sofía y yo mientras nos veíamos a través de la pantalla.
─ ¿Cuándo vas empezar a vivir tu propia vida?─ Dijo en un tono tan bajo que apenas pude escucharlo.
En la madrugada del día siguiente, volví a ver a la niña. Me despertaron sus gemidos, que simulaban un intento por controlar su dolor. La misma esquina, la misma posición, las mismas ataduras. Por un instante me preocupó que esas cuerdas no la estuvieran dejando respirar, en esta ocasión se movía inquieta con la intención de liberarse, lo que me pareció a simple vista como algo imposible.
Algo diferente cosquilleaba mi cuerpo, sentía como un hilo invisible trataba de arrastrarme hasta donde se encontraba. Me levanté lentamente de la cama, sintiendo como en cada paso que daba mis pisadas se hacían más pesadas. Deteniéndome a mitad de la habitación reconsideré si era una buena idea, si valía la pena, o era solo un juego pesado que quería jugarme mi cabeza.
Me arrodillé y me moví a rastras hasta que logré alcanzarla.
La tomé por los hombros y le pregunté quién era. Se lo había preguntado el primer día que la había visto, pero tampoco recibí respuesta. Era como si los sollozos no le permitieran decir quién era. Volví a preguntarle unas tres veces más hasta que levantó su rostro y sus ojos chocaron con los míos. Sentí mi cuerpo hacerse piedra, junto con el deseo desesperado de romper esas cuerdas.
Al deshacer la primera, la niña dejó de llorar, sus ojos comenzaron a ser brillantes y mostraban un millón de estrellas que parecían hambrientas por consumir el mundo. Cuando desaté la segunda cuerda que le cubría casi todo el cuerpo, al instante dejó de verse como una niña, ahora era una joven de veintitrés años que sonreía intentando decirme que estaba bien que no hubiese aceptado el trabajo, podían resolverlo juntas. Un segundo después, cayó la tercera y última cuerda que la ataba, la que me devolvía la mirada era una mujer de treinta y dos años, estaba triste, no paraba de pedirme perdón por lo que estaba haciendo con mi vida.
Fin.