El gran mausoleo ya mostraba evidente deterioro, hacía décadas que nadie lo restauraba. Las personas se acercaban y admiraban lo fastuoso que fue, incluso, se preguntaban, ¿quién yace aquí? Un susurro reiterado contestaba: Yo. Pero, parecía no escucharlos.
―Nadie me recuerda. ¡Qué canalla, don Muriano! Ayer vino y se robó la lápida enchapada en fino oro con mi nombre. Aquí me quedaré para evitar que me sigan ultrajando.
―Señor, ¿qué hace allí adentro?
Don Evaristo lo ve con asombro, como si viera a un espanto.
―Muchacho, ¿puedes verme?
―¡Claro!
―¿No me temes?
―¿Y por qué he de temerle? ¿No está usted muerto?
―Sí. ¡Eso creo!
―Mi bisabuela, Faustina, dice que no hay que temerles a los muertos, sino a los vivos.
―¿Faustina? Me suena.
―Ella me habló de usted.
―¿Cómo que ella te habló de mí? Pensaba que ya todos me habían olvidado.
―No. Ella no le conoció en persona. Solo por los cuentos de su abuelo Muriano.
―¡Ah, eres del linaje de esa sabandija!
―¡Qué le pasa, espanto decrépito! No nos ofenda. Debería regresar a mi casa, mas no puedo. Le prometí que pintaría su mausoleo.
―¡Vete ya, o juró que te jalaré los pies hasta que te mueras, y me acompañes!
―¡Cómo se ve que nunca sale de su mansión fúnebre!
―¡Si salgo, bribones como Muriano, terminan por desmantelar mi último refugio! Así que no entiendo el porqué, después de tanto tiempo, un descendiente suyo, venga a retribuir su ofensa. Ya he espantado a muchos y tú, no serás la excepción.
―Vaya que los cuentos de Faustina son fidedignos. No en balde, el tatarabuelo, Muriano, le dijo que ella era el fiel reflejo del temperamento de su otro abuelo.
Don Evaristo lo observó con detenimiento. El espanto lo inundó.
―¿Qué es esto? ¡Eres yo! ¡Mi versión más joven!
―¡Claro, que no! ¡Yo no estoy muerto, ni soy un espanto! Hemos regresado a instancia de Faustina, desde el otro lado del mundo. Ella quiere reposar aquí, a su lado, para hacerle compañía, una vez muera. Sabe que está solo, y apegado a su supuesto legado de orgullo.
―¿Y, cómo sabes eso?
―Nuestros ancestros se lo dicen a ella en sueño. Y yo, los veo de vez en cuando, como ahora. Por cierto, la placa de oro de su tumba se usó para financiar el tratamiento que la salvó de la muerte, al ella nacer.
―¡Mijo, deja el mausoleo tal como está! ¡Qué..., yo, cuando le llegue su hora, la acompaño a donde ella me quiera llevar! ¡Y de Muriano! Ya hablaré con él. Le debo una disculpa.
Fin
Un cuento original de @janaveda
Imagen de Colin Ross en Pixabay
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¡Bravo!
Evaristo, Muriano y Faustina. Con tales nombres pueden ser paisanos tuyos o míos, pero igual pudieran llevar apellidos sonados, algo así, como Montesco-Capuleto.
Un gran placer leer esta tarde dos relatos vuestros.
Un abrazo y hasta mañana.
Hola, Félix
Sí, ayer la musa fluyó con libertad. Me complace que hayan sido de tu agrado.
Saludos, muchas bendiciones y cosas buenas para ti y tu adorable familia.
Resultó que todos eran parientes. 😉 Un relato de agradable lectura a pesar de tratar un tema fúnebre. 😃
Sí, este era el propósito del relato: ironía, sátira y un toque de humor. Por su comentario, me doy por satisfecho. Agradezco mucho sus palabras.
Saludos.
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