El cuaderno de Paola │Capítulo I

in Literatos3 years ago

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Aquel jueves la subdirectora irrumpió en el salón de clases acompañada de un muchacho que era un completo desastre: pantalones sucios, camisa rasgada, sangre seca en la comisura de la boca, labios hinchados, un párpado morado. Parecía que lo habían desnudado y lanzado a una selva; escudriñaba el entorno con recelo y precaución, como si esperara que un batallón de fieras surgiera de los matorrales en cualquier momento.

—Buenos días, maestra Sol —dijo la subdirectora—. Vine a traerle a este niño que en su primer día de clases se peleó con uno de sus compañeros y casi lo mata. Así como lo ve, es un salvaje. Pero confío en que usted hará un buen trabajo educándolo.

La maestra sonrió.

—Buenos días, subdirectora. Cuente con eso. No creo que vaya a ser un problema.

La subdirectora se mostró preocupada, seria.

—Si viera cómo dejó al otro, no diría lo mismo.

Mis compañeros murmuraron entre sí, deduciendo qué había pasado, dando rienda suelta a la imaginación, trayendo al mundo un rumor nuevo que pasaría a ser leyenda o mito entre los demás estudiantes. La maestra les ordenó que se calmaran y el bullicio amainó gradualmente, como las voces de los espectadores en una sala de cine cuando la película por fin empieza.

La subdirectora se agachó para hablar con el muchacho.

—¿Recuerdas lo que te dije?

El muchacho asintió.

—Perfecto —dijo la subdirectora—. Ahora ve y hazte con amigos.

El muchacho pasó entre los pupitres con la frente en alto y se sentó al final. Cada paso era seguro, firme, como el de alguien acostumbrado a ignorar la multitud de ojos que nos vigilan, juzgan y discriminan. Mis compañeros murmuraron nuevamente, sorprendidos por la indiferencia con cual caminaba el niño nuevo.

—¡Escuchen niños, presten atención! —exclamó la subdirectora tras levantarse, haciendo que todos callaran—. Tengo un anuncio que hacerles: el próximo lunes reabriremos la biblioteca.

Nadie aplaudió. Nadie gritó de júbilo. Nadie dijo nada.

La biblioteca estaba cerrada desde enero porque la maestra a cargo había dado a luz en diciembre y requería tiempo para cuidar a su bebé. Desde entonces el tedio y yo manteníamos una relación cancerígena. Dios, cómo extrañaba aquel lugar. En casa disfrutaba de libros que Mamá compraba cuando podía, pero no tenía más de treinta y ya los conocía todos.

Una biblioteca, sin duda, era lo mejor.

Más tarde, durante la hora del receso, no encontraba el sitio adecuado para leer tranquila y decidí volver al salón. Al entrar, el niño nuevo estaba allí, en posición de descanso sobre uno de los pupitres. Sollozaba. Un pelo malo y achicharronado le cubría la cabeza, tan negro como su piel. Caminé hacia donde se encontraba y me detuve a pocos metros de él.

—¿Por qué lloras? —le pregunté.

El muchacho se incorporó de golpe, secándose las lágrimas que le corrían por las mejillas, ruborizado. Tenía el labio inferior roto e hinchado. El párpado de su ojo izquierdo parecía haberse agrandado durante lo que iba de mañana: entre la pequeña abertura asomaba un iris color café.

—No estaba llorando —respondió con voz ronca, frunciendo el ceño.

—¡Nooo, estabas sudando por los ojos, tonto! —exclamé, intentando ser graciosa; pero él ni siquiera sonrío. Su expresión era adusta y fría. Se me quedó viendo fijo, despectivamente—. ¿No tienes sentido del humor? —le pregunté, temiendo no poder simpatizar con él.

—¿No tienes a nadie más que molestar? —replicó.

—¡Oye, no seas grosero!

—No soy grosero. Tú eres quien me está fastidiando.

No podía creer que me llamara fastidiosa. Yo solo quería hablarle, saber qué le pasaba, ver si podíamos ser amigos.

—Ya entiendo por qué te molieron a golpes —dije en tono desenfadado, reprimiendo mi frustración anterior—. ¿Acaso no te enseñaron modales?

—¿Qué tienen que ver los modales en todo esto? —dijo mirándome fijamente, como si me desafiara.

—Tienes razón —repliqué—. El problema no son los modales o lo que te hayan enseñado. El problema es que te comportas como idiota.

El muchacho me miró con desdén por enésima vez, pidió que lo dejara en paz y retomó la posición de descanso. Nunca había conocido a alguien tan odioso. Me senté lejos de él, abrí mi bolso y saqué el libro que estaba leyendo. Un cuarto de hora después el salón se llenó y las clases continuaron.

Al mediodía, el timbre de la escuela anunció el final de la mañana. Me dirigí a casa con una sensación extraña: estaba emocionada por la reapertura de la biblioteca y a la vez decepcionada y triste por la conversación que había tenido con el niño nuevo. Era habitual que al intentar acercarme a alguien todo terminara de esa manera; pero ya estaba cansada de no poder hacer amigos.

Hice todo el trayecto bajo los inclementes rayos del sol, sumida en mis pensamientos. Pasé frente al campo de béisbol que quedaba cerca del recinto estudiantil y me quedé mirando a unos niños que jugaban futbol en el jardín derecho del pequeño estadio. Vestían el uniforme de la escuela y corrían detrás del balón, gritando y riendo, presas de una diversión incomparable. A mis espaldas, varios estudiantes también se dirigían hacia sus casas. Caminaban por la acera en cual me encontraba y por la del otro extremo de la calle. La mayoría iban en grupos o parejas conversando, riendo, compartiendo un rato agradable; otros, de la mano de sus representantes, hablando en un tono más íntimo y familiar, relatando lo que les había sucedido en la escuela.

No era la primera vez que vislumbraba la escena. Aquel cuadro era tan familiar que de no haberlo visto me hubiera sorprendido. Se trataba de un lienzo repleto de colores en cuyo centro destacaba un dibujo a base de grafito que contrastaba con la periferia: el esbozo de una niña solitaria. Como si el pintor a última hora hubiese pedido ayuda a un ciego para terminar la labor, pero temiendo que este arruinara lo demás, le había tendido un lápiz e indicado el espacio en blanco donde podía mover la mano a su antojo, aunque el dibujo no tuviera forma. ¿El resultado? Un cuadro absurdo sobre un barrio olvidado en el que nada sucedía, inspirado en una vida que no pasaba de ser un bosquejo, en la que nada interesante ocurría.

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El lunes llegó sin prisas, precedido por un fin de semana en cual hablé con Mamá sobre la biblioteca hasta el cansancio. Ese mismo día, aunque ya no tenía uñas para morder, esperé a que terminaran las clases y me acerqué al lugar.

—Buenas tardes —dije, bajo el umbral de la puerta.

Dentro había seis estanterías grandes, pobladas de libros, distribuidas de dos en dos contra las paredes laterales y la del fondo. En el centro había tres mesas y varias sillas blancas de plástico. Cerca del pizarrón y frente a mí, la maestra se encontraba organizando papeles detrás de un escritorio. Era una mujer menuda, gordita y morena. Tenía el cabello negro, liso, recogido por una cola. Su cara redonda carecía de arrugas. La nariz y la boca eran de proporciones pequeñas; entre ambas asomaba un bigote incipiente, imperceptible a primera vista. Tenía los ojos negros como el azabache y la mirada cálida.

—Buenas tardes, jovencita —dijo—. Pasa, pasa... no tengas pena.

—No tengo pena. Esperaba a que usted me dejará entrar, maestra.

La maestra sonrió y dejó al descubierto unos dientes bien cuidados. Su sonrisa era tan amplia y familiar como la de Mamá.

—¡Oh, pero qué vozarrón tienes! ¿Cómo te llamas, corazón?

—Paola.

—Pa – o – la —repitió lentamente, como si saboreara cada silaba, viéndome de arriba abajo—. Yo me llamo Cándida. Encantada de conocerte, querida. Y bienvenida a la biblioteca de la escuela. Aquí la única regla es que te sientas como en casa y que, así como en tu casa y en cualquier otra parte de la institución, cuides de cada cosa que veas.

—¿Y por qué no habría de hacerlo? —pregunté.

La maestra soltó una carcajada que invadió cada rincón de la biblioteca.

—Lo mismo me pregunto yo —dijo sin dejar de reír. Luego añadió—: Eres bienvenida a este lugar siempre que quieras, Paola.

—Gracias, maestra.

Caminé por toda la sala leyendo títulos al azar. Me sentía como en una juguetería, solo que no eran juguetes lo que tenía delante, sino armas contra el aburrimiento. Sacaba un libro y empezaba el proceso de selección. Apreciaba los detalles de la cubierta (el título, el nombre del autor, la ilustración de la portada, el resumen de la contraportada), calculaba el tiempo de uso que tenía por lo desgastado o nuevo que se encontraba, sentía su peso sobre la palma de mi mano y palpaba su exterior como si allí pudiera conseguir algo de provecho. Luego abría una página al azar con cuidado y aspiraba su aroma particular, llenando mis pulmones con aquel olor. Observaba el grosor de cada párrafo como el que busca enamorarse al ver gente pasar, ilusionada por la cantidad de ideas que podían contener, o lo parco que algunos solían ser, antes de ponerlos a prueba. Si me gustaba lo que leía, apartaba el libro de inmediato, esperanzada. De lo contrario, volvía a guardarlo dentro de la estantería y me olvidaba por completo de él, incluso de la forma que tenía, su autor y su título; así podía darle otra oportunidad en el futuro.

Era grandioso volver a estar frente a las estanterías de la biblioteca de la escuela. Había cuentos, novelas, poemarios, relatos policiacos, historias de aventuras, mundos de fantasía, terror, drama, suspenso, fundados en prosa y verso; además de libros de química, física, biología y otras áreas del saber; libros que alimentan la curiosidad hasta dejarla sedienta, obligándola de nuevo a buscar diversión, sabiduría y conocimiento entre otras páginas, convirtiendo al lector en un amante empedernido, perdido para siempre, entre textos repletos de vida.

—Veo que te gustan los libros, ¿por qué no te unes al Club de Lectura? —propuso la maestra.

—¿Club de lectura? —pregunté.

—Sí, contigo ya serían dos los integrantes. Es cuestión de tiempo para que la lista crezca y seamos un club grande.

—¿Y qué se hace en un Club de Lectura, maestra? Aparte de leer, claro.

—Hablaríamos sobre cada texto leído y reforzaríamos nuestro criterio tras escuchar las opiniones de otros —explicó—. También realizaríamos actividades creativas, con el único fin de que ustedes se diviertan en el proceso.

—¿Qué tipo de actividades?

La maestra sonrió.

—Si te unes podrás saberlo. Comenzamos la próxima semana. Las reuniones serán todos los lunes y jueves, de una a tres de la tarde para los estudiantes del turno de la mañana, y de nueve a once de la mañana para los del turno diurno. Obviamente a ti te tocaría venir en las tardes, ¿te animas?

No respondí al instante. Reflexioné sobre lo que acababa de escuchar y continúe explorando las estanterías. Sentí que la maestra me observaba desde su escritorio, aguardando mi respuesta. La biblioteca permanecía sumida en un silencio que se contentaba con el eco de nuestras voces. Era como si aquel lugar, pese a encontrarse dentro de la escuela y formar parte de esta, estuviese aislado de la civilización, esperando a que un náufrago arribara por la puerta de entrada sobre una tabla de madera hambriento de historias. Alguien que fuera del mundo de las letras había perdido a su ser e intentaba recuperarlo tras sobrevivir a la marea tormentosa de la vida cotidiana. Imaginé cómo sería que en vez de un náufrago arribara una tripulación completa y me emocioné al pensar que podría conocer a niños que también leían (en mi salón nadie lo hacía, a menos que fuera por obligación).

—Me gustaría unirme —dije finalmente, volviéndome hacia mi interlocutora.

Ella sonrió.

—Estupendo —dijo—. La pasaremos bien, Paola. No te arrepentirás.

Le devolví el gesto y asentí. Su carisma era tan contagioso como su buen humor. Parecía ser de esas personas que viven alegres pese a las adversidades de la vida. Una mujer agradable, sin duda.

—Maestra, ¿puedo llevarme libros para la casa? —pregunté.

—Claro, corazón; pero necesitaré todos tus datos y los de tu representante, tanto para lo del club como para cerciorarme que devolverás cada libro que sacas.

—Está bien —dije. Agarré una antología de cuentos de terror junto con un libro de preguntas y respuestas que había dejado sobre una de las mesas. Me acerqué al escritorio y añadí—: Entonces me llevaré estos dos.

Después facilité los datos que ella me había pedido, escribí mi nombre en la lista para formar parte del club, agradecí por el nuevo peso en mi bolso y me fui.

«Jesús Cabrera…», pensé de camino a casa. Era el muchacho que habían transferido a mi salón el jueves y su nombre figuraba en la lista de los integrantes del club, ¡qué fastidio!

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Al día siguiente abordé a Jesús durante el receso. Se encontraba a solas en el salón de clases y en posición de descanso sobre uno de los pupitres, como la última vez. Imaginé que estaba solo por la fama de peleón que había ganado. Se rumoraba que vivía en uno de los barrios más pobres del municipio, lo cual explicaba sus pantalones descoloridos, la camisa blanca llena de pequeñas manchas y sus zapatos negros, casi marrones por el polvo, desgastados y agrietados por el uso continuo y prolongado; en pocas palabras, su aspecto era como el de otros niños que asistían a la escuela. El día que llegó se cruzó con Larry Estrada a primera hora, un grandulón que había repetido quinto grado y vivía molestando a niños menores que él. Mientras los demás estudiantes cantaban el himno y rezaban como de costumbre, Jesús y Larry se enfrentaban en uno de los salones. Nadie sabía quién inició el combate ni cómo fue, pero decían que se odiaron a muerte apenas se vieron, como si estuviesen destinados a matarse a golpes. También había rumores sobre la venganza de Larry, quien no había vuelto a clases tras la pelea, y supuse que esto era lo que mantenía a Jesús tan encerrado en sus pensamientos. En todo caso, era evidente que el suceso había convertido a Jesús en un personaje de renombre. Gracias a esto los demás niños se mantenían alejados de él, como si por su naturaleza conflictiva y salvaje los pudiera meter en un problema. O tal vez pensaban que él ahora ocuparía el puesto de Larry y le tenían miedo. No estoy segura. Sin embargo, a mí no me interesaban los rumores. Yo solo quería saber una cosa.

—¿Sigues llorando? —le pregunté.

Jesús espabiló y se acomodó en el pupitre. Aún conservaba el moretón bajo el párpado, aunque la hinchazón había desaparecido. Sus labios, en cambio, habían sanado por completo. Incluso así, su aspecto de niño rudo prevalecía.

—¿No tienes nada mejor que hacer? —replicó.

En su voz había desprecio, al igual que en su mirada, pero no sentí que esos sentimientos fueran dirigidos hacia mí.

Respiré profundo antes de responder.

—Sí, pero quería preguntarte, ¿por qué ingresaste al Club de Lectura?

—Eso no es problema tuyo —dijo con una pasmosa indiferencia.

Tenía razón. Pero tampoco era motivo para ser grosero. Me olvidé de respirar y de mis verdaderas intenciones. Me sentí estúpida por intentar ser amigable con alguien como él.

—¿Qué te pasa? —grité—. ¿Tienes problemas o qué?

—Quiero estar solo. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?

—Lo estarás de por vida si sigues con esa actitud.

—No importa, así estoy bien.

—Mentiroso. Si estuvieras tan bien cómo dices, saldrías y jugarías con los demás niños, ¿qué tiene de malo divertirse?

Jesús lanzó un suspiro tremendo, que parecía más bien un bufido, y se levantó del pupitre. Por un instante pensé que pelearía conmigo, pero se colocó delante de mí y me miró como si yo fuera menos que él.

—¿Qué tiene de malo divertirse? —dijo—. ¡Qué tiene de malo! —repitió, alzando la voz. Luego, como quien gradúa el volumen de un equipo de sonido, añadió en tono desenfadado, ladeando un poco la cabeza—: No sé, dime tú, ¿dónde están tus amigas, Paola? ¿Por qué no sales a jugar con ellas y me dejas tranquilo?

—No tengo amigas —respondí.

—¿Por qué?

—Porque no. ¿Cómo puedes decir que no importa estar solo, ah?

—No importa —repitió fríamente, torciendo un poco los labios, como si intentara sonreír.

Aquello me pareció perverso. No pude contenerme más y exploté.

—¡Claro que sí! ¡Por supuesto que importa! ¿O acaso crees que es muy bonito no tener a nadie con quién divertirse o conversar? Pues no, no lo es. Se siente feo… pero… ¡qué vas a saber tú! —grité antes de empujarlo. Estábamos tan cerca que no debí esforzarme para apartarlo. Hundí mis manos en su pecho y empujé. Él trastabilló y se agrandó la distancia que había entre nosotros.

Salí corriendo del salón, sin detenerme a ver cómo reaccionaba. Luego deambulé por toda la escuela hasta que sonó el timbre; no me apetecía leer o hacer otra cosa.

Ignoré a Jesús el resto de la semana.

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El sábado en la noche, mientras cenaba con Mamá, intentaba imaginar qué más podíamos hacer en el Club de Lectura. Nunca había pertenecido a un club. Ni siquiera tenía claro qué cosas se podían hacer en grupo. El año anterior, mientras cursaba cuarto grado, la maestra Sol tuvo la iniciativa de sacar una excursión hacia un lugar llamado «La Comarca». Se trataba de un sitio turístico, cercano a mi casa, en donde cualquiera podía disfrutar de la flora y fauna de la región. Dentro de las instalaciones había un pequeño zoológico en el que se exhibían monos enjaulados, loros, tucanes, varias especies de serpientes, incluso dantas y magníficas babas. Las vacas y los toros pastaban libremente en diferentes áreas de la hacienda, lejos del camino por cual transitaba el público. Había atracciones como tiro al blanco, paseos en canoa por la laguna, un toro mecánico que desafiaba a los más osados aguantar cinco minutos encima de él, y establos repletos de caballos majestuosos en cuales podías montarte y dar una vuelta si tenías dinero de sobra. Sin embargo, durante la excursión, la maestra se limitó a mostrarnos el lugar, que olía a ganado y a estiércol. Paseamos por el pequeño zoológico e hicimos el recorrido hasta la laguna. Al final, llegamos a un parque que había cerca de aquel embalse natural y la maestra nos motivó a realizar varias actividades grupales. La mayoría eran canciones y juegos infantiles con los que yo no me divertí para nada. Por tanto, ahora, mientras cenaba con Mamá y aguardaba la llegada del lunes, no me veía cantando esas tonterías en plena reunión del club. Debía haber algo más qué hacer. Algo con lo que de verdad pudiéramos entretenernos.

—Mami, ¿has sido parte de un club alguna vez? —pregunté para salir de dudas.

Mamá estaba sentada frente a mí, al otro lado de la mesa que había en la sala. Acababa de darle un mordisco a su arepa. Negó con la cabeza mientras masticaba y bebió un poco de jugo de guayaba.

—Nunca me gustaron los clubes —dijo—. Pero cuando estudiaba en la universidad pertenecí al movimiento estudiantil. Me sentía muy bien al contar con el apoyo de otros en lo que yo consideraba mi causa.

—¿Tu causa? —pregunté extrañada.

—Sí, peleaba por lo que por derecho nos pertenecía: buenas instalaciones, buen mantenimiento de la facultad, clases a la hora indicada, eficiencia en la realización de trámites de los recién graduados, un transporte fijo y gratuito.

—¿Y todos tus compañeros eran fieles a tu causa?

Mamá se quedó pensativa, como si buscara las palabras correctas para responderme. Dio otro mordisco a su arepa, masticó con fruición el tajo, bebió más jugo de guayaba. Mientras tanto, en la sala todo estaba tranquilo, como de costumbre a esas horas. La puerta que daba al porche se encontraba cerrada desde las ocho de la noche, no fuera a ser que algún ladrón pasara por allí y notara que en casa solo estábamos nosotras. La ventana, en cambio, permanecía abierta. Entre sus cortinas se abría paso una brisa fría, que pronosticaba lluvia; aunque ese año las precipitaciones habían sido pocas y los días fríos parecían cosa de otras tierras. El rumor sordo de la nevera, cuyo motor jamás descansaba, recordaba que el televisor, el DVD y el equipo de sonido estaban apagados, como si se quejara por ser el único electrodoméstico obligado a trabajar las veinticuatro horas del día y no tomara en cuenta al microondas que aguantaba la jornada en silencio.

—Cuando digo «mi causa» —aclaró Mamá poco después—, no me refiero a que yo me hubiera inventado todo aquello, mi amor. Si lo consideraba de esa manera es porque me sentía parte de la comunidad que habíamos formado en la facultad. Al igual que ellos, me molestaba si iba a los baños y no había agua, o si la poceta estaba hasta el borde de excrementos.

—¡Qué asco! —exclamé.

—Sí, era asqueroso. —Mamá hizo una mueca—. También era difícil volver a casa cuando el transporte de la universidad fallaba: no tenía suficiente pasaje y corría el riesgo de que me robaran en el camino. Por esa y muchas razones más, todos nos uníamos para protestar.

—Suena un poco aburrido.

Mamá sonrió.

—Tienes razón, lo era; pero también nos divertíamos cuando podíamos. Éramos un grupo grande; aunque eso fue hace tiempo, y de los del grupo solo queda Noe, ya que perdí el contacto con los otros.

Al pronunciar estas últimas palabras, su sonrisa desapareció, como si hubiese recordado algo que no quería. «Tal vez pensó en papá», me dije. Pero no había forma de saberlo. Si le comentaba algo al respecto corría el riesgo de que la conversación terminara.

—¿Por qué? —pregunté, intentando sonar desinteresada.

—La mayoría se casaron. Y con los últimos que hablé estaban muy ocupados viviendo su vida. Pero mejor termina tu arepa y veamos una película, ¿te parece? Incluso a mí me aburre hablar de estas cosas. Me basta con el día a día en el trabajo.

—¡No es justo, quería que me contaras más!

—Termina de comer —dijo sin alzar la voz, pero con tal gravedad que no me atreví a rechistar.

—Bueno, está bien —asentí resignada, agarrando la arepa que había olvidado por completo—. Pero por favor, mami, que no sea romántica. La última vez casi vomito con la que pusiste.

Mamá rio con estrépito.

—Pobre de aquel que intente enamorarte, cariño.

La película era buena, llena de drama y suspenso. Sin embargo, me quedé dormida a la mitad, encima de una cómoda silla de playa que nos había regalado el abuelo hacía tiempo.

Aquella noche soñé que protestaba en las afueras de la escuela. A través de un megáfono invitaba a los demás niños, quienes creían que leer era aburrido, a formar parte del Club de Lectura. Poco a poco nuestro pequeño grupo fue creciendo. Pancartas de todos los colores, llenas de frases que defendían el valor de los libros, se alzaban por encima de nuestras cabezas. La protesta duró una semana. Durante ese tiempo mis nuevos compañeros y yo no descansamos. Pasamos día y noche frente a la escuela, sin prestar a atención a lo que decían nuestros padres o los maestros, que se empeñaban en frenar la protesta. El tercer día llegó la prensa. Muchos de mis amigos fueron entrevistados y nos volvimos noticia rápidamente. Nuestras caras aparecían ahora en la portada de todos los periódicos del país. Gracias a esto, algunos niños de otras escuelas se nos unieron y formaron su propio club. Cuando llegó el séptimo día, éramos un grupo tan grande que no cabíamos en la calle y dimos por concluido nuestro objetivo. Nos despedimos y quedamos en vernos el lunes para la primera reunión oficial del club.

Al día siguiente desperté en mi cama, reviviendo las imágenes de lo soñado, anhelando la llegada del lunes. Durante el desayuno, Mamá me contó muerta de risa lo mucho que me quejé cuando me llevó hasta mi cuarto luego de quedarme dormida. También habló del final de la película y me sorprendió saber que el protagonista estaba más loco que una cabra. Después se fue al supermercado. Yo no tenía ánimos de salir y me quedé leyendo la antología de cuentos de terror que había sacado de la biblioteca. Cuando iba por la segunda página, tuve que buscar el diccionario enciclopédico: una nueva palabra había aparecido.

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¡Gracias por leer!

Las ilustraciones utilizadas son de mi autoría, si quieres saber más sobre cómo fueron creadas te invito a leer Sobre El cuaderno de Paola, que se actualizará constantemente con los bocetos de las ilustraciones por venir a partir del próximo capítulo.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Sort:  

Esta novela me recuerda, a la primera que hiciste de Juan. Comparando un con otra, noto con claridad tu evolución como escritor.

Algo de aquella tiene esta, quizá sea por eso. Gracias; aún me falta mucho por aprender. Qué gusto tenerla por acá. Espero que disfrute tanto de la novela como yo disfruté escribiéndola. Saludos!

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Grandioso este primer capitulo de tu novela, auque es bastante largo se lee de corrido. Estare al pendiente de los siguientes. Saludos

Gracias, me alegra saberlo. Saludos!

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