Esta cara descarnada y hueca del centro comercial, lo convirtió en un sitio surgido de mis sueños, de mi memoria. Siempre he sido flagelado por el mal del insomnio, y uno de los juegos con los que distraigo la conciencia es imaginar lugares conocidos completamente vacíos. Paseo imaginariamente por mi residencia sin vecinos, por las aulas ausente de estudiante, por centros comerciales sin visitantes.
Sin embargo, encontrarme en el centro comercial deshabitado en la realidad, o lo que los empecinados llaman realidad, me causo inquietud. Presenciar la cascada y los afluentes que recorren los pasillos del centro alumbrados con luces de artificio; ahora todo solitario, me causo desesperación. Era como estar al frente de una civilización devastada, que guarda una vaga semejanza con algo familiar, pero al fin y al cabo colapsada. Era la evidencia de que la pandemia no solo eclosionó rutinas y horarios que creíamos arraigados, sino que nos presentó nuestra mortalidad. Nuestra muerte se hacía patente en edificaciones abandonadas, en centros comerciales sin nadie.
Además recordé varios momentos que tuve del lugar, como si luego de observar la cara que ocultaba sin el tumulto de compradores, luego de escarbar en la mirada vacía, ahora se tratara de una despedida.
Recordé que en mi infancia, en algún mundial de futbol disputado en esa época, canjeaba barajas de jugadores repetidos por otros cromos. El centro comercial se volvía un espectáculo con la cantidad de revendedores y personas de toda índole cazando delanteros, banderas y escuadras completas para finalizar el álbum. Recuerdo los viajes con mi tío, en una vieja camioneta, después de mi clase de natación; la vibrante emoción de convertir algo conocido, por un misterio sin desvelar.
El edificio vacío parecía llenarse de mis memorias. También evoqué mi última reunión con mis amigos de la secundaria antes de la emigración. Habíamos ido a ver una película de estreno, y por equivocación del encargado con las entradas, pudimos visualizar dos funciones. Recuerdo la pasión, la libertad, la inmensidad del futuro. Las conversaciones se basaban siempre en el porvenir; en lo que haríamos al culminar el instituto, a dónde partiríamos, qué cosas nos dedicaríamos. A los jóvenes siempre nos cubre, como un halo de inmortalidad, esos comentarios sobre el futuro; como si todo quedará aún por hacer, como si esas vidas medio inventadas medio reales no tuvieran nada que ver con el presente. En ese entonces uno todavía imagina lo que le espera como un horizonte, luego uno se percata, quizás demasiado tarde, que es vez de un horizonte se trata un huracán que comienza a succionar hasta acabar por arrastrarte. En todo caso, en ese entonces solo nos dedicábamos a existir, como si nos calentáramos al sol, y pensábamos qué bueno es tener amigos, qué bueno es divertirse, y qué bueno es vivir.
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Un texto de una reflexión que toca esa herida que vamos siendo desde hace ya un buen tiempo. Su tono personal, vivido, no solo nos presenta el rostro del abandono de queridos espacios, sino, más, el reconocimiento de ese decurso quizás debilitado del cual la vida parece estar inexorablemente signada. Gracias por compartir este hermoso y dolido ensayo, @poesiaempirica. Saludos.
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