La casa de Maracay era de madera sin pulimentar. En el fondo, había un patio con un corral de gallinazos bajo la sombra de los mangos. En mi recuerdo, la putrefacción de los mangos caídos, un olor ácido y dulzón, está asociado con la enfermedad del abuelo. Su imagen, una silueta encorvada sobre el bastón, arrastrando los pies sobre el linóleo sucio, con un gastado sombrero en la cabeza de monarca encanecido, no tiene relieve. No recuerdo muy bien su cara; en cambio guardo una impresión precisa de la puerta de su dormitorio. Todo el movimiento de la casa giraba en torno a esa puerta de madera sin lustre; mi mamá y mis tías entraban y salían todo el tiempo repartiendo órdenes. En ese cuarto frente a la sala descansaba mi abuelo, aturdido por los medicamentos, rodeado de ventiladores ruidosos que se oían hasta el pasillo; no debía ser molestado. La puerta sellada por la enfermedad estaba expresamente prohibida para mí y mis primos. Secreto y enfermedad como caras de una moneda. Yo me quedaba en silencio contemplando las roturas de la puerta e imaginaba a mi abuelo prisionero en su interior, como si la enfermedad no estuviese en sus huesos, sino en la entrada de la habitación. Si la puerta explotaba y los goznes salían disparados como clavos, entonces, la enfermedad era rendida. Sin embargo, la visión que más persistía era la del abuelo acostado en la penumbra, observando los huecos de luz que se colaban por la ventana, respirando cansinamente, y pensaba que cuando uno enfermaba de gravedad solo le quedaba despedirse de todos, retirarse lento y guarecerse en una cueva del dolor. Difícil trato: aceptar el dolor para aceptar la vida, o claudicar ante el vacío y olvidar todo, incluso el dolor.
Los días en que notaba una mejoría, salía al patio y se sentaba en la mecedora. Mi recuerdo más nítido proviene de uno de esos días. Yo estaba jugando con la tierra de las macetas, dándole la espalda, cuando pasó un fuerte viento que hizo mover las campanas del umbral del porche. Lo miré asustado, y él me devolvió una mirada distante, perdida en otro mundo. Luego se fijó en mí, y en sus ojos se atisbaba una advertencia, como si intentara protegerme de un peligro todavía a años luz de distancia, como si intentara guardarme de las amenazas que encontraría en la existencia, esos peligros que el hombre llama enfermedad, olvido y muerte.
Pude pasear por este relato libremente olí , sentí pude adentrarme en esa habitación ver a tus familiares corriendo y ese niño en medio de la inocencia tratando de entender esa mirada. Me conmoví @poesiaempirica. Una abrazo.
Gracias por esa atenta lectura. Un abrazo.
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¡Hermosa narración!
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