Lepra, un libro de Alberto Hernández

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Cruz Salmerón Acosta. Fuente

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La primera vez que fui a Manicuare tenía dieciséis o diecisiete años. Viajé –es un verbo muy grande para un trayecto tan corto– con amigos y amigas de un grupo cultural-político a la celebración de un aniversario más del nacimiento del poeta Cruz María Salmerón Acosta. No recuerdo si nos invitaron o la iniciativa partió de nosotros, pero en todo caso nos encontramos allá con los miembros de Grupo Cultural Cruz Salmerón Acosta, quienes, a pesar de tener nuestra edad, de alguna manera parecían mayores y más serios, estudiantes del último año de bachillerato o recién salidos del liceo.

También fue la primera vez que crucé el golfo de Cariaco. La distancia que media entre Cumaná y Manicuare es apenas de cinco o seis kilómetros. Esos breves kilómetros pueden hacerse largos cuando se viaja en un frágil bote que de vez en cuando recibe el fuerte golpe de una ola en el costado y lo estremece todo y alguna señora mayor clama al cielo y se santigua. Pero casi nunca pasa nada malo. Y el paisaje es de una belleza sobrecogedora. A la que edad que tenía entonces, todo lo que se hace por primera vez es emocionante, magnífico, cada cosa es un descubrimiento, y eso fue para mí cruzar el golfo y llegar a Manicuare. El muelle precario, las calles de tierra, las aguas negras buscando el mar, eso importaba muy poco.

Confieso que no sabía nada de Salmerón Acosta en ese primer viaje. Ni siquiera había leído “Azul”, su poema más famoso.

Fuimos a la casa de su familia. Aún vivía uno de sus hermanos, y nos reunimos alrededor de aquel anciano que parecía frágil y triste a escucharle contar algunas anécdotas del poeta y de su familia. Luego subimos un pequeño cerro detrás de la casa familiar hasta la que ocupó el poeta en sus últimos años, la pequeña vivienda que le permitió estar cerca y lejos de su familia, aislado del pueblo pero no inaccesible. Un cuarto con una vista extraordinaria hacia el golfo, el cielo y el mar, y Cumaná.

Había una luz purísima por todas partes. El sol es una presencia casi sobrenatural en Manicuare, y aún más en aquella elevación.

Más tarde nos dirigimos a un acto en la plaza dedicada al poeta, donde hay un busto en su honor. Se hizo una semblanza algo grandilocuente de su vida y comencé a comprender que el poeta era una especie de santo secular de la población. Miembros del Grupo Cultural representaron, ataviados como patiquines caraqueños de los años 20 del siglo pasado, episodios de su vida. Su vida, su pasión, su tormento, su muerte, sus milagros. La gente asistía emocionada a un acto que conocía de memoria. Los niños recitaban sus poemas.

El calor ya era una tortura, una garra sobre las cabezas de visitantes y locales, pero nadie se quejaba, nadie se fue hasta que se dijeron las últimas palabras.

Regresamos a mitad de la tarde, cuando el golfo ya estaba un poco más agitado, pero nos distraíamos con los delfines que entonces abundaban y ahora parecen haber desaparecido.

No solo recordamos mal lo que hemos vivido; recordamos peor lo que pensamos o sentimos sobre lo vivido, sin embargo estoy casi seguro de que entendí poco de lo que significaba el poeta de Manicuare para su gente y para la literatura venezolana, aunque sí tuve más que un atisbo de su tragedia, de su dolor y su fortaleza. Aquella tragedia humana que se desplegó esa mañana y ese mediodía de manera fragmentaria, arbitraria, llena de buenas intenciones, honesta, exaltada, ingenua, tocó en mi interior una pequeña llama que ha permanecido encendida y que me ha ayudado en ciertos momentos a descifrar un camino incierto.

II

Más de cuatro décadas después de aquel primer contacto con la poesía y la vida de Cruz María Salmerón Acosta, Lepra, este libro de Alberto Hernández, me lleva a simas más profundas de comprensión (me resisto a usar la palabra por el regusto excesivamente racional que tiene, pero no encuentro otra que acoja a la vez el sentido intelectual y el anímico) que solo había llegado a avizorar a pesar de la “larga frecuentación”, para usar una expresión de Jorge Luis Borges, del poeta de Manicuare.

En el poema “Bienvenida” de 1923 o 1924, Cruz María Salmerón Acosta se llama a sí mismo “Un pobre poeta que casi no existe”, al parecer refiriéndose a una expresión despectiva de Andrés Eloy Blanco, a quien está dedicado el poema, que es un saludo y homenaje al colega y coterráneo a su llegada a Cumaná. Pero es también una declaración terrible, un reconocimiento a su condición.

Un pobre poeta, que casi no existe,
de los que han quedado, como ayer dijiste,
aquí con sus llagas, que no olvida Dios,
perfumadas siempre de flor de poesía
un tierno e ingenuo saludo te envía
que por ser tan triste parece un adiós.

pues quiero y no logro dar unas palmadas
con mis dolorosas manos mutiladas
que ya ni la pluma pueden empuñar.

Al contrario de Andrés Eloy, que era sobre todo un poeta solar, Salmerón Acosta fue poeta de la oscuridad del cuerpo adolorido, y de eso deja constancia Lepra desde su texto inicial, presentado como un anónimo encontrado en un cuaderno de anatomía humana, en el cual la palabra y el cuerpo son una misma cosa:

“Pronuncio la palabra para no terminar de llagarme. Para no perder la piel en medio de tantos huesos. Pronuncio la palabra para no ser devorado por los cuervos… Pronuncio con lenta quietud la palabra, la reviso, la mastico con mi propia carne, con la lengua que se desprende de mi boca e irrumpe en mi garganta, como un lagarto que emerge de la sangre”.

En Lepra, la palabra es una manifestación del cuerpo. No se dice, se vive o se muere. O se vive el poema muriendo. La palabra y el cuerpo enfermo parecen compartir la misma esencia: la podredumbre de la forma. La lengua, órgano de la palabra, es tragada, “irrumpe en la garganta”, como un cuerpo extraño que amenaza la continuidad de la vida precaria. Pero a la vez posibilita la expresión. El cuerpo autoconsumido es como un incendio que aniquila sus materiales hasta concluir en la nada. ¿Es ese el trabajo del poeta, el destino del escritor?

“Pronuncio con lenta quietud la palabra, la reviso, la mastico con mi propia carne, con la lengua que se desprende de mi boca e irrumpe en mi garganta, como un lagarto que emerge de la sangre”.

Y a pesar de la palabra, a pesar del poema, la muerte hace su aparición. No se puede ignorar. El cuerpo se ha convertido en llaga abandonada y amontonada junto a una ventana que da a una calle que “sigue su curso cotidiano”. ¿No es esto lo más extraño de la muerte: saber que el mundo sigue, existe sin nosotros a pesar de nuestra no-existencia?


Fuente

Aunque todo el libro habla de la muerte y la indiferencia del mundo ante la muerte individual de cada uno, aunque sus imágenes nos recuerdan la podredumbre, se resiste a la muerte como algo definitivo. El cuerpo disgregado, desaparecido, aniquilado, es también de alguna manera un cuerpo renacido por la palabra, por el poema.

La lepra no es solo una dolencia que aflige a la humanidad desde tiempos remotos; un prodigio de horror y lamentaciones; también las llagas de la lepra se extienden sobre el mundo; hasta las paredes de los hospitales la sufren; incluso los poetas que nunca la padecieron también la tienen. Quevedo, Lorca, Góngora, Vallejo, Ramos Sucre, Rimbaud… una procesión de figuras envueltas en harapos que no ocultan sus llagas (aunque no las veamos) ni sus miembros mutilados (a pesar de que a nuestra vista luzcan completos). Y entre todos ellos Salmerón Acosta, el que fundió su identidad con su dolencia, hasta hacerse un ser único, ser que muere al tiempo que vive.

el poeta podrido
bacteriano:
el mar descorre sus monstruos.

el que no murió de lepra
sino de mar /amar

ya no tenía cuerpo
ni cara
comida por el tiempo.

escribía
escarbaba las letras con los huesos
de la mano
sólo quedó el mar como testigo.

Pronunciar la palabra/decir el poema es la máxima intimidad del cuerpo/del ser cuando se sufre una enfermedad que deshace el cuerpo en vida. Para quien padece la lepra, la corrupción, la podredumbre comienza antes de la muerte; pero quizás siempre es así, en cualquier circunstancia: desde que nacemos estamos muriendo. ¿Todo perdido? ¿Nada que valga la pena salvar? Tal vez, y sin embargo, dice el poeta, “el alma sale victoriosa”.

Lepra, este hermoso y terrible libro de Alberto Hernández, nos recuerda que el cuerpo se hace más íntimo mientras desaparece; que el poema se transforma en cuerpo, o el cuerpo en poema. “Mi cuerpo se desprende de su forma”. ¿Cuál es la forma verdadera una vez que forma y cuerpo se separan? Cuando sucumben la piel, los órganos, los huesos, aún queda un cuerpo: el del poema, la forma pronunciada.

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MUCHAS GRACIAS POR SU LECTURA

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