Confieso que de niña, en mi casa nunca hubo animales afectivos. Los únicos animales que habían, eran de corral. Patos, gallinas, puercos, conejos y hasta carneros, y todos con un mismo fin, terminar en algún caldero. Y no es que no me gustaran las mascotas, simplemente que mis padres no tenían hábitos de tenerlas en la casa. Lo más parecido a una mascota que había en mi humilde hogar, eran las lagartijas pálidas que se escondían detrás de los cuadros de las paredes.
De manera que crecí sin saber lo que era dar ni recibir el cariño especial de ningún animal. Y como somos el resultado de lo que vemos y nos enseñan, los patrones se repiten. Así que cuando tuve hijos, tampoco hubo mascotas en mi casa. Reconozco que, durante toda la infancia, mis hijos me imploraron tener una, pero siempre me rehúse y mantuve una actitud de reticencia ante el asunto. Eso de tener un gato o un perro soltando pelos por toda la casa, no estaba dentro de mis planes, como tampoco lo estuvo en los planes de mi mamá. Mi madre era una mujer pulcra y recatada como la mismísima Úrsula Iguarán y jamás dejó que una gallina o un pato entrará a ensuciar su casa.
Muchos años después, y no precisamente frente a un pelotón de fusilamiento, mi hijo se apareció en la casa con un pequeño perro negro y flaco. Se me pegó en el parque y vino detrás de mi, mira que lindo, mamá, me dijo. El cachorro entró moviendo la colita, me miró con ojos tristes y me lamió la pierna. Fue algo mágico que no puedo explicar, al instante senti un sentimiento maternal y de compasión hacia él. Quizás fue abandonado por su madre, o por algún dueño, eso no lo sabremos nunca. ¿Y qué va comer? Si a veces no hay ni para nosotros, le dije a mi hijo. Yo le doy de la mía.
Y eso fue todo, tocaba entonces ponerle un nombre. Al siguiente día, a mi hijo se le ocurrió ponerle Puchito, como el sobrenombre de un vecino, con el susto de que no se molestara en caso de enterarse. Así que Puchito pasó a ser un miembro más de la familia. Por lo general, es mi hijo quién se encarga de darle la comida y adoptamos, con gusto, aquella filosofía de que "donde comen dos, comen tres".
Ver el entusiasmo con que me recibe al abrir la puerta, ver sus ojos brillar y sus orejitas paradas, ver cómo se pone boca arriba para que le acaricie la panza, es tan reconfortante, que hasta olvido, por un rato, los sinsabores del transporte y las escasez que nos hacen compañía sin habérsela pedido.
De llegar a saber la inmensa alegría que proporciona una mascota, sin dudas hubiese tenido una hace tiempo. Y no es el sólo hecho de que muestren cariño porque se les da comida, es algo más profundo. Las mascotas se sienten seguras y cuidadas en el hogar correcto y en ocaciones resultan más agradecidas y leales que muchos seres humanos.
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BLESSED PET.
I confess that as a child, there were never any affectionate animals in my house. The only animals we had were farm animals. Ducks, chickens, pigs, rabbits, and even rams, all with the same purpose: to end up in a pot. It’s not that I didn’t like pets, it’s just that my parents weren’t in the habit of having them in the house. The closest thing to a pet in my humble home were the pale lizards that hid behind the pictures on the walls.
So, I grew up without knowing what it was like to give or receive the special affection of any animal. And since we are the result of what we see and are taught, patterns repeat themselves. So, when I had children, there were no pets in my house either. I admit that throughout their childhood, my children begged me to have one, but I always refused and maintained a reluctant attitude toward the matter. Having a cat or a dog shedding hair all over the house was not part of my plans, just as it wasn’t part of my mother’s plans either. My mother was a neat and modest woman, like Úrsula Iguarán herself, and she never let a chicken or a duck come in to dirty her house.
Many years later, and not exactly in front of a firing squad, my son showed up at the house with a small, skinny black dog. “He followed me in the park and came after me, look how cute, mom,” he told me. The puppy came in wagging his tail, looked at me with sad eyes, and licked my leg. It was something magical that I can’t explain; instantly, I felt a maternal and compassionate feeling toward him. Maybe he was abandoned by his mother or by some owner, we’ll never know. “And what will he eat? Sometimes we don’t even have enough for ourselves,” I told my son. “I’ll share mine with him.”
And that was it, then it was time to give him a name. The next day, my son came up with the idea of naming him Puchito, like the nickname of a neighbor, with the fear that he might get upset if he found out. So, Puchito became another member of the family. Usually, it’s my son who takes care of feeding him, and we gladly adopted the philosophy that “where two can eat, three can eat.”
Seeing the enthusiasm with which he greets me when I open the door, seeing his eyes shine and his ears perk up, watching him roll onto his back so I can rub his belly, is so comforting that I even forget, for a while, the hardships of transportation and the shortages that keep us company without us asking for them.
If I had known the immense joy that a pet brings, I would undoubtedly have had one long ago. And it’s not just the fact that they show affection because they’re fed, it’s something deeper. Pets feel safe and cared for in the right home, and sometimes they turn out to be more grateful and loyal than many humans.
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Cuando se les brinda amor, solo pueden responder de igual manera.
Nada más hermoso que lo que nos cuentas.
¡Bravo!
What a beautiful post, truly our pets become our beloved family members, they endear themselves so much, they are a gift from the Creator.😊
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Aaaw, me enterneció mucho leer tu post, les deseo un millón de bendiciones para ustedes y para su hermoso Puchito, me encanta la forma tan dulce en la que logro convencerla de dejarlo quedar en casa, su mirada siempre es suficiente para convencernos 🥰🤩