Un sucio callejón en medio de dos edificios abandonados era el lugar de reposo de ocho mendigos, que dormían tirados en el suelo bajo el cielo estrellado, acurrucados entre periódicos para darse calor ante la noche fría. Vestían harapos bastante sucios. Sus cabellos eran largos y de aspecto grasiento. Los acompañaba un enjambre de moscas que revoloteaba sobre ellos, atraído por el olor a basura que despedían. Uno de ellos que era bastante joven, tal vez de veinte años de edad, dormía abrazando una botella de licor. Cuando una mosca se posó en su nariz, despertó y se quedó mirando con melancolía uno de los muros resquebrajados del edificio, sobre el que había un texto escrito con pintura en aerosol que rezaba: “Viva el Socialismo, viva el presidente Arlex Borjas”. Una lágrima drenó de su ojo derecho cuesta abajo por su fría mejilla, y sintió como le calentaba la piel por donde pasaba. Aquel asomo de llanto tuvo como origen el vívido recuerdo sobrevenido de sus noches de infancia siendo arropado por su madre en una cama cálida. Tan solo la noche anterior, mientras esculcaba los botes de basura de una casa, se había acercado a la ventana de vidrio de una de las habitaciones, tapada desde dentro por una cortina, al escuchar los gritos de un niño que se quejaba con su madre porque el colchón de su cama era muy viejo y blando. El mendigo había tenido que contenerse para no gritarle al chico lo afortunado que era. A pesar de su borrachera que distorsionaba sus ideas y su visión, su mente fue capaz de reflexionar para que su voz interna le susurrara algo, que le hizo soltar otra lágrima cálida: “lo poco de unos puede ser lo mucho de otros”.
El ruido de un camión acercándose hizo despertar al resto de los pordioseros, mientras el más joven continuaba inmutable viendo hacia el muro con el escrito. El vehículo negro se estacionó en la entrada del callejón y de él bajó Víctor, un cuarentón alto y fornido, de cejas muy pobladas, acompañado de otro hombre delgado y de aspecto demacrado, que lucía de unos treinta años de edad. Ambos vestían el uniforme azul marino de la Policía Nacional de Caribea. Las luces delanteras del camión alumbraban a los mendigos y les hacía imposible distinguir a los policías a contra luz, quienes para el momento no eran más que dos negras siluetas caminando con sigilo en la noche.
Cuando los pordioseros por fin divisaron en los hombres el uniforme de la policía, la mayoría corrió por instinto, pues siempre eran retirados por las autoridades cuando los hallaban pernoctando en alguna calle; pero el mendigo que continuaba viendo el escrito en el muro no lo hizo, seguía con su mirada anclada en éste.
—Ése servirá —le dijo Víctor al otro policía, señalando al indigente.
—¿Y los otros que se fueron?
—El presidente Borjas pidió un solo conejillo de indias, da igual; todos son basura.
Ambos hombres tomaron al mendigo por los brazos, éste despertó de su letargo y comenzó a gritar mientras era arrastrado por el suelo. Su botella de licor se salió de sus manos y se rompió contra la acera. Los otros mendigos lo veían todo a la distancia detrás de unos botes de basura.
El panel de una ventanilla en la puerta de hierro de un calabozo se abrió, y dejó entrar un exiguo haz de luz eléctrica, que iluminó un poco el recinto donde el mendigo estaba encerrado en total oscuridad desde que llegó hacía varias horas.
—¡Sáquenme, denme mi botella! —gritaba el hombre visiblemente ebrio con su voz engolada y mirada desenfocada.
Dos cabezas humanas se asomaron a contra luz por la ventanilla.
—Enciende la luz para que él pueda ver lo que nos interesa —le dijo Arlex a Raymundo, un rechoncho hombre que a mucha gente la parecía de aspecto malévolo. Usaba en ese momento una bata médica. Tenía unos setenta años de edad, su rostro bastante demacrado y su cabello corto despeinado ayudaban a darle un peor aspecto.
—¡¿Quienes son ustedes?! ¡Sáquenme, mi botella por favor!
A los pocos segundos, la habitación quedó iluminada por un bombillo incandescente. El mendigo se cubrió sus dilatadas pupilas con las manos y pestañeó varias veces cuando los ojos le ardieron. Miró a su alrededor y vio una larga tabla de madera recostada sobre un muro. Tenía forma rectangular casi perfecta, del tamaño aproximado de una puerta promedio con algunos resquicios en sus bordes. Sobre la tabla, el hombre observó la imagen de una figura humana que le pareció había sido pintada sobre la superficie de madera. Se trataba de la imagen de un hombre vestido de hábito negro de monje, sentado de medio perfil girado hacia su izquierda, con sus manos posadas sobre sus piernas. Tenía un rostro pálido, con ojos azules de mirada lejana, tan penetrante e inexpresiva que le daba un halo de misticismo. Llevaba barba y bigote. Su cabello era negro y largo hasta el cuello. Se trataba de Rasputín, aquel famoso monje ruso con una gran influencia política en los últimos días de la Dinastía Romanov a principios del siglo XX. Muchos de quienes lo conocieron dijeron que en su momento él pretendió darse una apariencia de Jesucristo, y que tenía fama de sanador con dones milagrosos. Por tal razón, en 1905 fue llamado al palacio de los zares de Rusia para detener una hemorragia del príncipe Alexis quien padecía de hemofilia. El niño mejoró y la familia Romanov cayó bajo la influencia del monje.
El hombre sobrecogido no pudo evitar ver a los ojos de la imagen de Rasputín.
—Ahora veremos lo que le pasa a nuestro sujeto de prueba —dijo Raymundo, con los dedos de las manos entrelazados y estremecido por la emoción ante un gran acontecimiento por suceder; para él, era el gran suceso de su vida.
El mendigo quedó inmóvil con la mirada fija en los ojos del monje ruso. Sintió aquella imagen como una presencia humana real, pero tan pesada que le oprimía su pecho y le cortaba la respiración. Raymundo y Arlex observaron con atención algo inaudito que comenzó a sucederle al infortunado hombre. Unos guardias en el pasillo cerca de la celda oyeron los gritos del pordiosero. Eran alaridos de sufrimiento y jadeos, acompañados de sonidos de golpes secos, como si estrellaran repetidas veces un saco de arena contra el piso. El alboroto duró unos pocos minutos, luego el silencio fue súbito. Arlex y Raymundo, con gestos muy complacidos, seguían viendo al interior del calabozo donde ya el mendigo no gritaba.
—Quiero que esto mismo le ocurra a Ariel Gómez, el día que presente su propuesta para nombrar los nuevos jueces de la Corte Suprema de Justicia que intentarán destituirme —dijo Arlex, viendo algo que le había sucedido al pordiosero. Mientras observaba, experimentó una fuerza que lo arropaba, y se vio a sí mismo como invencible y todopoderoso. En su mente tenía la idea de que ahora, ya nada ni nadie podría detenerlo en sus planes. Era el momento de sacar del medio a todo obstáculo que estuviese en su camino.
—Si eso quieres, eso le pasará al flamante diputado y profesor Ariel Gómez. —Raymundo se carcajeó tan fuerte que Alerx notó como la barriga del hombre se sacudía al son de la enérgica risa. Para el rechoncho hombre, aquello era lo que tanto había esperado desde el día que decidió estudiar psicología y psiquiatría: un método para comprender mejor la mente humana y manipularla, y dicho método ahora estaba en sus manos. De solo pensarlo, la emoción le sacudía su ser.
Aquella mañana, cientos de jóvenes estudiantes entraban y salían por la gran puerta de la fachada de un alargado edificio bordeado de setos. El inmueble era de dos pisos y se ubicaba frente a una avenida bastante transitada. Junto a su entrada descansaba una enorme placa de metal con el título: Universidad Central, Escuela de Ciencia Política.
El profesor Ariel Gómez era un robusto hombre de apariencia amistosa y jovial, que no pasaba de los treinta y cinco años de edad. A las once de la mañana impartía clases en un salón repleto de jóvenes que le prestaban total atención. La pasión y energía que imprimía a su oratoria producía un efecto estimulante en aquellos veinteañeros ávidos de esa manera de enseñar por parte de sus otros profesores.
—El detonante de la Primera Guerra Mundial —dijo arremangándose los puños de su camisa—, fue el asesinato del Archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo, por un serbio miembro del grupo nacionalista que quería unir a Bosnia y Serbia. Alemania apoyó a Austria-Hungría para exigir investigar el crimen en Serbia. Ésta, con apoyo de Rusia se negó. Por eso Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia, y Alemania, aliada de Austria-Hungría, declaró la guerra a Rusia.
Kristel, una alumna de veintiún años de edad, de rojizos cabellos, nariz perfilada y rosadas mejillas, pidió la palabra levantando la mano.
—Leí que un monje llamado Rasputín podría haber sido un espía infiltrado por Alemania en Rusia, para dañar los planes del Zar Nicolás —dijo, señalando con el dedo una página de un libro que mantenía abierto sobre su pupitre.
—No está comprobado. —Ariel torció la boca algo indeciso de su respuesta—. Sí, fue un monje con gran influencia sobre el Zar Nicolás a través de la Zarina. Ella confió mucho en él por haber curado la hemofilia de su hijo, el príncipe Alexis. Era monje, no político, por eso pudo haber mal aconsejado al Zar en la guerra. Decían que era un pervertido, un santo, que hipnotizaba gente y sometía su voluntad por artes satánicas, también que…
— …que era un suertudo, con hipnosis podía ser todo lo pervertido que quería. ¿Se imaginan las mujeres que podía hipnotizar para…? —interrumpió Camilo, con un tono de picardía. Se trataba de un alumno risueño, sentado desparramado en el pupitre, casi acostado. Su comentario provocó la risa de sus compañeros de clase. Incluso Ariel reprimió una sonrisa en una mueca en sus labios, para fingir un poco de seriedad.
—Bien, hasta aquí el tema sobre la primera guerra mundial. —Ariel miró el reloj en su muñeca—. ¿Alguna duda sobre la materia del próximo examen?
—Aún tengo dudas sobre el tema del miedo a la libertad —respondió Kristel.
—Bien —dijo Ariel tronándose los dedos de una mano con los de la otra—, la libertad… como ya hemos estudiado, también tiene un… componente psicológico; el miedo. Aunque parezca contradictorio, hay gente que tiene miedo a la libertad. Según ese miedo, y aplicando la tesis del psicólogo social Erich Fromm a la realidad, la gente podría clasificarse en dos tipos: por un lado, las personas que no tienen miedo a la libertad; las que no temen usar sus talentos para triunfar en la vida, en lo personal y económico, compitiendo de forma limpia hasta lograr el triunfo. Son las que siguen su propio camino, y estas personas tienden a apoyar la democracia en todos los sentidos.
Mientras Ariel hablaba, Kristel imaginaba todo en su mente como una dramatización de lo que él narraba: personas sonriendo sentadas en computadoras trabajando; médicos en consultorios atendiendo pacientes; actores en una obra de teatro; arquitectos diseñando planos; ingenieros civiles dirigiendo a obreros en la construcción de edificaciones; artistas pintando obras de arte; un niño de diez años sacando un pez de un río con una caña de pescar, y un hombre junto a él, riendo, aupándolo con palmadas en su espalda. Luego, varias de estas personas depositaban votos en urnas electorales.
—Por otro lado —continuó Ariel—, está la gente que se siente más segura bajo la sombra de un líder que le diga qué camino tomar, hasta en sus asuntos más personales; son las personas que tienen miedo a la libertad, miedo a intentar hallar su talento y usarlo para triunfar por sí mismas. Prefieren que todos sean iguales, pero en la pobreza económica, para evitar ser explotados por otros, aún renunciando a la libertad. Estas personas tienden a apoyar gobiernos no democráticos; prefieren a un gobernante autoritario que siempre les diga qué hacer, porque ellos mismos no saben qué hacer con sus vidas. Pienso que el miedo a cualquier cosa es miedo a ser libres; una excusa para no intentar triunfar por miedo al fracaso.
Kristel continuó con su ejercicio mental de dramatizar la explicación: una larga cola de personas con la piel pintada de rojo caminaba una detrás de otra, todos vistiendo ropa harapienta en rojo. Estaban encadenadas en sus manos y conectados con la misma cadena mano a mano. Un hombre de unos cincuenta años edad, con una corona roja en su cabeza y usando un lujoso traje rojo de terciopelo, los tiraba de la cadena. Las personas de rojo caminaban por un largo pasillo, mientras lo hacían, miraban con rictus de miedo a ambos lados de ese corredor porque había algo allí que los atemorizaba; había personas sonriendo. Esas personas sonrientes trabajaban sentadas en computadoras, otros eran médicos atendiendo sus pacientes, actores en un escenario de teatro, artistas pintando obras de arte, el niño mostrando el pez que pescó. Entonces, el hombre de la corona repartió canastas con un pescado dentro a cada una de las personas encadenadas.
Los rostros de los estudiantes lucían conmovidos cuando Ariel terminó de hablar, lo cual le generaba una enorme sonrisa de satisfacción personal; estaba haciendo lo que más le gustaba: enseñar, y además, era el centro de atención por hacer algo positivo. Hacía tiempo que era consciente que el reconocimiento social era un elemento importante que lo motivaba en su vida. Era plancentero para él hablar ante grandes públicos, captar su atención, saber que lo admiraban y respetaban; pero siempre hacía grandes esfuerzos por evitar que todo eso convirtiera a su ego en un monstruo incontrolable y lo volviera un arrogante. Mucha gente le decía que admiraba la modestia y humildad que demostraba a pesar de su intelectualidad y de ser un personaje público, aunque él mismo se preguntaba a veces si no se trataba de una falsa modestia.
—Clase, terminamos por hoy —dijo volviendo a revisar su reloj—. Estudien para el examen por favor. No quiero que nadie repruebe.
Los estudiantes se levantaron de sus puestos de forma desordenada y empezaron a salir del salón, como una estampida que se drenaba por la estrecha puerta. Camilo apoyó un pie en el asiento del pupitre y pasó por encima de éste. Al mismo tiempo, Kristel y su amiga Nancy, una esbelta chica trigueña y de semblante sonriente, se acercaron al profesor Ariel que revisaba unos papeles en su escritorio.
—Profesor Ariel, le deseo mucho éxito con la derogatoria de la Ley de Expropiación, y con el nombramiento de los nuevos jueces de la Corte Suprema de Justicia esta tarde. Espero se logre —expresó Kristel sonriendo.
—Así será, Kristel, tenemos la cantidad de diputados necesaria para nombrar una nueva Corte Suprema, que de verdad sea leal a la justicia; exactamente 111 parlamentarios. Cuando me postulé a diputado esa era una de mis metas. Les prometo que lograremos la destitución del presidente Borjas, y salvaremos al país del desastre económico en que lo ha hundido. Sacaremos a la nación de este… abismo de miseria socialista.
Mientras Ariel hablaba, Nancy se quedó mirándole el hoyuelo en su prominente barbilla, sus brillantes dientes blancos de perfecta alineación y sus uñas bien limpias y arregladas. Al mismo tiempo, la chica aspiraba con disimulo la fragancia del perfume del profesor que la atrapaba y le transmitía la sensación de elegancia, frescura y pulcritud. Entonces, el corazón le dio un vuelco que la hizo suspirar.
—¿Y dónde está Roberto? —preguntó el profesor, colocando unas carpetas en su maletín—. Esta es la segunda de mis clases a las que no asiste desde que ganó el Centro de Estudiantes.
—Pues… él me dijo que ser presidente del Centro de Estudiantes es más complicado de lo que parece. —Kristel torció la boca—. Se lo pasa de reunión en reunión. La escuela de Ciencia Política tiene más problemas de los que se cree.
—Pero que no descuide sus estudios por eso, es un muchacho muy brillante.
—Profesor, es admirable lo que usted y los demás diputados quieren hacer para ayudar a nuestro país. —Nancy suspiró de nuevo e inclinó levemente su cabeza hacia su derecha mientras lo miraba. Eran muchas las veces, como ahora, en que le daban unas ganas inmensas de pedirle al hombre un abrazo—. Siendo además de nuestro profesor, nuestro amigo… ¿irá a la fiesta de cumpleaños de Camilo esta noche, sí?
—¡Claro! Cuenten con mi presencia —respondió, recogiendo varios papeles sobre su escritorio para depositarlos en su maletín—. Hasta luego chicas y estudien mucho. —El profesor les sonrió con dulzura.
Nancy se giró para ver a Ariel caminar hasta salir por la puerta.
—Estás ruborizada —le dijo Kristel riendo.
—Con razón sentía mis mejillas calientes —respondió sonriendo y tocándose las mejillas—. ¿El profesor lo habrá notado?
En el horizonte urbano de la ciudad capital sobresalía la gran cúpula del edificio de la Asamblea Nacional, ente encargado de aprobar las leyes que regían el país. En últimas horas de la tarde, Ariel se hallaba subiendo las escaleras de su entrada principal, tratando de esquivar la multitud de gente que entraba y salía. Casi una hora luego, en el amplio salón de sesiones, los 167 diputados que integraban el parlamento, sentados en sus curules, escuchaban a Ariel disertando sobre la polémica Ley de Expropiación. Lo hacía sobre un estrado, con micrófono en mano y con una pasión aún más poderosa que la mostrada cuando daba sus clases.
—¡Arlex Borjas destruye la economía! —dijo elevando su voz a pesar de tener el micrófono cerca de su boca, al tiempo que con su dedo índice hacía énfasis en sus palabras—. El desempleo subió a 40% y la inflación a 110%, a causa de las expropiaciones de empresas que Borjas ordenó con la Ley de Expropiación, aprobada en el anterior período. La expropiación mermó tanto la capacidad productiva de bienes en el país, como la confianza del empresariado nacional y extranjero para invertir aquí; nadie fundaría una empresa en Caribea para que luego Borjas se la quite. Por ello la oferta de bienes bajó, mientras la demanda se mantuvo igual, elevándose la inflación. Éstas y otras decisiones tan absurdas indican que Borjas no puede estar en sus facultades mentales. Por eso propongo el proyecto para derogar la Ley de Expropiación, y que hoy se vote una lista de Jueces para elegir una nueva Corte Suprema de Justicia que dictamine la incapacidad mental de Borjas.
La diputada Celia Ramos se hallaba sentada en su curul, con su entrecejo bastante arrugado. Desde allí escuchó toda la alocución de Ariel. Ella tenía casi cincuenta años de edad, era delgada, no solía usar maquillaje, lucía siempre despeinada y con su ropa arrugada.
Apenas Ariel terminó de hablar, la mujer tomó la palabra.
—¡Usted es el único demente en este salón! —exclamó, dando una palmada sobre la mesa de su curul—. ¡Ya una vez usted introdujo un recurso a la Corte Suprema de Justicia para incapacitar al presidente Borjas, y los jueces nombraron una junta médica de psiquiatras que dijo que el presidente está sano! ¿Acaso lo olvidó? ¿O no quiere recordarlo?
—Diputada Celia, esa junta médica diagnosticó a Borjas esquizofrenia, y tanto esa junta médica como los jueces que la nombraron fueron sobornados por Borjas para callarse y usted lo sabe. Hoy debe ser votada la propuesta que presento según el reglamento. El desorden mental de Borjas se está traduciendo en desorden al país y la nación no lo merece. Es todo —replicó Ariel.
—Por favor mantengamos el orden —pidió la diputada Liliana en lo alto del curul de presidente, cuando vio que la rabia de Celia la desbordaba.
Liliana Sánchez era miembro del partido político “Nueva Esperanza”, uno de los principales partidos opositores al gobierno de Arlex. Se trataba de una rubia y espigada treintañera, cuya juventud no le restaba la templanza que el cargo exigía. Quienes votaron por ella, para el cargo de presidente de la Asamblea Nacional, lo hicieron creyendo en que su principal virtud era la imparcialidad para tomar decisiones sin apasionamientos.
Al responder a Celia, Ariel había empleado un tono de voz notablemente mucho más calmado que el usado en su discurso. Eso enojó aún más a Celia, pues no era la primera vez que Ariel bajaba el tono de voz para replicar un reclamo de ella, luego que él atacara verbalmente a Arlex. La mujer sentía que él se burlaba en su cara, haciéndola estallar en ira y quedando ante todos como una histérica sin control de sus emociones, mientras Ariel se mantenía sereno, calmado y con una sonrisa como la que ahora tenía. Ella tuvo que hacer un gran esfuerzo para frenar las ganas de arrojarle su maletín.
Un largo aplauso de ovación se hizo sentir cuando Ariel terminó su disertación. Los otros diputados opositores le expresaban su apoyo. Entre estos estaba Ricardo González, quien con un alegre semblante se acercó a Ariel. Ambos lucían contemporáneos en edad.
—Amigo, gran discurso casi presidencial —lo halagó Ricardo, sonriente, ofreciéndole la mano para estrecharla.
—Aprendí de ti, Ricardo, maestro orador —le respondió Ariel apretando su mano y correspondiendo a su sonrisa.
—Oye, acabo de enterarme que seré padre. Rebeca está embarazada. Serás el padrino ¿cierto? —el diputado mostraba una alegría en sus palabras que contagió a Ariel.
—Por supuesto que sí—. Ariel lo abrazó muy efusivo con palmadas en su espalda—. Esto debemos celebrarlo.
Desde lo alto de algunos palcos que bordeaban el salón de sesiones de la Asamblea Nacional, varios periodistas de diferentes canales de televisión estaban apostados con sus cámaras y equipos técnicos para trasmitir en vivo la sesión. En uno de esos palcos reportaba Zulay Lares, una joven periodista de aspecto serio, delgada e impecable. Llevaba en su mano un micrófono con un logo en el que se leía el nombre: Focovisión.
—Transmitimos para el canal de noticias Focovisión la votación para elegir los Jueces para una nueva Corte Suprema de Justicia, cuya aprobación requiere de dos tercios de los diputados; es decir, 111 votos —informaba la mujer frente a la cámara, con el salón de sesiones de fondo bajo ella—. Además se votará derogar la Ley de Expropiaciones, que requiere el voto de al menos la mitad más uno de diputados; 84 diputados. En ambos casos los diputados opositores al presidente Arlex Borjas tienen el número de votos requeridos.
Muchos de los diputados se preparaban sentados en sus curules revisando pilas de documentos sobre sus escritorios, discutiendo entre ellos estrategias y tácticas para el debate. Mientras, en el estrado de oradores en el centro del salón, el secretario de la Asamblea Nacional, un canoso y encorvado hombre, leía la lista de jueces.
Ariel, en contraste, se mantenía sereno y tranquilo en su curul, con su mirada perdida, lejana, viendo hacia el frente sin mirar nada en el mundo real. Únicamente veía imágenes que su mente estaba reproduciendo, pasando de una a otra en fracción de menos de un segundo, repitiéndose sin cesar: Cristo en la cruz; el rostro de Rasputín; un cordero blanco muerto en un altar de madera, siendo devorado por buitres; estatua de la Virgen María llorando sangre; imagen del diablo pintado en un muro (cuerpo gris, alas de murciélago, cuernos); relámpagos rasgando la noche.
—Leída la lista de jueces que conformarán la nueva Corte Suprema de Justicia, aquellos a favor indíquenlo levantando su mano —dijo la diputada Liliana, mientras Ariel se mantenía inmutable, con sus ojos abiertos sin pestañear y su mirada aún perdida.
Todos los diputados opositores al gobierno de Arlex levantaron la mano, excepto Ariel, y aquellos, sorprendidos, lo miraron murmurando al verlo con su mano abajo. Ricardo, desconcertado, se levantó de su asiento y caminó hacia él.
—Señor secretario, cuente los votos. —Liliana, turbada, miraba a Ariel.
—Ariel, ¿qué pasa que no alzas la mano? —le susurró Ricardo inclinándose junto a él cuando llegó hasta su curul. Ariel no respondió y se mantuvo inmóvil, con su mirada extraviada como si su mente estuviera en otro mundo, porque sí lo estaba.
—110 votos a favor señora presidenta —anunció el secretario desde el estrado.
—Propuesta… no aprobada —indicó incrédula la diputada Liliana.
Celia mostraba una gran sonrisa. Hubiese querido subirse sobre su escritorio y burlarse en lo alto de todos sus adversarios políticos.
Los diputados del partido de Arlex, el Partido Socialista Revolucionario, aplaudieron y celebraron eufóricos poniéndose de pie. Por su parte, los opositores se mantuvieron sentados, murmurando, mirándose unos a otros, intentando entender lo que había sucedido. Sus miradas luego señalaron a Ariel, buscando en él una explicación.
—¿Ariel, qué hiciste? ¿Por qué? ¡Habla! —Ricardo sacudió a Ariel por el hombro.
Ariel se levantó de su silla sin mirar a Ricardo ni responderle, y caminó al estrado de oradores. Allí se paró detrás del atril de madera y tomó el micrófono, mientras el secretario le daba paso y bajaba de la tarima.
—Arlex Borjas es mi único líder, solo él —dijo Ariel con su rostro inexpresivo, mirada perdida y un forzado tono de voz, como si cada palabra pesara en su pronunciación.
Aquellas palabras hicieron cesar la eufórica celebración de los adeptos de Arlex. Todos en el recinto guardaron silencio al tiempo que lo miraban; los opositores atónitos, mientras los aliados de Arlex sonreían complacidos. Ricardo seguía estupefacto.
Ariel parecía no darse cuenta que en aquel momento él era el centro de atención para todos. Era como si estuviese dormido pero con los ojos abiertos, hasta que una repentina sensación fría de 2 grados centígrados, que solo él sintió, lo hizo reaccionar. Se frotó sus manos tiritando y se vio a sí mismo expeler un vaho por su boca, algo que los demás parecían no ver. Aparentemente comenzaba a volver en sí.
Su rostro inexpresivo ahora daba paso a una mueca de asombro, al ver una espesa niebla colarse bajo la puerta de la entrada. La bruma se esparcía rápido a ras del piso y cubría todo a su paso a la altura de treinta centímetros. Ariel se percató que solo él podía ver la niebla, cuando la misma alcanzó las piernas de los otros diputados sentados sin que éstos la notaran.
—¿De dónde vienen ese frío y esa niebla? —preguntó con temblorosa expresión.
—¿Niebla? ¿Cuál niebla, diputado? —respondió Celia fingiendo desconcierto.
Todos miraron alrededor buscando la supuesta niebla en la dirección que Ariel miraba, a la vez que susurraban sobre su extraña conducta. Entonces, Ariel notó unas luces centellantes activarse en el interior de la neblina, como relámpagos de tormenta eléctrica, acompañados por retumbantes ruidos de truenos. Nadie más vio ni oyó aquello. Era una tormenta eléctrica dentro de una niebla en el piso, en el interior de un lugar cerrado; para Ariel sonaba insólito, pero era lo único que lograba entender.
En aquel momento, el servicio eléctrico en la Asamblea Nacional sufrió una baja de voltaje. Las lámparas eléctricas se opacaron, apenas alumbraban. Todo estaba en penumbras. Los periodistas que reportaban no pudieron continuar con la transmisión en vivo ni videograbar con las cámaras, pues de pronto todas sus baterías se descargaron.
Del interior de la niebla emergió de forma inaudita un buitre negro de un metro de alto que voló hacia Ariel y se posó en el borde del atril. El hombre de manera instintiva retrocedió asustado y cayó de espaldas al piso. El buitre estaba allí observándolo con una amenazante mirada. La presencia del ave de rapiña, al igual que la neblina, era vista solo por Ariel.
—¿Diputado, qué le ocurre? —preguntó Liliana ahora de pie—. ¿Se siente bien?
Ariel, aún sentado en el piso, percibió la presencia de una persona justo detrás de él. Asustado, giró su cabeza cuarenta y cinco grados y vio a un personaje masculino de casi dos metros de altura allí parado, vestido con hábito negro de monje. Era Rasputín, quien lo miraba fijo y lucía tal como la imagen de la tabla.
Rasputín caminó dos pasos, se puso frente a Ariel, le sonrió con malicia mostrando sus dientes amarillos maltratados. El monje fue acercando su mano derecha a la cara del diputado, inclinando su cuerpo hacía él según lo iba alcanzando. Mientras, Ariel permanecía inmóvil, quería ponerse de pie pero algo se lo impedía; era como si su cuerpo ya no respondiera a su mente. Al igual que la niebla, el buitre y los ruidos, Rasputín era invisible a todos los presentes excepto para Ariel.
El diputado seguía tirado en el piso, nadie se acercaba a ayudarlo. Al fin Ricardo caminó unos pocos pasos hacia él; pero, se detuvo perturbado al ver como su amigo empezaba a retorcerse en el piso. Estaba convulsionando como si tuviera un ataque de epilepsia y un insoportable dolor en sus entrañas.
Ariel estaba tumbado sobre su espalda, con su cabeza echada totalmente hacia atrás. Abrió su boca más allá de lo que una mandíbula permite. Su cara se tornó roja y luego azul. Parecía ahogarse y buscaba desesperado la forma de respirar jadeando. El torturado hombre podía oír muy fuerte y acelerados los latidos de su corazón.
Rasputín ya en cuclillas junto a Ariel, sin titubear y sonriendo, le metió su mano por la boca, luego pasó todo su antebrazo hasta el codo a través de su garganta. En medio del pánico y el dolor desgarrador, Ariel tomó el brazo de Rasputín entre sus manos y trató en vano de sacárselo de su boca. Los demás diputados observaron las manos de Ariel en posición de agarrar algo con esfuerzo, pero sin ver nada entre ellas.
Ariel agonizaba, sentía como su tráquea y su caja torácica se destrozaban para dar paso al brazo del monje. El diputado puso sus manos sobre su pecho con gesto de extraordinario dolor y de su boca expulsó sangre a chorros. Ricardo cerca de él oyó el ruido de huesos romperse.
—Dios mío ¡Una ambulancia! —exclamó Celia sin poder disimular su sonrisa. En sus pensamientos, se hizo la idea que era ella quien estaba infrigiendo aquella tortura a Ariel, como muchas veces había querido hacerlo.
Liliana corrió escaleras abajo desde su curul. Luego ella, Ricardo y varios diputados compañeros de partido fueron hacia Ariel y trataron de sostenerlo de brazos y piernas, pero él luchaba por zafarse. Ariel podía ver a Rasputín entre los diputados, y cómo ellos sin darse cuenta atravesaban el cuerpo del monje como si estuviera hecho de luz; un holograma. Sin embargo, Ariel sí podía ver y sentir su entidad sólida y fuerte.
Rasputín metió más la mano en la boca del pobre hombre, y éste escuchaba su propio corazón acelerado. Todos vieron como la boca de Ariel se explayó totalmente, mientras oían su mandíbula romperse. La piel de su cuello se expandió como abriendo espacio a algo grande que pasaba por su garganta. Entre el dolor, apenas pudo pensar que hubiese dado todo lo que tenía para que el sufrimiento parara. Ni siquiera podía articular palabra alguna para pedir la ayuda que su mente gritaba con desespero.
Ariel bramó, convulsionó y se retorció más fuerte aún. Rasputín rió con la boca abierta, apretando los dientes como expresión de esfuerzo al oprimir el corazón de Ariel. Un chorro de sangre más potente salió de la boca del diputado y salpicó a los parlamentarios a su alrededor. Ariel ya no gritaba ni se movía, yacía tirado en el piso con los ojos abiertos y su boca explayada.
Ricardo se limpió la sangre de su cara y le tomó el pulso a su amigo en su muñeca. Luego, con sus ojos acuosos miró afligido a todos.
Gracias los que han votado, espero les guste esta historia basada en la actual crisis política, económica y social de Venezuela.