Nuestro despertador eran los rayos del sol y el gorjeo de las aves que se posaban en los árboles vecinos a las ventanas anunciando el alba. La posición de aquella esfera ardiente jugaba a las agujas del reloj y al elevarse la luna de plata y presentarse las estrellas centelleantes , controlábamos el tiempo conforme la temperatura disminuía. Aprendimos a leer las señales en el cielo y a comprender los tiempos de la tierra.
Nos vestíamos con telas desgastadas y anticuadas con el objetivo de cubrir nuestra desnudez biológica, más no de buscar impresionar a alguien. Nos mostrábamos tal cuáles eramos, pues al amanecer no habían sorpresas al encontrarnos con rostros pulcros como lienzos en blanco. La estética era algo con lo que se nacía, aquí no se compraba ni se manipulaba. Los zapatos duraban años porque no los cambiábamos por placer, sino por necesidad y muchas veces forzábamos su función a pesar de su estado inservible o terminábamos por resignarnos a sentir el suelo y enterrar los cimientos como raíces a la tierra.
Vivíamos el día a día, el aquí y el ahora porque el mañana siempre era incierto y pensar en él, tan sólo angustiaba y oprimía el corazón. Saborear el olor de los frijoles sazonados con queso y crema contenidos en el recipiente de barro sobre la mesa y el café hirviendo acompañado de pan dulce, agradeciendo que no iríamos a la cama con la barriga vacía. Hablábamos en el acogedor comedor de plástico poco decorativo sobre los acontecimientos del día y los achaques del cuerpo. Nos reíamos un poco de las desgracias acumuladas porque al fin y al cabo las quejas solo amargaban la noche y no arreglaban nada. Así era nuestra vida cotidiana, sin muchas alternativas, sencilla.
Desarrollamos un alto grado de ingenio porque nos inventábamos muchos juegos con lo que encontrábamos en el camino para mantenernos entretenidos e ideábamos soluciones a los obstáculos que se nos presentaban. Nuestra inteligencia emocional también progresaba con el paso del tiempo, ya que era fundamental el afecto entre nosotros. No había mucho lugar donde esconderse dentro de la casa, ni a donde huir de las discordias. Nos arrejuntábamos para dormir, en muchas ocasiones sin demasiado espacio personal. Estas circunstancias no provocaron más, que crear fuertes lazos entre nosotros como parte de la adaptación a la convivencia. Tal vez por eso eramos felices, porque no teníamos tantas barreras, tantas máscaras, tantas apariencias, tantas evasiones, sino que enfrentábamos la realidad con la cabeza en alto y sin tantos pelos en la boca.
Desconocíamos la arrogancia porque carecíamos de qué presumir según lo que dictaban las novedades. Nuestro patrimonio se reducía a una increíble fe ciega, algunas virtudes y conocimientos más empíricos que teóricos. Recorríamos grandes distancias para obtenerlos, y aunque lloviera o nos agotáramos, era la única forma de seguir adelante hacia un sendero incierto, pero esperanzador. Algunos de nosotros eramos pintores, poetas, bailarines, campeones olímpicos, políticos, científicos, músicos; pero llegamos a la senectud sin saberlo o sin capacitarlo.
Somos fuertes porque ya lo hemos superado todo. Somos de acero pues las balas que nos disparan duelen, pero no nos queda más que hacerlas rebotar, si no podemos cambiar de armadura. De cada prueba salimos victoriosos y no por los remanentes, sino por nuestra supervivencia. La vida es simple sin tanta cosa, sin tantas envolturas que esconden su esencia, pero a medida que avanza se vuelve más complicada y dolorosa porque la oportunidad de cambiar de dirección se limita, teniendo la resignación y monotonía como único destino.
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