Una tarde calurosa, decidí introducirme en el bosque donde hace años perdí la virginidad con la señora que limpiaba los suelos de mi hogar. Íbamos a reencontrarnos.
A pesar de que mi madre le hizo saber por todos los medios del mundo que estaba totalmente prohibido volver a verme, la señora y yo seguimos manteniéndonos en contacto. Una o dos veces al mes, me hacía llegar una carta al colegio que olía a su perfume y a sus labios. Yo le correspondía enviándole por correo mensajes necios que escribía cuando era un niño tonto.
Había probado lo que le gustaba a las personas grandes y necesitaba dar otro bocado.
Pero no volvimos a vernos por muchos años.
Todo quedó en cartas que especulaban lo rico que sería volver a sentirnos una vez tuviéramos la fortuna de encontrarnos en soledad. Nos escribimos desde mis 13 hasta mis 18 años, cada vez con menos energía, cada vez con menos entusiasmo. Llegué a pensar que se había muerto o que había encontrado una vida digna lejos de los menores de edad en otro país, pero me equivoqué.
Recibí una carta cuando cumplí 23. La doña me invitaba al mismo prado verde donde diez años antes me había echado de lleno en el césped para cabalgar sobre mi delicado cuerpo, para enseñarme sobre estrellas y música con los ojos cerrados y sin escuchar ningún acorde.
Cuando atravesé los caminitos de tierra que conducían al lugar de encuentro, la miré... y no era la misma mujer que me había quitado la inocencia. Era su reflejo apagado por el tiempo, las arrugas, la mala alimentación y el mal criterio para escoger amantes.
—Te he esperado toda mi vida —dijo.
Salí corriendo de ahí. Llamé a la policía y les conté que la mujer que me violó cuando era pequeño estaba rondando cerca del bosque. Fingí un ataque de crisis y me apegué a la historia de caos que había inventó mi madre hace años para separar a la vieja limpiasuelos de mí.
Por supuesto, no había sido violación. Ninguna de las muchas veces que hicimos el amor lo fue.
Yo sabía lo que hacía cuando le agarraba las nalgas en la alcoba, cuando me dejaba tocarla en la cocina y cuando le pedía que no me dejase bañarme solo. ¿Pero importa realmente? ¡Yo buscaba a la verdadera ella, no a su imagen marchita!
Ahora la historia tuvo un final: ella a la cárcel a meditar sobre por qué tuvo que dejarse envejecer y yo a seguir con la vida falsa que me he inventado por andar creyendo en una historia de amor inverosímil.