Imaginemos que fuese una postal. Si hubiera sido
una postal y pudiésemos verla en estos momentos, tendría
en su esquina superior derecha el sol que ilumina hasta
dejar completamente blanco el cielo, y se oscurecería muy
tenuemente hasta llegar al ultramarino pastel en la esquina
superior izquierda. Bajo la escala de azules celestiales, se
encontraría la estepa del occidente mexicano; sería tal vez
una carretera interestatal la que cruza el color ladrillo del
suelo, con uno que otro matorral o cactácea
interrumpiendo la monotonía muy esporádicamente, como
si un francotirador aburrido hubiese disparado al azar las
semillas de las plantas. En otra época, altas y fuertes
milpas hubieran estado en lugar de los solitarios y secos
moradores de la estepa.
Aunque parezca extraño, hay más vida ahora que cuando
los verdes elotes eran bañados por el rocío en las mañanas
vetustas. Ahora que la tierra empieza a limpiarse de los
pesticidas y herbicidas, roedores curiosos mascan
inútilmente las tuberías en el subsuelo; lombrices,
hormigas, escorpiones y otras criaturas menos apreciadas
yacen fuera de la vista y la consciencia de los viajeros
humanos.
Por la carretera viajaría silenciosamente un bólido
hidrovoltáico rojo brillante, un modelo deliberadamente
reciente. Tendría los suficientes años como para ya no ser
novedoso, el motor atómico comercial ya se había
colocado en el mercado en ese momento -aunque de
forma muy poco accesible- pero, habiendo muchos
modelos de combustión interna rodando en las carreteras*,
y los motores hidrovoltáicos seguían viéndose como un
capricho disfrazado de ecologismo.
El sedán rojo estaría cargado hasta el tope de mochilas y
maletas; algunas podrían tacharse de infantiles, otras
definitivamente serían del tipo de maleta que una persona
elegante llevaría a un viaje de negocios. También habría
cajas de cartón, posiblemente llenas de libros, libros que
desbordarían también de cajas atadas en la cajuela, pero
eso, naturalmente, no podría verse en la postal. En el auto
rojo viajaría una pareja. Se notaría que ambos están
cansados, pero mirarían ansiosos al horizonte, como
esperando el momento de agarrar un segundo aire.
Después de que la foto de la postal fuese tomada, la pareja
llegaría a una zona contrastantemente más verde, se
desviarían de la carretera por un camino de adoquines que
duraría lo suficiente para obscurecer el cielo, pero no lo
suficiente como para que una segunda postal necesitase
flash para apreciarse. Esta segunda postal, de existir,
tendría a ambos de pie, cada uno al lado del bólido
todavía cargado, como camello con aicmofobia. Desde
esta posición se podría apreciar cómo son, aunque solo
podría decirse que son una pareja joven, posiblemente
casados, pero de poco tiempo, que se dirigen a un lugar
donde, por sus atuendos, pretenden ser formales y
profesionales, pero románticamente libres y auténticos;
son posiblemente una pareja de humanistas sin hijos,
apreciando un monolito hueco a la lejanía, un monolito
del que saldrían luces y sonidos, un monolito gigantesco
que, con un poco de imaginación, se podría pensar que
saldría volando después de una cuenta regresiva.
Después de esto, la historia cambiaría, la postal se
convertiría en una secuencia con música de fondo. Las
voces humanas serían silenciadas, como para no ensuciar
la música que en esencia es lo importante. Es estática, el
sonido de la estática ralentizado siete onceavas partes de
segundo por cuadro, subiendo y bajando de frecuencia,
emulando el ritmo de un caracol escalando cuesta abajo;
el resultado sería un estímulo de las regiones gliales del
cerebro que permitiría la entrada limpia de los sonidos de
violín atómicamente afilados. Una voz masculina
modulada repetiría un poema de Baudelaire con la obra de
Vivaldi de fondo, pero el ritmo habría sido cambiado
hasta el punto de evocar a un invierno en las actuales
Siberia, las Coreas y Anchorage.
Como las voces humanas son silenciadas, el espectador de
la secuencia requiere leer los subtítulos anaranjados si
habla cantonés, verdes si habla inglés y azules si habla
español.
Un hombre cano, tal vez peruano, tal vez boliviano, con la
más estricta etiqueta, miraría desconcertado al vacío y, en
un rincón del interior del monolito, un salón grande, sin
nada de especial, sobrio, el lugar donde se hace
esparcimiento después de una conferencia catedrática,
expresaría:
Se entrometería de repente nuestro protagonista de la
postal. Aunque no lo habríamos visto bien, sabríamos que
es él. Sonreiría civilizadamente y respondería:
El hombre cano haría una expresión de desconcierto, el
protagonista se reiría; no esperaría que el otro hombre se
riera porque se ha contado el chiste a sí mismo. La chica
que le acompaña se acercaría con expresión de
condescendencia y reclamaría:
Mientras la chica estuviera defendiendo, fuerte, pero
profesionalmente, su trabajo, la escena se alejaría y
permitiría ver a toda clase de personas comiendo canapés:
asiáticos, americanos y africanos; curiosamente los
europeos resaltarían por ser tan escasos, incluso parecería
que son menos estridentes al vestirse, para ser menos
visibles.
El protagonista notaría eso y se acerca a un hombre de
indudable ascendencia alemana, de tal vez unos cuarenta
y cinco años, que estaría usando el típico bléiser que usan
los ingenieros en las galas; esa sería la única pista de su
ocupación.
El hombre alemán apenas se preocuparía por entender. Se
acercaría para decir algo en voz baja.
La cara de incertidumbre y curiosidad del protagonista
encajarían perfectamente con las bajos de la música que
empezarían a apoderarse de la pista hasta desvanecerse.
La noche ha terminado, al otro lado del monolito se
encuentran ahora los dos en el auto del principio, están
recostados, uno en el costado del otro, descansando, pero
con la intriga implícita de que aún no han desempacado.
Como la música ya no se escucha, ahora los diálogos
fluyen en el absoluto silencio del interior de la nave.
—¿Crees que nos la pasemos bien aquí?
—Sí… será enriquecedor.
—¿Notaste que casi no hay europeos? Y los pocos que
hay han venido de una vida en Australia o Sudamérica.
—Lo noté, incluso intenté hablar con un alemán para ver
si averiguaba el porqué de esa situación.
—¿Y qué te dijo?
—No lo supe, no hablo alemán, y él tampoco me entendía
muy bien, pero me dijo algo sobre alienígenas.
—Uh…
—¿Pasa algo?
—Sí, digo, no es que no me guste estar aquí, es solo, que
me hubiera gustado conocerte en otro momento de la
vida, cuando no hubiéramos tenido tantas
responsabilidades, fuéramos pretenciosos y ociosos.
Cuando, tal vez, aún fuéramos estudiantes, o nos
hubiésemos graduado, pero todavía no ejerciéramos.
En una etapa de la historia en que las ciudades eran
monstruosas pero no leviatánicas, en la que se podía jugar
a ser nostálgico, una etapa de economía no tan compleja,
tiempos violentos, tiempos de intriga y de miedo, de
negación y confusiones, un tiempo en el que se de dicaban
a retorcer lo que todavía quedaba recto, no como ahora,
que retuercen lo ya torcido...pero que fuéramos jóvenes y
estuviésemos dispuestos a enfrentarnos al sistema antes
que suicidarnos... No sé, una etapa estridente; los 30, el
Renacimiento…¿podría ser una diseñadora de vidas?...
*Y se negaban a morir,
alimentándose de biodiesel, gas u otros
menjurjes que la necesidad y la
inventiva han fomentado.
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Dedicatoria y presentación
Preámbulo
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Capítulo - 00000 - El Fin de la Civilización
Capítulo - 00001 - Guaifai
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Excelente amigo!!! Gracias por un buen post
Escribes bien, te auguro muchos éxitos.