Estaban sentados, hablando, mientras veían humo subir a lo lejos.
Tenían caras serías, de disgusto predeterminado; tal vez el disgusto mismo era sincero pero no se debía al tema tratado ni al conflicto en ciernes, sino al hecho de tener que estar ahí, al fastidio de tener que encargarse de asuntos ajenos (o a no poder aprovecharse de esa inmadurez ajena sin que otros se metieran), o tal vez se debía a que sabían que esa misma sensación mutaría a la contrapuesta, para volver en redondo sobre sí misma momentos después.
Veían un castillo de paja a lo lejos, humeante.
Algunos de los presentes, aún sabiendo que pronto ardería, preferían negar cualquier auxilio, al menos públicamente, por el precedente que ello asentaría: Sería darle carta blanca a cualquiera que quisiese intervenir cuando ellos se estuviesen aprovechando de la inmadurez ajena (como era costumbre de todos), era mejor dejar que las cosas fluyeran, era mejor solo influir soterradamente en los actores involucrados, aunque ello abriera la posibilidad de perder el control.
Mantienen esa postura hasta que se ven minimizados y se arrepienten, como ha pasado más de una vez, y deciden diseñar algún plan radical, dotar a alguien de medios suficientes, y de algo de paja (que nunca está de más), para que escale lo suficiente, para que pueda influir y jugar a favor. Y así lo hacen hasta que ven que alguien más quiere inmiscuirse (en ese o en otro asunto) y se arrepienten de nuevo, y prefieren negar cualquier otro auxilio por el precedente que ello asentaría…