Recibo en Madrid una llamada de Málaga y yo la estoy viendo ya, como me ocurre siempre, detrás de una esquina de Malasaña. Se trata de un rincón que se parece a otro donde hay un edificio que se parece a uno de aquí.
Es como cuando veo el mar en la Casa de Campo donde, al caer la noche, las luces del Paseo de Rosales la hacen desaparecer convirtiéndola en una inmensidad de sombra y mar imaginado. O en la bajada de calle Bailén cuando se apagan los faroles en los Jardines de Sabatini y hasta el palacio de Oriente se me antoja un buque que surcara ese imposible Mediterráneo antes verde arboleda, ahora algas oscuras; antes blanco de estatuas, ahora fantasmas que naufragaron en el fondo del mar que ensueño.
A Málaga la llevo dentro como una inspiración, en el doble sentido poético y respiratorio, “en las últimas habitaciones de la sangre”, como decía Federico del duende, como un gen alegre y desordenado que me configura y me desbarata.
Porque también una enfermedad suele anidar en la sangre, de la misma manera yo estoy enfermo de Málaga. Y Málaga, desde la lucidez, puede doler, y de hecho duele, y mucho. Si alguna vez se construye ese hotel que como una vela gigantesca de 130 metros de alto se erigiría junto al palacio de Ferias y Congresos, desde el fantástico restaurante giratorio de su piso treinta y tantos –inspirado, quizá, en el restaurante ‘View’ de la Gran Manzana neoyorquina donde también soñé despierto que esa otra ciudad antes soñada ya era también mía; New York, New York, tus heridas son las de todos los que sueñan, ciudad de todos, como Madrid-, desde esa altura, digo, no habría manera de engañar a nadie sobre la verdadera realidad de Málaga, siempre a tiro de piedra de la dejadez y la desidia, rota en mil pedazos ante la mirada atónita de la mayoría de sus ciudadanos -aunque ahora reinventada-. Malagueños casi sólo vecinos de sí mismos y de la calle, siglo tras siglo, viviendo el día a día tan ensimismados y egoístas, como apasionados y generosos, tan ignorantes y manipulados, como sabios y filósofos, tan fenicios como romanos, tan árabes como cristianos. Desde esa altura de cinco estrellas, como de atracción de feria, se vería una ciudad real casi arrasada, ahora en plena transformación de museo en museo y de terraza en terraza y de hotel en hotel y de apartamento turístico en apartamento turístico. Con los prismáticos, además, veríamos un Jardín de Los Monos sin monos ni apenas jardín; una ciudad casi sin árboles, con una judería ya inexistente; con la calle Tomás de Cózar, quizá la más antigua de las que quedaban, del siglo XI, cegada y deformada aunque hábilmente remozada y maquillada; con pocas plazas y menos parques (aunque esto último haya empezado a cambiar por mor del urbanismo rampante que va poblando los barrios costeros y los nuevos paseos marítimos); con un casco histórico vaciado de habitantes pero abarrotado de visitantes, y derribos que sangraban el abandono que son de nuevo una oportunidad para el negocio del ocio tras la espera especulativa que los provocó; sin aquellas estatuas en la Alameda ni balneario de Visconti en el encantado y degradado a un tiempo Balneario de los Baños del Carmen; con un Teatro Cervantes que ya no es casi el único teatro de la ciudad -activo en su programación el Teatro del Soho con la firma de Antonio Banderas como simpar certificado- encerrado entre edificios y esquinas; con una catedral escondida del mar y el Parque por culpa de un desafortunado edificio de incuestionable uso hotelero con nombre de palacio de la ciudad; con dos barrios típicos tan folclóricos y entrañables como hoy arquitectónicamente reinventados y em parte inexistentes: la Trinidad y el Perchel, que sólo se vuelven verdad cuando los descendientes de la diáspora que los habitó los hace carne en Semana Santa, cuando se arremolina alrededor de sus imágenes, para ellos sagradas y cargadas de identidad, como el denominado "Señor de Málaga", el Cautivo, y su "Chiquito" perchelero, cada Lunes y Jueves santos de la consagración de la Primavera según Málaga; con playas robadas que hay que rellenar de arena cuando el Mediterráneo se cansa de serlo; y con una Costa del Sol desfigurada por la avaricia de los que siempre necesitan ocho euros más para tener ocho más luego, y todavía sin un plan de saneamiento integral completado del todo siendo “la capital de la primera zona turística de Europa”, como suelen decir las guías institucionales en Internet; una ciudad de los museos que apenas tenía alguno y en cuyo crecimiento cultural hasta esos museos fueron granadas de mano para armar la desbocada dialéctica de la confrontación cuando las diferentes instituciones implicadas tenían distinto signo político; una ciudad en la que no existen casi ni los jardines escalonados que llevan el misterio del nombre de aquella copla, la niña de Puerta oscura, unos jardines que están junto a una Coracha desaparecida que sigue década tras década siendo sólo esperanza ajardinada; una ciudad que aún no ha sabido resolver la herida torrencial –ya que el Guadalmedina, ‘río de la ciudad’, como lo rebautizaron los malagueños de aquella Málaga musulmana de siete siglos, no es ni siquiera un río-, la herida o la hermosa cicatriz que la separa de parte a parte, como sí la ha resuelto Valencia, o aquí en nuestro Sur, la misma Almería...
Y es que, en fin, ya lo dejó escrito Ortega y Gasset, el enorme pensador que también creció en su juventud malagueña:
“Hay un lugar que el Mediterráneo halaga, donde la tierra pierde su valor elemental, donde el agua desciende al menester de esclava, y convierte su líquida amplitud en un espejo reverberante, que refleja lo único que allí es real: la luz”... Málaga.
(c) Domi del Postigo
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