Cuando era un adolescente me quedaba a cuidar la farmacia mientras mi mamá iba a hacer la comida.
Había un tipo que me daba miedo cuando entraba a comprar gasas e iba diario. Las gasas las usaban para mojarlas con thinner o algún solvente. Le dicen mona.
Piel blanca. Cabello castaño. Alto. Delgado. Y unas cicatrices en la cara que daban miedo. Una le corría de arriba de la ceja hasta medio cachete. Se la hicieron con una navaja en una pelea con otro mientras alucinaban por la droga.
Poco a poco le fui hablando y llego el punto en el que se quedaba a platicar conmigo mientras se moneaba.
Algo que me causaba mucho interés es que me decía:
¡Sale carnal! Ya me voy a trabajar. Échame la bendición mi niño.
Yo no sabía ni en qué trabajaba y ni para qué quería la bendición. Y además yo ni bautizado estaba.
Le pregunté a mi madre y me comentó que se dedicaba a asaltar a los transeúntes en el centro de la ciudad.
Traía una vibra tan pesada que ponía a todos tan serios como si estuvieran en un velorio.
Nunca fue un ejemplo a seguir para mi. Pero hay algo que si valoré de sus pláticas. Decía algo muy importante para mi a esa edad y ahora lo recuerdo.
Hay que chambear diario.
Nunca sabes cuando te va a llevar la blanca ni cuando te va a caer el tesoro. Mientras estés picando piedra hay posibilidad.
Ahora lleva ya varios años en el reclusorio.
Por cierto. Se le dice charrascas a alguien que tiene muchas cicatrices.
Hay que tener ética de trabajo. Hagas lo que hagas. Siempre el mejor.
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