EL AÑO EMPIEZA CON LA FASCINACIÓN DE LA NIEVE

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No es un fenómeno natural más; es el más misterioso y, a la vez, el más bello. El único que, bajo su manto, hace brotar la alegría infantil en el adulto, la sorpresa en los aburridos, la ilusión en los descreídos, el recogimiento en los charlatanes, la inspiración en los artistas. Cuando cae la nieve, decae la prisa. Todo se para; hay que dar paso a la celebración por el regalo caído del cielo. Pero, ¿por qué la nieve tiene esa carga simbólica de positivismo? ¿Qué tiene para que cause en personas de toda condición y latitud tal fascinación?

No solo los niños aprovechan la coyuntura para hacer muñecos de nieve o tirarse en trineo. La nieve se celebra a cualquier edad. De hecho es la excusa perfecta para regresar a esa infancia que nunca debería perderse del todo. En esa gratificación instantánea reside una de las principales -y poderosas- razones de su encanto. «Claro, sucede así porque es algo extraordinario», pensarán. Lo es, pero solo en parte. En ciudades del sur de la península, lo raro del fenómeno bien justifica la reacción en masa. Pero no solo se debe a eso. Hasta en los lugares donde su presencia es más o menos habitual en invierno, cuando llega, es muy celebrada. Y sobre todo se comparte… se comparte mucho.
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En la propia esencia de los copos se encuentra otra de las causas por las que este fenómeno meteorológico ha suscitado siempre tanto interés. Pocos espectáculos naturales hay tan bellos como el de la formación en perfecta simetría del agua cuando cristaliza y nace un copo. Esas secuencias geométricas, aun artísticas, responden a un por qué científico. Una molécula de agua está compuesta por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, formando un ángulo de 104,5 grados. Estas están ligadas con enlaces a sus vecinas, formando tetraedros. Cuando la temperatura baja, se acercan más entre sí y forman estructuras de seis lados. Matemática; pura y misteriosa matemática. Ahora bien: no hay dos copos iguales, dicen. En función del recorrido de estas partículas al atravesar las distintas capas atmosféricas, y debido a la variación de la temperatura y humedad del aire, los cristales de hielo pueden crecer de una forma u otra, dando lugar a infinidad de formas diferentes. Desde que hace más de 400 años Keppler escribiese un tratado sobre el particular, que dio comienzo a la ciencia que estudia la estructura de los cuerpos sólidos, muchos han sido los que han analizado este fenómeno. Entre ellos destacan los expertos de la Asociación Internacional de Ciencias Criosféricas. Entre otros logros, a ellos se le atribuye la creación de un sistema para la clasificación de copos de nieve que aún hoy sirve de referencia. Sostienen que, a pesar de antojarse obras exclusivas de la Naturaleza, se pueden clasificar en diez formas básicas: desde los cristales con formas de estrella con los que estamos familiarizados hasta otros menos comunes como dendritas o ramificaciones con forma de árbol.

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