La capacidad de asombro que parece que jamás se pierde ni se agota los convierte en seres superiores. Su inocencia habla a través de la sinceridad de sus corazones. Sin embargo, ello no los convierte en personas aburridas, todo lo contrario.
Los niños son felices, y son la ayuda que la vida nos brinda para que también nosotros lo seamos. Por eso su inocencia no es sinónimo de simpleza sino de diversión. En su cabeza el mundo tiene otro color y otra música, y eso los hace especiales. Los problemas no existen y si aparecen siempre tienen solución. La vida es bonita sencillamente porque es vida.
Tampoco la inocencia del niño destila ignorancia, ingenuidad o falta de madurez. Muy lejos de ello, denota la ilusión, una gran capacidad de imaginación y una admirable, limpia y maravillosa manera de ver las cosas.
La inocencia del niño es la fuente de energía del universo. La mayor verdad del mundo y toda la esperanza posible de cara al futuro. Por eso, respetar esta característica suya durante la niñez y rendir culto a su infancia debería ser una obligación de todos los padres.
Avanzar en su niñez no debe suponer obligatoriamente el abandono de esta capacidad de respuesta sincera. Ya llegará el día en que ellos tengan que perder su inocencia de manera natural, sin que nosotros intervengamos. Llegará un día en que tu hijo hable como un adulto y razone como tal; pero mientras tanto, no tengas prisa, disfruta de este momento.
Jamás te canses de sorprenderte con esa magia única. Libérate para permitirte el lujo de ejercitar -como ellos- tu curiosidad por las cosas, las personas y el mundo que nos rodea.