De pronto, todos vimos como Juan salió del trance que lo mantenía paralizado y comenzó a acicalarse; con el pico iba jalando y escarmenando las plumas de todo su cuerpo. Quisimos extender el momento pues antes no habíamos visto esa expresión de autonomía en el ave, pero Miguel, con la misma voz dramática con la que nos había acusado de cazadores, nos dijo: Son las seis de la tarde y tengo órdenes de cerrar el parque. Les agradezco que aceleren la despedida. Otro día podemos volver a vernos. Me pareció que ésta última frase “Otro día podemos volver a vernos” no tenía ya severidad alguna, y por el contrario, estaba llena de una especie de ternura que la hacía parecer una súplica infantil.
Nos preparamos entonces a capturar a Juan Salvador para introducirlo en la caja y llevarlo de vuelta a casa. No fue tan fácil como lo habíamos calculado. Apenas intentamos acercarnos el ave salió corriendo con una velocidad y una fuerza que nos tomó por sorpresa. ¡Buenísimo!, exclamó Antonio, ¡en cualquier momento vuela!. Pero no fue así. Juan Salvador huía con una torpeza que no dejaba de causar risa por lo rápida y atropellada que podía ser al mismo tiempo. Corría dando pasos, saltos y tropezones, manteniendo las alas parcialmente desplegadas. Y de pronto, cuando se vio casi acorralado, vomitó una sustancia apestosa y nauseabunda que a nosotros nos pareció tan inmediatamente repugnante como a las moscas atractiva. Y esto último, lo de las moscas, no es un recurso literario para provocar dinamismo en mi narración, es uno de los fenómenos más fantásticos que hemos presenciado: las moscas aparecieron literalmente de la nada. En el parque no había ningún indicio de lo que pudiera ser un hábitat propicio para las moscas: no había frutas visibles, ni basura, ni espacios cerrados, ni esas superficies típicamente domésticas que dan lugar a esos insectos; y aun así, no pasaron ni diez segundos desde que Juan Salvador vomitó hasta que llegaron varias moscas tornasoladas a revolotear encima de la sustancia pre-digerida.
Patricia y Alejandro, con los que formamos una amistad que se consolidaba cada sábado durante las sucesivas visitas al parque, llamaron a ese vómito “la defensa heroica del zamuro en apuros”. Y efectivamente era el mecanismo de defensa de Juan Salvador que, por más que nos tomaba confianza con el transcurrir del tiempo, nunca quería ser atrapado bajo una manta y metido en una caja.
El señor José Alberto solo nos acompañó al parque un par de veces más. Él manejaba a la perfección la teoría sobre la función ecológica de los zamuros en las ciudades y aceptaba gustosamente las prácticas de vuelo en ese territorio que consideraba “propiedad privada”, pero no podía lidiar con la defensa heroica de Juan Salvador, ni con los razonamientos críticos y rebeldes que a menudo se gestaban entre Patricia, Alejandro, Antonio y yo. Miguel nos acompañaba algunos minutos de cada encuentro y casi siempre permanecía en silencio. Era un joven atento y menudo, portador de una sabiduría profunda y humilde.
Uno de aquellos sábados, mientras Alejandro seguía con su cámara fotográfica a Juan Salvador y a Antonio, Miguel contó una historia conmovedora sobre su abuela. Nos dijo que a los 12 años él había conocido, de manos de su abuela, la penúltima semilla de un prodigioso árbol que nunca moría, un árbol eterno. Era la semilla que ansiaban las grandes compañías científicas del mundo (“los grandes monopolios de poder como MonSantos”, agregó Patricia con una sonrisa irónica) para sembrarla en el próximo planeta a ser conquistado.
Tita, como se llamaba la abuela de Miguel, vivía en una casa grande y derruida en un pueblito del interior del país. A Miguel, que vivía en la capital, lo llevaban a visitarla dos o tres veces al año. Ella vivía sola. Miguel la describió como una mujer arrugadita, chiquita, de movimientos en cámara lenta y manos mágicas para preparar dulces. Tita, entonces, llevó a Miguel hasta su cuarto y le dijo que le mostraría su gran tesoro: “la semilla del árbol eterno”. Miguel se sentó en la cama, y como la abuela tardaba mucho en moverse hacia donde tenía escondida la semilla, él se puso a detallar las innumerables formas y colores que tenía el cubrecama. De pronto, un crujido hizo que Miguel volviera la mirada hacia la abuela y la encontró arrodillada frente a su closet abierto, de espaldas a él.
Con los brazos alzados hacia el cielo Tita dijo: Que mi nieto sepa sembrar esta semilla en el momento justo o entregarla a quien pueda hacerlo como yo lo estoy haciendo hoy. Entonces se incorporó con dificultad, se paró frente a Miguel y le entregó una pequeña caja de metal. El niño sintió repentinamente un gran susto similar al que sentía cada vez que en el colegio le mandaban a preparar una exposición. Mantuvo por unos segundos la caja entre sus manos mientras sentía que la abuela lo miraba con dulzura.
Dentro de la caja había un lápiz pequeño y grueso, un tronquito de madera con la punta verde. Miguel sintió súbitamente que la abuela lo había engañado y que se trataba de una broma. Dejó la caja de metal en la cama, con el lápiz adentro, y se paró dando risotadas para abrazarla. Pero inmediatamente se dio cuenta, por la expresión de su abuela, que su reacción superficial no era adecuada; volvió la mirada a la caja y esta vez vio que la punta del lápiz era negra como el grafito. Ese detalle le llamó tanto la atención que, confundido, tomo el lapicito entre sus manos y lo examinó con renovada curiosidad. Abuela, ¿es un lápiz mágico? preguntó con una mezcla de genuina emoción y compasión (porque ahora advertía que los ojos de la abuela estaban repentinamente llenos de lágrimas). Ella guardó silencio un rato que a Miguel le pareció larguísimo y luego contestó: Es la semilla de un árbol que no muere; solo quedan dos semillas así en el mundo y ahora una es tuya.
Justo cuando Miguel hubo terminado de contarnos esa anécdota, Antonio pasó a nuestro lado detrás de Juan Salvador, moviendo los brazos como si fueran alas. Eso nos desconcentró a todos que rompimos en risas con el comentario de Patricia: Si Juan Salvador no aprende a volar pronto, Antonio sí lo hará…
No volvimos a pensar en la semilla del árbol eterno hasta que supimos, el sábado siguiente, que Miguel quería ser pintor. Comprendimos entonces hasta qué punto la Abuela Tita había sido sabia al sugerir cómo sembrar, cómo imaginar, cómo crear, un árbol eterno.