Las instrucciones a esa edad, cada vez que me quedaba sola en casa, siempre solían ser las mismas: “no prendas la cocina, no juegues con fuego, no te asomes a la ventana, no abras la puerta a nadie”.
El problema es que no hay nada que haga más interesante las cosas, que escuchar que no debes hacerlas.
Tal vez los padres podrían esforzarse un poco más al momento de dar estas advertencias. Para un niño, el solo argumento de que algo no debe hacerse, no es suficiente. En vez de crearnos miedos irracionales con invenciones de monstruos que no existen -que lejos de ayudarnos a dormir, le quitan el sueño a cualquiera-, sería más útil explicar las consecuencias que implica la transgresión de las mencionadas reglas, a las que sí debería uno tenerles un miedo real.
Es el caso que de niña (tendría unos seis o siete años), tenía la idea constante de jugar con fuego. Deseaba encender un trozo de papel y observarlo consumirse. En mi mente, parecía algo entretenido e inofensivo.
Ese día, estaban todos en casa, por lo tanto no estaba rompiendo las reglas.
Recuerdo que mi razonamiento fue sencillo: Necesito colocar el papel en un sitio en el que se quede fijo, que no sea mi mano, de lo contrario me quemaré cuando el fuego alcance mis dedos. Al parecer mi mente infantil consideró que colocarlo entre el borde de madera de la cama y el colchón, era una excelente idea.
Cuando el fuego se abrió paso rápidamente por toda la cama, comprendí que algo no estaba bien.
Con una increíble naturalidad, como si hubiera estado contando algún evento cotidiano, le comuniqué a mi madre que “mi cama se quemó”
- ¿Cómo que tu cama se quemó? – Preguntó ella con expresión de incredibilidad.
La tomé de la mano, y la escolté hasta mi cuarto para que constatara por sí misma la situación. Tal vez había incendiado mi cama, pero no era una niña que solía inventar historias. La crianza de mis padres, que estuvo marcada por una fuerte influencia religiosa, no me permitía mentir. A esa edad, me sabía los 10 mandamientos de memoria. Tal vez si “no jugarás con fuego” hubiese sido uno de esos mandamientos, no se me habría pasado por la cabeza hacer una cosa como esa. Desafiar a Dios sí que parecía una terrible idea.
Mi madre se llevó las manos a la cabeza y empezó a gritar por todas partes. Los gritos atrajeron a mi tío, quien observó el espectáculo por unos pocos segundos antes de regresar con un gran recipiente lleno de agua, el cual vació íntegro sobre todas las zonas afectadas.
Cuando escuché a mi tío decir que “la cama había quedado destruida”, estaba segura de que recibiría una buena tunda como castigo.
Al final todos en casa estaban tan contentos de que no me hubiera lastimado, que decidieron no reprenderme por todo el asunto. Se tomaron un tiempo para conversar conmigo, para explicarme lo que pudo haber pasado, y para felicitarme por buscar ayuda apenas noté que la cosa se había salido de control.
Ese día y los siguientes de esa semana, me tocó mudarme a la habitación de mi mamá, para dormir con ella. En los 90’s comprar un colchón y una cama nuevos, no representaba un gasto económico importante: tuve una nueva a mi disposición, la semana siguiente al incidente.
Muy bueno traviesa!