No sé (tachado) cómo se introdujo la duda (la duda de si Dios realmente no existía, como intentaron enseñarme), pero me acuerdo de lo enfático que fue mi viejo en contrarrestar la influencia de mi vecino y compañero de juegos. Que providencialmente se llama Miguel Ángel y fue quien me presentó al rojo de cuernos que vive debajo del piso (debajo del piso de granito de mi casa, me lo imaginaba yo).
También con M.A. vi por primera vez a alguien rezar el Padre Nuestro, una vez que caía un palo de agua. Íbamos en el carro con mi tío manejando al lado del Guaire, y M.A. se puso a la tarea con intensidad, convencido de que eso había evitado el desborde del río (de la mierda).
Nunca he tenido relación visible con el rojo de abajo, más que literaria, pero sí con su creador, el proverbial P.N. Con él tuve una muy cruel -casi podría decir que masoquista- desde una tarde que en la ducha de mis abuelos paternos (entonces vivos) fundé un culto que incluía a mi abuela Elisa (muerta ese año), a P.N., y a un duende que originalmente solo me escondía las cosas, pero que desde ese momento tuvo la misión de cuidar a Cuqui: una coker spaniel color champaña de menos de un año, a quien recurrentemente me imaginaba adherida al asfalto, rodeada de algo parecido a carne molida.
El culto, como he comentado, consistía en una serie cíclica de fantasías catastróficas (menos gráficas pero más trágicas que la de Cuqui), y plegarias y promesas espásmicas a P.N., casi todas conjuro de las fantasías catastróficas.
Las plegarias además de espásmicas eran poco esperanzadas, pues mi P.N. era una versión de Dios tan inclemente y cruel como el del Viejo Testamento. Las promesas por lo general eran incumplibles pues casi todas habrían supuesto sobreponerme a lo que ahora creo que era un trastorno de masturbación compulsiva.
Cuando las plegarias no eran conjuro de las fantasías catastróficas, estaban a veces vinculadas a relaciones, y a veces a resultados deportivos. Una vez subí y bajé unos quince escalones de rodillas para que ganaran los Mets, y creo que Nike y la traición de Brasil en Francia 98 tuvieron mucho que ver con mi distanciamiento del P.N, que ya venía dándose.
La última vez que le hablé fue para pedirle que me sacara de la soledad que uno se puede imaginar que vivía el adolescente que cinco años antes había fundado un culto de un único fiel. Particularmente de la soledad que sentía ese viernes en la noche. A esa última plegaria, P.N. respondió con la llamada de un compañero de clases que se había mudado cerca de mi casa.
Esa noche fuimos varios a una fiesta, y se desató una serie de (tachado) acontecimientos: enteógenos, mujeres, accidentes, muertes, amigos, músicas, viajes, lecturas, y nuevos miedos y nuevos cultos privados, que siguen sucediéndose, y de los que tengo dieciocho años escribiendo o tratando de escribir.
Es quizá todo eso lo que ha facilitado no hablarle más. O más bien haber entendido que no hay nada que valga la pena decirle.
¿Salvo gracias por dejarme ir?
Demonio toma una cabeza en el aire, de Odilon Redon. Imagen en el dominio público.