La voz se atoró en mi garganta y atravesó las cuerdas vocales.
—Gracias —sellé al reverberarme en el espejo.
Me vislumbré de cuerpo completo tantas veces en el espejo, que podría pintarme si fuera Picasso con un lápiz. Mi pequeño y raquítico cuerpo se escondía en un ajustado vestido blanco, abombado como una grotesca nube de la cintura hacia abajo. La zona superior perfeccionaba mi silueta y me privaba de respirar para extraer una minúscula cintura que las avispas envidiarían. Pedrería adornaba el corte en V de la espalda y formaba un vestido que no le agradaba en lo absoluto a su portadora.
Sujeté mi cabello entre una de las manos, mientras divisaba la pronunciada cintura y la espalda descubierta que se alzaba bajo el cauce del cabello. Lancé de nuevo las hebras sobre mi espalda, descendí del banco con la ayuda de Tessa, broté el pecho ante las mujeres y exhalé aquellas palabras que ardían en mi boca.
—Es demasiado pronunciado. Parezco una prostituta refinada —agregué malhumorada y para nada extasiada con la emoción de la última prueba del vestido.
Mi madre me reprendió con una fuerte mirada. La tensa y gruesa vena en su cuello comenzaba a pronunciarse, reflejando la ira hacía mí por no amar el vestido de mi suegra. Di una vuelta sin tanto esmero y enfrenté de nuevo a ambas mujeres.
—¿Quieren que luzca como una ramera con tintes de princesa?
La madre de Dominic se limitó a mostrar el rostro de mujer impresionada, mientras mi madre quería estallar en llamas como una botella de aerosol al fuego. Aun así, mantuve mi firme posición, como un soldado en el ejército.
No luciría ese horrendo vestido.
La madre de Dominic, Rose, tomaba el té en un extremo de la habitación, mientras observaba todo el panorama como otra simple espectadora. Mi madre, por otra parte, se levantó de su silla, acercó algunos pasos constantes a mí y sujetó mi muñeca con una de sus manos, tirando de mi brazo para estar a su altura y susurrarme al oído:
—Compórtate. Este es el vestido que usarás para tu esposo.
Esa grisácea y penetrante mirada de bruja malvada, intentaba moldearme a su antojo. Con la potencia de un caballo salvaje, me zafé de su agarre y sujeté el ruedo del vestido con ambas manos. Franqueé a su lado en dirección al baño, sin más deseo que arrancarme esa prenda que quemaba mi piel como manto envenenado.
Antes de enterrarme en el baño, giré y proferí:
—Si me disculpan, no quisiera arrugar ni manchar el vestido —comenté con la penetrante mirada sobre mi madre—. Sería una lástima arruinar una prenda tan fina.
Sin evocar sentimientos en mi interior, me oculté tras la puerta del baño, pegué la espalda a la antigua madera y escuché a través de la madera como entre susurros mi madre le pedía disculpas a Rose por mi inapropiado comportamiento.
No entendía qué se creían ambas mujeres. Ya no era esa niña que podían manejar como marioneta, que asentía con la cabeza y callaba por temor a las represalias. Lo lamentaba por ellas, pero mi decisión era irreversible.
Acuné la oreja en la madera y escuché como Rose le comentaba que mi comportamiento era comprensible, teniendo en cuenta la situación poco legal en la que estaba involucrada. Ella le decía que la imposición del matrimonio me enloquecía.
Despegué la oreja de la puerta, quité los botones de perla y me zafé del infernal y sedoso vestido. Nada ni nadie me harían colocarme esa fealdad una vez más, quitándome la ropa interior y zambulléndome en el agua que calmaba mis iracundias. Tantos menosprecios que recibía Rose y seguía con mi madre. Era algo poco entendible, pero suponía que era mejor estar con la reina que en su contra.
No soportaba que a mi edad me impusieran qué hacer, decir, cómo reír o comer. En un principio lo toleraba, por lealtad a la corona, pero se tornaba insoportable al punto de preferir morir a seguir como la hija sumida de la corona.
El vestido poseía un color placentero e incluso calmante, pero el escote en la espalda era una abominación. Me negaba a usarlo, aun cuando me casaría en dos días. Quizá debía contratar una diseñadora de última generación y ordenarle uno nuevo.
Esa última semana desfiló volátil y fugaz. Entre mis clases, los momentos de introspectiva personal y los arreglos finales, mi autoestima cayó en picada. No tenía apetito, mi semblante no fue el mismo y las encías comenzaban a sangrarme por la opresión desmedida de los dientes. Adquirí el hábito de comerme las uñas y elevar la pierna derecha en un inadecuado tic nervioso, aflorando en los peores momentos.
La perfecta familia de Dominic estaba con mi padre jugando golf en uno de los espacios recreativos de la mansión. Mi madre aprovechó el momentos de testosterona, para implorarle a Rose que entrara a mi habitación y diera su punto de vista del vestido. De hecho fue un tanto inútil, ya que solo tomó té, se limitó a asentir y deformar los ojos cuando pronuncié la obscenidad del día.
Envolviendo mi cuerpo en la toalla, me acerqué sigilosa a la puerta y adherí la oreja de nuevo. No escuché ningún ruido, por lo cual salir a la habitación. Como una vil serpiente se encontraba mi madre en la punta de la cama, sentada, de piernas cruzadas.
Recogí el vestido del suelo, lo arrojé sobre la silla reclinable y fijé la mirada en ella, mientras cruzaba los brazos y adelantaba un pie. Esperaba que se marchara, pero al no dar señales de alejamiento, desbloqué mis defensas y me dirigí al armario. La ignoré por completo, coloqué las manos en la cintura y observé la extensa cantidad de vestidos que colgaban de los ganchos. Esparcí la mirada, en busca del vestido adecuado para el encuentro con la familia de mi prometido.
Se suponía que debía comportarme como la dama de Dominic; una mujer imponente que se convertiría en reina en tan solo un par de años. Lo único malo de la situación, era que ninguno de ellos me agradaba, resultándome desagradable su presencia, aún más, sentarme a comer en la misma mesa que ellos.
De pronto escuché los tacones de mi madre resonar sobre la madera. Imaginé que se retiraría de la habitación, siendo todo lo contrario. Una fuerte mano me giró de golpe, lanzó mi empapado cabello al aire al tiempo que recibía una fuerte bofetada en la mejilla izquierda y dejaba el picor de sus manos en mi piel.
Por instinto, alcé mi mano a la mejilla, sorprendida. No entendía por qué se sentía en el derecho de colocarme una mano encima, menos abofetearme como lo hizo.
Ella mantuvo el fuego en su mirada, brotando ira de sus poros.
—Eso es para que no vuelvas avergonzarme nunca más —susurró entre dientes.
Mis grandes ojos se agrandaron más de lo normal, humedeciéndose tras el fuerte ardor en mi piel. Mi mano abrazaba la irritación de su fuerte roce en la mejilla, ante una lágrima derramada al vacío, logró el objetivo. Intentaba doblar mis defensas, alzándose como la abeja reina del panal; una intocable criatura.
—¿Qué te creíste, jovencita? —inquirió con un odio que no entendía—. ¿Creíste que podías avergonzarme delante de Rose y no sufrirías las consecuencias?
Su suave y baja voz me intimidaba en sobremanera, erizándome la piel. Esa sonrisa macabra me trastornaba los sentidos y me doblegaba ante ella.
—Nada de lo que hagas cambiará lo inevitable —continuó al vislumbrar como movía la pupila de sus ojos—. Estás condenada, Kay. Así que usarás el promiscuo vestido y arrastrarás el velo todo el camino hasta el altar, porque yo lo digo.
Me apretó contra el armario y apretó mis mejillas con fuerza.
—¿Quedó claro?
Mis ojos mantuvieron su mirada. Sentía como soltaba mis mejillas y dejaba la indeleble marca de sus dedos en mi rostro. Retrocedió un par de pasos, alisó su fina blusa y abandonó la habitación como si nada hubiese ocurrido.
Mi corazón volvió a latir después de eso, al sentir la opresión de las lágrimas quemar mis ojos. Llevé las manos a la pronunciada roseta, cerré mis párpados y permití que las lágrimas dibujaran mis mejillas. Me reverberé de nuevo en el espejo y noté como sus dedos marcaron mi piel y crearon un rosa pálido.
Existen momentos en los que tu corazón se rompe en mil pedazos y no tienes una extensa variedad de opciones. Toda tu vida se resume a dejarlo roto o recoger los fragmentos y unirlos de nuevo. El problema radica en las discrepancias que quedan en los bordes cuando los unes, fisurándote los dedos al colocarles adhesivos.
En mi caso se oyó un crujir total de todos los fragmentos que componían mi corazón. En ese instante no se quebró, pero tenía una herida difícil de sanar.
Respiré profundo, obligué mi cuerpo a adaptarse a la nueva sensación de ardor, apreté mis brazos y solté otro par de lágrimas antes de detenerme. Debía endurecerme como una piedra en bruto, pero los golpes que recibía para embellecerme, me hicieron dudar sobre esa preciosidad que lograría al final.
Después de un rato en silencio, busqué un clásico vestido azul marino en el armario y lancé sobre mi cuerpo. No quería ayuda de nadie, ni siquiera para el peinado.
Creé un extraño círculo en mi cabello y lo sujeté con un pequeño prendedor dorado en forma de rosa. Colgué pendientes largos en mis lóbulos, metí los pies en tacones de aguja negros y rocié un toque de perfume en mis muñecas y cuello.
No necesitaba tanto para conocer al nuevo individuo de la familia. El resto eran platos viejos, pero una nueva taza de barro sería descubierta por mí esa noche.
Respiré profundo una vez más, abrí la puerta de la habitación y les mostré a todos que Kay Greenwood no era una debilucha que no soportaba las pruebas de la vida; era una mujer que portaría la corona de Inglaterra sobre su cabeza.
Franqueé los pasillos de la mansión y arribé al inicio de las inmensas escaleras. Descendí los escalones de uno en uno, deslicé la mano por los listones y permití que el olor del limpiador de madera impregnara la piel de mis manos.
Todo sucedió en cámara lenta.
Cuando arribé al comedor cuando todos estaban allí, sentados alrededor de la extensa mesa, con las manos en sus regazos o sobre el mantel. Ninguno de ellos esperaba un pronto arribo, sorprendiéndose ante mi llegada. Propicié una entrada triunfal, cuando mi mirada viajó al único desconocido de todos los presentes.
Allí estaba él, sentado frente a su hermano, escaneándome de mis pies a mis con sus enverdecidos ojos, deteniéndose en los últimos por un par de segundos.
Caminé hasta Dominic y le permití depositar un beso en mi mejilla. Él, caballeroso, me ofreció su puesto y extrajo la silla de al lado, no sin antes posar la mirada en su hermano. No comprendía los motivos que me llevaron a mirarlo, sin detenerme.
Drake era diferente a Dominic. Hasta su color de piel era distinto.
Él era más bajo, quizá por la diferencia de edad o genética. Su piel relucía como un cubierto de oro quemado por el sol. Las pupilas de sus enormes y redondeados ojos poseían diferentes tonalidades de verde, bajo unas amplias cejas, finos labios y una pequeña barba que salpicaba su mentón. El largo cabello un poco largo, provocaba ondas en su cabeza, bajo el reflejo de la luz, tornándose aún más brillante.
Una mirada inquisitiva me escaneó de arriba abajo antes de emitir una sonrisa.
—Cariño —articuló mi padre al señalar el nuevo joven en la mesa—. Te presento a Drake Bush, el hijo menor del Conde William. Es recién llegado de Alemania.
—Un placer, Princesa —susurró él con un ligero acento Alemán.
Sonrió y mostró un ligero hoyuelo en su mejilla derecha. Algo me tiraba a mirarlo, encontrándolo difícil de describir. Era algo oscuro, envuelto en un aura de misterio que estuve tentada a descubrir en ese preciso momento. Por suerte, William tocó su copa de vino con un cubierto, se levantó y propuso un brindis.
—Por la familia que al fin esta reunida —selló al roce de nuestras copas.
Las únicas voces resonantes durante toda la cena, fueron las de nuestros padres hablando de finanzas y economía actual; temas poco interesantes para mí, aun cuando debían importarme, debido al rango que portaba en esa mansión.
La vajilla fue retirada antes de servirnos el postre en un pequeño plato de cerámica. Observé como todos en la mesa comían el flan especial de la corona, insertaban el cubierto en sus labios y saboreaban el dulzor que quedaba en sus papilas. Noté como el hermano de Dominic no apartaba la mirada de mí, incomodándome.
Una vez terminada la tortuosa y eterna comida, nos reunimos en el salón principal. Por millonésima vez observamos las pinturas, antigüedades y emblemas de los antepasados. Dominic le enseñó a su hermano las mismas partes que mi padre le enseñó a él la primera vez, maravillándose con la historia que escondían esas paredes.
Alejada de ellos, observaba todo como una espectadora, cruzada los brazos y recostada en el umbral del salón. Tessa se acercó de pronto y tocó mi hombro con ligereza, no sin antes observar si alguien notó su mano sobre mi cuerpo.
—Disculpe, Alteza. Tiene visita.
—¿Quién? —inquirí sorprendida.
—Venga conmigo.
Me dirigí a la puerta principal, al son de los apresurados pasos de Tessa.
Mi más antigua y mejor amiga, Stella Evans, se encontraba sobre la alfombra principal, esperándome con las manos en la cintura y una amplia sonrisa en los labios. Por la sorpresa de su aparición, corrió a mi posición y envolvió mi cuerpo entre sus brazos, apretándome contra ella en un aplastante momento de amigable intimidad.
—Cómo te extrañé —comentó chillando—: ¡Estás preciosa!
—Y tú radiante.
Stella era alguien dulce, hermosa, con el poder de mil mares y el carácter de un soldado de la guerra civil. Estuvo viviendo los últimos siete años en un retiro espiritual en Australia. Según ella, buscaba su propio camino, intentando encontrar su ser.
Lucía diferente a la muchacha que se marchó tantos años atrás. Y aunque sus padres eran los amos y señores de las pasarelas más prestigiosas de Francia, la moda Vogue e imitaciones de Channel, ella lucía muy ordinaria, con pantalones de jean gastados, una franela parecida al camuflaje de la guerra y unas botas de cordón suelto.
Toqué sus hombros, la pegué aun más a mi cuerpo y la envolví con un brazo. Me encantaba la familiaridad que sentía con ella, junto al millón de recuerdos que me rodeaban cuando alguien tan amado aparecía en mi vida. Stella fue mi salvavidas.
—¿Hace cuánto volviste?
—Solo unas horas —espetó en susurros—. No quería perderme tu boda.
Volteé y encontré a Tessa con las manos en su regazo. Aguardaba expectante el momento oportuno en que requeriría sus servicios.
―Tessa, por favor, lleva las maletas a una habitación.
Hizo su habitual reverencia, sujetó las maletas y subió las escaleras.
Teníamos tantas cosas qué hablar, que la impresión de tenerla junto a mí difuminó las personas con las que me encontraba, palideciendo cuando todas las miradas nos acorralaron y observaron desde sus lugares.
Aclaré mi garganta y sujeté el brazo de Stella.
—Quisiera presentarles a mi amiga de la infancia, Stella Evans. Ellos son mis suegros, Rose y William. Su hijo menor, Drake, y mi prometido, Dominic.
Rose y William —al igual que sus hijos—, se acercaron y estrecharon la mano de Stella, imitando el saludo inicial. Mis padres, aun guardándole un fuerte rencor a Stella, la saludaron y mostraron la sonrisa de hipocresía que reinaba en esa familia.
De niña Stella provocaba mis fugas, las faltas de decoro, educación y una que otra travesura inocente que en ese momento se convertía en algo garrafal para mi madre. Nos divertíamos mucho; saltábamos bajo la lluvia, creábamos monstruos de barro o nos llenábamos de pintura todo el cuerpo y alterábamos los nervios de mi madre.
Sujeté el brazo de Stella y la llevé conmigo como un antiguo collar. No me despegaría de ella o la dejaría que se defendiera sola entre esa gran enjambre de avispas asesinas. De un momento a otro, Drake se acercó a nosotras y se presentó ante ella una vez más, incluso depositó un amigable beso en su mejilla.
—Un placer —aseguró él.
Stella le devolvió la sonrisa, antes de cambiar la mirada a Dominic.
—Él es mi prometido —revelé al presionar el pecho de Dominic.
Él me tomó de la cintura y fingió una amena sonrisa.
—Es un placer, Stella —concluyó antes de finalizar las presentaciones.
Stella se apartó de mí y entabló una increíble conversación con mi padre. De ambos, la que no soportaba tenerla cerca era mi madre. Ella se acercó a mí y preguntó:
—¿Podemos hablar?
Dominic quitó su mano de mi cintura para dirigirme con ella al extremo del salón, junto a la ventana, donde mi madre esperaba reprenderme por segunda vez en un día. Me detuve frente a ella, con la mirada de no me doblegaré de nuevo ante ti.
Deambuló su mirada entre los presentes y fingió un poco de felicidad.
—¿Qué esta haciendo ella aquí? —inquirió entre dientes.
—Yo la invité. Es mi amiga.
Sus ojos viajaron de Stella a mí, mientras notaba cómo elevaba una de las puntas de sus labios y mostraba indicios de asco o repulsión hacia mi mejor amiga.
Recordaba cómo una semana atrás envié una carta a su código postal en Australia, indicándole que me casaría en pocos días y requería su asistencia con carácter de urgencia. Su presencia haría más llevadera la situación, menos dolorosa y alegre, aun cuando la fecha de la boda era como la sentencia de muerte de un animal.
Solo ella lograría cambiar mi espantosa mueca en una bonita sonrisa, tal como lo hacía cuando éramos unas niñas de columpios, muñecas y estéreos.
Regresé al instante en el que me encontraba y farfullé:
—No arruines lo único que me ayudará a sobrellevar esta descomunal tortura, madre. No me robes la felicidad de tener a mi mejor amiga conmigo.
—Ella no es tu amiga, Kay. ¿Olvidas todas las veces que te obligó hacer travesuras de niña? —Susurraba para que nadie notara su disgusto por ella—. Llegabas envuelta en barro, pisando las alfombras del corredor y ensuciándolo todo.
—Lo recuerdo muy bien, madre. Recuerdo cómo me obligaste a limpiar cada mota de polvo procedente del exterior donde alguna vez estuve con Stella —cercioré bañada en ira. Ese odio que intentaba ocultar, arribaba de nuevo a mí, removiendo esa fina fibra interna de recuerdos sobre la horrible niñez vivida—. Stella no se ira. No lo permitiré.
Intentó tocarme pero me zafé de su infernal agarre.
—¿Es la venganza por abofetearte en tu habitación?
Hablaba algunos decibeles más bajo y desviaba la mirada varias veces para cerciorarse que nadie nos escuchara o notara el áspero momento. Ella podía pellizcarme por encima de la ropa como cuando era una niña, pero ya no haría un berrinche o lloraría en silencio. La Kay que ella conoció, estaba a días de cambiar por completo.
—No, madre —gruñí por lo bajo al acercarme a su oído—. La venganza es un plato que se sirve frío. Tan frío, que te congelará los huesos.
Dicho eso, me alejé de ella y regresé al lugar donde se encontraba mi prometido. Me acerqué a Dominic, sujeté sus dedos entre los míos y reposé el mentón en su hombro. Interrumpí un momento con su hermano, pero era necesaria nuestra conversación.
—Disculpa, Drake. Te robaré a mi prometido.
Separándonos del resto de las personas, lo conduje a la biblioteca. Cerré la puerta al entrar, caminé hasta él, moví las manos sobre mi torso y solté una bocanada de aire. Lo que estaba a punto de decir no era sencillo y requería un momento de preparación.
—¿Cuál es el misterio? —preguntó Dominic.
—Quiero ultimar los detalles de la boda.
Caminaba alrededor de los muebles, siendo imposible permanecer en un mismo lugar. Nervios corrían por mi piel, aceleraban mi corazón y enfriaban mis manos.
—¿Cómo cuáles? —inquirí él.
Coloqué las manos en mi cintura, relamí mis labios y solté:
—¿Dónde viviremos, Dominic?
—Pensé que querrías vivir aquí.
—¿Es lo que quieres? —indagué desilusionada.
Se acercó y utilizó uno de sus dedos para elevar mi mentón. Dominic acarició por segunda vez en meses los contornos de mis mejillas, detuvo un dedo en mi boca y contempló esos ojos que se resistían a mirarlo de la forma que él quería.
—Mi hogar es donde tú estés.
No creía que Dominic hubiese cambiado su reputación de mujeriego a ser hombre de una mujer en tan poco tiempo, menos que entregaría su corazón a una mujer que lo pisaría y masacraría sin el menor pudor. Resultaba insólito su aparente y brusco cambio de la noche a la mañana, imposibilitando creerle.
—¿Es por tu madre? —profirió.
—Sabes cómo es —asentí ante mis palabras—. Intenta controlar mi vida, tomar mis decisiones y moldearme a su antojo. ¡Ya no la soporto!
—Por eso no hay problema. Podemos buscar otro lugar.
Separé nuestras manos y me dirigí a la ventana.
—Se nos consume el tiempo, Dominic —susurré al observar las aves en la ventana—. Pasado mañana estaremos en el altar. Tendremos que quedarnos aquí.
Mi alma se consumía un poco cada día, siendo imperativa la separación de mi familia. Estando con ellos, el rencor crecía cada día, y nadie podría detenerlo.
Dominic me sujetó de la cintura y me acercó a su cuerpo.
—Estaremos bien, cariño.
Su mirada tormentosa decía todo lo contrario, demostrándome que las personas somos como una máscara veneciana; tenemos dos caras. Lo que su boca profería, sus ojos negaban. Estaba preocupado por todos, pero un poco más por mí.
Reposé mi rostro en su pecho, escuché los latidos de su corazón y sentí o como sus brazos me atraían más a él. Su perfume invadió mis sentidos y, por un segundo, entre sus brazos, olvidé mis problemas, perdiéndome por completo en él. Toqué su costoso traje con la punta de mis dedos y cerré los ojos ante la sensación hormigueante en mis manos. Dejé que el néctar de la vida me invadiera unos momentos.
Tal vez Dominic no me amaba y solo sentía lástima por mí, o quería dormir conmigo. Pero ese momento fue épico, hermoso y apasionado. No lo sé, comenzaba a gustarme como me sentía estando con él. Era una mezcla confusa de distintos sentimientos: amor, protección, compasión y un toque de lujuria. Con él me sentía alejada de los problemas y la muerte que precedía mi familia.
Me separé unos centímetros de su pecho y elevé la mirada. Me embriagó una sensación de protección que con prontitud se convirtió en algo más, conduciendo mi mano a su mejilla al sentir la suavidad de su piel entre mis dedos.
—Es increíble que vaya hacer esto —susurré y extraje confusión en su ser.
Su rostro denotaba curiosidad, junto a un toque de ironía. De un impulso me coloqué en puntillas y dejé un tierno beso en sus rosados labios. Fue un simple roce, algo momentáneo, con la durabilidad de una estrella fugaz surcando el cielo.
Dominic cerró los ojos unos segundos, quizá embobado por la intromisión. Al abrirlos, algo en ellos cambió. Con sutileza tocó sus labios, maravillado por el impulso que me condujo a ellos. Emitió una tierna sonrisa y soltó aire por su boca.
—Primera vez que me besas, Kay. ¿Por qué?
No esperaba que preguntara los motivos de mi impulso.
—No tengo idea —respondí.
Sus ojos no se apartaron de mis labios, y su mano aún sujetaba mi cintura. Un ligero movimiento y nuestros labios se unieron de nuevo, saboreando el vino en su boca, el dulzor del postre y el agridulce momento que con prontitud sucedería.
Dominic profundizó el beso, impregnándole algo de pasión. Mis manos permanecieron en su pecho, mientras él sostuvo mi cintura. Se apartó con sutileza y aspiró una bocanada de aire. El beso nos extrajo oxígeno, riendo por el ahogo.
Él acunó mi mejilla y sonrió como estúpido.
—Mi sueño se hizo realidad. Al fin pude besarte.
—Seré tu esposa, Dominic. Debo besarte.
Apartó la mano de mi mejilla y se alejó en cuestión de segundos. Lo entendía, fue un golpe bajo para un nombre que profería estar por completo enamorado. Lo apuñalé con esas seis palabras, cargadas de un sentimiento imposible de detener.
—¿Debes besarme? —repitió.
—No fue lo que quise decir.
—Fue exacto lo que quisiste decir —bufó mientras retrocedía.
Lo herí, de nuevo. ¡Diablos!
Se alejó y colocó ambas manos en el espaldar del sofá, blanqueciendo sus nudillos ante la fuerza ejercida sobre la tela. De pronto mordió su labio inferior, soltó una risa escalofriante y regresó su habitual sonrisa.
—Se deben estar preguntando a donde fuimos —agregó mientras aplanaba las arrugas el traje—. No quiero que se hagan falsas ideas de nosotros antes de la boda.
Carraspeé mi garganta y me enfoqué en otra cosa.
—Estoy de acuerdo —sellé al girar sobre mis tacones.
Emprendíamos camino afuera cuando Dominic me sujetó por un codo antes de salir. Esas miradas que nunca llegarían a fundirse en una sola, chocaron de nuevo.
—De hecho, Kay —comentó—. Mi familia se quedará hasta la boda.
—¿En la mansión?
—Sí —afirmó al soltar mi codo—. ¿Te incomoda o perturba la presencia de miembros ajenos a la corona? Lo pregunto porque tus padres fueron los organizadores principales y nos ofrecieron hospedaje para evitar los viajes.
No me agradaba la idea, pero a esas alturas mi palabra no valía nada. Si los reyes de Inglaterra le habían ofrecido la mansión, la palabra de la hija no cambiaría nada, siendo innecesario gastar saliva en personas que no darían su brazo a torcer.
Al final respondí su pregunta.
—No.
Uní nuestras manos y vislumbré bajo las pestañas como su mirada descendía al agarre. Sabía que estaba molesto y era manipulable, pero no despegó su mano de la mía. Caminamos de regreso al salón luciendo como una pareja que se amaba.
Todos estaban en el mismo lugar, con tazas de café en sus manos.
—Discúlpenme —interrumpí su momento—. Estoy cansada. Buenas noches.
Recibí los buenos deseos antes de dormir y subí las escaleras con Stella hasta la habitación de la princesa. Ella, abandonando sus buenos modales, se lanzó sobre la mullida cama y rodó como un perro sobre una alfombra. El cabello se derrapó sobre las almohadas mientras un gemido brotaba de sus labios ante la suave cama que la cobijaba.
—¿Así que ese es tu prometido? —preguntó Stella.
—Ese personaje —comenté quitándome los zapatos.
Caminé a la cómoda, dejé las joyas dentro y lancé los zapatos en un rincón. Stella descendió de la cama, sujetó mi mano izquierda con más fuerza de la necesaria y elevó los dedos hasta la altura promedio de su mirada; quería escanearlo a detalle.
—¿Qué eres? ¿Un soldado? —pregunté—. ¿Desde cuándo tienes tanta fuerza?
Ignoró mi pregunta y se limitó a embobarse con los quilates de ese grillete en mi dedo anular. Noté como centelleaban sus ojos al ver el anillo.
—Es muy hermoso —masculló al soltarme.
—¡Pesa demasiado!
—¿No te lo quitas?
Pensé ser sarcástica o irónica, pero ninguna de las dos traería nada bueno.
—No.
—¿Por qué? —preguntó confundida.
Lo elevé al alcance de mi vista y divisé los destellos que irradiaba el diamante ante los reflejos de la luz. Era un prisma bellísimo, como recién salido de una joyería de prestigio. Me enamoré de él; fue el segundo amor de mi vida después de mi padre y antes de él… Aunque, siendo sincera, hubiese vendido mi anillo por un beso de sus labios sin pensarlo dos veces o aferrarme a algo que no tenía latidos.
—Me gusta —certifiqué.
Stella socavó un sonido en lo profundo de la garganta y rascó su mentón.
—Pero no te gusta la persona que te lo entregó.
La miré exasperada antes de colocar las manos en sus hombros.
—¿Cómo lo sabes? Acabas de llegar y no te he dicho nada.
—Te conozco, Kay. ¿Crees que nos acabamos de encontrar?
Mi cuerpo se desplomó en la cama y mis ojos viajaron a la lámpara del techo.
—¿Soy tan obvia?
Stella hizo un gesto con sus dedos, indicándome que era un poquito obvia. Me empujó a un lado y quedamos con la mirada fija en la lámpara de cristal que colgaba como una araña del techo. Amaba esa lámpara, pero odiaba la persona que me la obsequió. La mayoría de mis obsequios provenían de personas con las cuales nunca entablé una conversación decente, pero esa lámpara tenía un anillo en medio.
Mi amiga preguntó:
—¿Por qué debes hacerlo?
—Estamos arruinados.
—¿Cómo es posible?
—Mis padres acabaron con el dinero de mis abuelos. Vendieron algunas propiedades, se aliaron con otras personas, obtuvieron dinero manchado en sangre e incluso, como último recurso, me vendieron como una vaca para el matadero.
—Es horrible, Kay.
La expresión en el rostro de Stella no tenía comparación. Encontraba deplorable las medidas ejecutadas por mis padres para salir del ahogo económico. Si en ese momento aún quedaba un poco de lástima en Stella, murió al contarle la triste historia de mi vida y como terminaría si no actuaba de inmediato.
Giré sobre la cama y me sostuve del codo. Estaba cansada de impartir lástima, buscando un mejor tema que debatir en lugar de la misma historia de la princesa.
—¿Qué has hecho en ese exótico país? ¡Cuéntamelo todo!
—Hay mucho que contar, pero antes preguntaré algo —consumó ante mi impaciente espera de su pregunta. Al final, Stella inquirió—: ¿Ya tienes el vestido?
Escondí el rostro entre mis manos y me lancé contra mi espalda.
El tema del vestido era uno de los innombrables. Odiaba cuando alguien me preguntaba sobre ese momento que aún no asimilaba del todo. Esta bien, me iba a casar, pero no por eso debían recordármelo cada segundo de cada día.
No había necesidad del mismo cuento una y otra vez.
De igual manera, contesté su pregunta.
—Es horrible, Stella.
—Muéstrame.
Me levanté de la cama y arrastré los pies hasta la envoltura transparente del vestido. Descolgué del armario y extraje del plástico. Sentí de nuevo la tela entre mis manos, ardiendo en mis palmas. De pronto lo arrojé sobre Stella, la cual lo sujetó frente a sus ojos e indicó con una mueca en su rostro todo lo que sus labios callaron.
—Es como…. —No encontraba las palabras adecuadas—. Es un…
—Un vestido de mujerzuela con complejos de princesa —completé.
—Pero yo no lo dije —comentó ella entre risas.
—Considérame culpable —espeté al tocarme el centro del pecho—. Solo míralo.
Nos enfocamos en mirar la tela que caía hasta la alfombra, con el rostro de una cómica imagen de Facebook. Stella levantó una ceja, carcajeándose ante mi expresión de asco por la tela, el encaje, los adornos; el vestido como tal. Mi madre no pudo encontrar algo más extravagante y poco elegante, que esa abominación de vestido.
Stella se levantó de la cama y se arrodilló ante mí, con sus manos en las mías.
—Tengo la solución a tu horrendo problema de moda —agregó.
Corrió a la siguiente habitación y regresó con una enorme caja de regalo en sus manos, entregándomela con la sutileza que nunca tenía.
—Espero te guste.
La observé sonreírme con esa contracción de niña traviesa. Descendí la mirada, desaté el lazo de la tapa y descubrí la belleza que reposaba dentro.
Mis ojos se maravillaron al distinguir el hermoso vestido que yacía dentro, a la expectativa de un cuerpo humano que poseer. Mis dedos se paralizaron. No me atrevía a tocarlo, creyendo que el sudor de mis manos lo dañaría.
Stella nunca fue la clase de mujer que aguardaba por otros, por lo cual, me empujó por la cintura y apartó de la caja.
—Si tú no lo sacas, lo haré yo.
Sujetó la parte superior y soltó contra el suelo. Cayó como una cascada, mostrando a plenitud los pétalos de rosa que adornaban los contornos inferiores. Encaje diferente al odiado bordeaba la tela y, sin preámbulos, lo colocó en mi cuerpo y me arrastró al espejo, notando como mi rostro se maravillaba ante la belleza del mismo.
—Es perfecto —farfullé al tocar el encaje que adornaba todas las partes del vestido. Solté una efímera lágrima, emocionada por una vez en tanto tiempo. Limpié mi mejilla e inquirí—: ¿Cómo sabías que no me gustaría el vestido?
—Conozco a tu madre. No te gustaría.
Lo desprendió de mis manos y devolvió a la caja.
Por primera vez en toda la semana, sonreía de emoción, por algo que en verdad me agrada y amaba con todo mí ser. Quizá la boda era una mampara, pero el vestido aportaba una gracia singular que nadie me quitaría. Luciría como toda una reina, aunque caminara sobre huesos y el Diablo me esperara al final del pasillo.
Pegué su cuerpo al mío y colgué mi brazo en su hombro.
—¿Y qué tal si me hubiera gustado?
—Igual usarías el mío —aseguró al enarcar una de sus pobladas cejas—. Esto voló muchas millas hasta aquí, así que no aceptaría un no por respuesta.
Con la caja en sus manos, la abracé, inspirando profundo por tenerla conmigo. Le agradecía al cielo, al destino o al futuro que la llevó conmigo, porque sin ella todo lo que sucedió de allí en adelante no habría ocurrido, ni lo habría soportado.
Le pregunté en qué momento subió el vestido, respondiendo que Tessa fue una de las cómplices que la ayudó a esconderlo de mí.
—Me hacías falta, Stella —confesé al dejar un beso en su mejilla.
—Y tú a mí, traviesa. Pero ya me voy. No quiero que tu madre aparezca y me azote por no dejarte dormir —articuló al abrir la puerta y asomar un poco la cabeza por la pequeña abertura—. Mañana te contaré los detalles sucios de mi viaje.
Me guiño y se fue marchó, dejando la caja sobre la cama.
De nosotras, Stella siempre fue la alocada, volátil, curiosa y perspicaz. Yo, por el contrario, era la pasiva, tranquila y temerosa. Por esa razón mi madre decía que me dejaba influenciar por ella y cometía atrocidades con mi vida.
Mi infancia fue demandante y estrictamente educativa, por lo que Stella era como una lluvia fresca en un día caluroso; me alegraba la vida. Ella era lo único bueno, puro y amable que estaba en mi vida, sufriendo como una paria por su pérdida.
Esa noche me coloqué la pijama de seda y sucumbí ante el profundo sueño.
Bosques oscuros llenos de hiedra y espesas neblinas, me impedían la completa visibilidad del lugar a donde me dirigía sin indicaciones anteriores. Una noche sin luna auspiciaba una tormenta detonante de incertidumbre y angustia, erizando el vello de mi cuello ante la fuerza de la brisa. Esa noche sentía que debía parar, pero mi caballo no se detenía, las luces disminuían y mi alma lloraba. Mi corazón era impulsado por un deseo incontrolable que me abrazaba y me atraía a un futuro incierto y desconocido.
Sabía que debía detenerme y regresar, pero esa sensación que corría por mis venas y erizaba mi piel, me lo impedía. Mi alma gritaba unirse a algo mágico y único; algo que prometía placer, pero muchos problemas. Sucumbí ante los encantos de ese ser que me atraía a sus brazos, piel, voz y cuerpo como un imán de metal.
El viento se apoderó de mi cabello y mis ojos perdieron vigor por la neblina. El caballo se cansó y, al final, se detuvo de forma abrupta, obligando mi cuerpo a estremecerse. La gélida noche retorció mis nervios y movió mi cabello al compás de los grillos nocturnos, sin percatarme que alguien me observaba desde la distancia.
El ser me reclamaba, me llamaba, y aunque intenté enfocar mis ojos y mirar alrededor, no pude encontrarlo entre tanta oscuridad. Quería gritar su nombre, pero mi garganta no emitía sonido y ardía ante la cantidad de palabras contenidas. Mis pies se anclaron a un solo lugar y perdí la agudeza de los sentidos.
Al final, agitada en extremo, caí sobre la hiedra y el alma abandonó mi cuerpo.
Desperté con enormes gotas de sudor corriendo por mi cuello y frente, empapándome, como si acabara de correr un maratón de kilómetros. Transité las manos por mi piel y dejé la humedad adherida a mis dedos.
Me levanté de la cama, entré al baño y enjugué mi rostro con abundante agua fría. Fijé la mirada en la mujer demacrada frente al espejo, llena de incertidumbre y ahogada en sus más lúgubres penas. Pocos minutos después retorné a la cama y verifiqué la hora que marcaba el teléfono; eran las dos de la mañana y sentía que no había dormido.
La sed adhería las paredes de mi garganta, y el calor de la pesadilla provocaba que una estela de sudor descendiera por el centro de mi espalda.
Bebí el poco de agua que quedaba en el vaso junto a mi cama y me levanté por un poco más. Bajé en plena oscuridad las escaleras que daban a la cocina, notando el absorto silencio que reinaba a esa hora. Vislumbré los lugares por la escasa luz lunar que se colaba por los ventanales y abrí el refrigerador de par en par.
Una variedad de alimentos despertaron mi apetito oculto. Teníamos desde un pastel de chocolate a medio comer hasta una extensa variedad de quesos importados. Suponía que algo bueno debía salir de mi futuro matrimonio. El refrigerador estaba lleno.
Noté una bandeja en la parte inferior llena de manzanas rojas, amarillas y verdes. Rasqué mi mentón ante la elección de una de las verdes. Cerré de nuevo el refrigerador, casi muriendo de un infarto al notar una persona oculta entre las sombras. Mi corazón llegó a la boca y el estómago crujió como cereal bajo mis pies.
Asustada, permanecí en mi lugar, temblando y exigiendo:
—¡Identifícate!
Traté de mantener la voz fuerte, pero temblaba de pies a cabeza.
Con todas las amenazas y el precio que tenían por nuestras cabezas, no sería extraño que alguien esperara hasta las dos de la madrugada para asesinarnos.
De la sorpresa, la manzana rodó de mis manos y chocó en los pies de la sombra. El irreconocible ente que se encontraba sumido en la oscuridad, se agachó, recogió la fruta prohibida con una de sus manos y la extendió de nuevo ante mí.
—No se asuste —articuló con voz alemana—. Soy Drake.
—¡Dios mío! —bufé al reconocerlo.
Su cuerpo permaneció escondido en las sombras de la cocina, pero el reflejo de la luna permitía distinguir una parte de su rostro.
Coloqué una mano sobre mi corazón, respiré con calma e intenté regresar a la normalidad. Otro susto como ese y me habría orinado encima; se los podría jurar.
Drake dio un paso adelante y colocó la manzana entre nosotros.
—Perdone. Mi intención no era asustarla.
—Descuida —contesté—. Fui algo paranoica.
Regresó a su lugar en las sombras y me observó desde allí.
—¿Se encuentra bien? —indagó.
—Sí. Solo tuve una pesadilla.
No quería ahondar en el tema, así que realicé una rápida pregunta jocosa.
—¿Te robas la comida?
—No podía dormir, y terminé con hambre.
Al trasluz se veía una caja de cereal a medio romper. Además, escuché como abría uno de los gabinetes y extraía una taza y un cubierto de metal.
Solo existían dos explicaciones para eso: o era sonámbulo de comer a medianoche o no podía dormir y descendió las escaleras porque seguía con hambre después de la cena; siendo la segunda hipótesis tras escuchar su respuesta. Sirvió el cereal en la taza de cerámica, mientras escuchaba como la leche y el trigo se movía dentro del tazón.
La luna bañaba la repisa en el centro de la cocina, coloreándola de azul.
—¿No te alimentan en Alemania? —pregunté al lavar la manzana.
—Eso no es problema allá —contestó masticando el cereal—. Usted no debería comer tanto o no entrará mañana en el precioso vestido.
Le di un mordisco al fruto prohibido y reí por lo bajo.
Drake se detuvo en la claridad de la ventana, observando cómo sus ojos aumentaban de intensidad y se tornaban en un verde un poco más oscuro.
Caminé un par de pasos adelante y me detuve un poco más cerca.
—Ese no es un problema para mí —susurré, arrojándole sus propias palabras.
Levantó el cubierto en mi dirección.
—Touché.
Permanecimos uno frente al otro, comiendo cosas diferentes pero compartiendo el momento. A esa hora nadie irrumpiría una conversación entre dos adultos. Y aunque no hablábamos nada, quería estar allí con una persona que no conocía.
—¿Cuánto tiempo te quedarás en Inglaterra? —le pregunté.
—Un par de semanas.
Continuó comiendo su cereal y terminó con prontitud.
Enjuagó su taza y dejó todo tal como estaba. Se acercó de nuevo a mí y observé el brillo de sus ojos expandirse al trasluz de la luna. Era un brillo majestuoso, incluso se podría describir como espectacular; algo fuera de ese mundo que nos envolvía.
—Lamento importunarla, Alteza —profirió con el aliento a cereal—. Espero que mi torpeza y forma de ocultarme tras las sombras, no perturben sus sueños.
Tragué saliva y mojé mis labios.
—Descanse —susurré.
Se marchó como un gato sigiloso, sin provocar el menor ruido.
No entendía qué me ocurría con él. Sentía que me atraía, pero no de forma emocional, pasional, sexual o familiar. Solo me agradaba su compañía, aunque acababa de conocerlo y al siguiente día me casaría con su hermano.
Aparté esos pensamientos de mi cabeza.
Subí de nuevo a mi habitación, coloqué el vaso de agua recargado en la mesa de noche, apagué la lámpara y arropé la mitad de mi cuerpo. Esperaba dormirme con prontitud, alejando pensamientos indebidos y el extraño sueño de mi cabeza.
Tardé en conciliar el sueño, por lo que me hice un par de preguntas.
¿Por qué soñaba con esa repentina mujer a caballo? ¿Quién era? ¿Por qué lo sentía tan real, como si me hubiese ocurrido y no lo recordara?
Lo único que sabía era que esa noche fue la primera de muchas. Los sueños se tornaron más vividos, reales y lóbregos, cargados de miseria, desgracias y muerte.
No te cases Kay, escapate 😭💔
Jajajaja
¿Tan fácil así?
Hola @aimeyajure,
Me encanta como escribes, muy bueno, felicidades y te sigo!!
Soy nuevo en steemit, y estoy escribiendo para publicar mi presentación.
Un saludo desde Canarias
Varias cositas:
Me enamore de la novela estoy atrapada,
Mi hogar es donde tú estés 😍😘que se enamoran te juro que éstos se enamoran,de mi Dominic. 😍Felicidades gran historia.
Tienes una forma de narrar muy atrapante.
Saludos.