Mi agotado cuerpo se tumbó el resto de la tarde en la cama, mientras unos dedos fríos y unos calientes labios recorrían toda mi espalda. Me sentía diferente, como más poderosa, cuando no fue algo del otro mundo. Sí, fue incómodo y un poquito doloroso, pero fue como abrirse para estudiar gimnasia; al principio te duele, después de gusta.
Mi enmarañado cabello recibió una limpieza a profundidad en el jacuzzi del hotel, mientras entre burbujas, jabón y especies, recibí otra dosis del Sr. Bush. Era como si Dominic no se cansara y su cuerpo tuviera baterías que se recargaban con las dosis de adrenalina. Su fogosidad y sensualidad eran un torbellino que no podía detener, aun cuando necesitaba detenerme por cuestiones de etiqueta y moral.
Volvimos a la cama, cansados. Nos desplomamos uno al lado del otro, con las piernas entrelazadas y mi torso sobre el pecho de Dominic.
―¿A dónde me llevarás a cenar? ―le pregunté al colocar las manos bajo el mentón.
―No sé si quiero salir de esta habitación en lo que me resta de vida.
Se abrió paso entre las sábanas y dejó las huellas de sus uñas en mis costillas. Los gritos que brotaban de mi boca al retorcerme por sus cosquillas eran tan fuertes, que mi garganta ardió al terminar la guerra de cosquilleos. Odiaba cuando alguien me hacía algo como eso, pero a él no podía odiarlo en ese preciso momento.
―¡Detente! ―protesté al gritar y reír como maniaca.
Me divertía como nunca, aunque deseaba romperle los huesos de las manos.
Al final se detuvo para inhalar aire y recuperar fuerzas; fue el momento preciso para lanzarme sobre él y apretar sus manos con las mías. No le permitía otra usurpación como esa, aun cuando sus ojos me veían de forma amorosa y el hoyuelo seguía en su mejilla. Lucía más joven que el muchacho que me visitaba en la mansión, el que estuvo conmigo en el altar o incluso aquel que viajó en el mismo avión que yo.
Sus ojos no dejaban de contemplarme, como algo que se podía escapar de sus manos si dejaba de tocarlo, desaparecería como humo en el aire o podía ser usurpado de su poder. Me gustaba un poco ese sentido de pertenencia, pero solo duró un par de días.
―¿Qué? ―pregunté antes de depositar un fugaz beso en los labios.
―Siento que es un sueño. No quiero despertar.
Me senté a su lado, con la mano sobre su corazón.
―No lo es.
Dominic estaba enamorado de mí de una manera que lo enloquecía por completo. Y sí, el amor convierte a las personas en seres nunca antes vistos, pero eso que él decía sentir por mí, lo transformó como un adolescente al consumir éxtasis por primera vez.
Esa tarde, cuando los rayos del sol se colaban por las cortinas de la habitación y sus ojos se clavaron en los míos, el pronunció tres palabras que rompieron mi coraza.
―Te amo, Kay.
En respuesta a sus palabras, me lancé sobre él y dejé una estela de besos por su cuello. Me senté a horcadas sobre su pecho desnudo, mientras sus manos sujetaban la carne de mi cintura, nuestros labios se unían y el aroma a naturalidad bailaba en el aire. Se sentía bien estar allí con él, aun cuando la realidad nos abofeteó más pronto de lo previsto, nos alejó por completo y una persona reemplazó su lugar en mi corazón.
Dominic se retiró de mi rostro y acarició mi cabello.
―Nunca olvidaré nuestro primer beso.
―Tampoco yo ―sellé al besar su mejilla―. Pero tengo hambre.
Dejé un corto beso en su cuello al tiempo que exhaló un leve gemido por sus enrojecidos labios. El largo cabello que me rehusaba a cortar, caía sobre mi pecho como una cascada al final de una cúspide. Una delgada sábana nos separaba del roce de piel con piel, pero eso no fue impedimento para sentir como su corazón palpitaba por mí. Sus incendiarios ojos veían cada centímetro de piel descubierta, con deseo de aferrarse a ella para siempre, sin contratiempos o esas falacias que nos separaban.
Estaba tan absorto que castañeé los dedos en sus ojos para regresarlo a la realidad.
―Entonces, ¿a dónde iremos? —pregunté hambrienta.
Respiró profundo al lanzarme a un lado de la cama. Dominic se levantó hasta el baño, se dio una larga ducha rejuvenecedora y se perdió unos cuantos bostezos de su esposa. Me desplomé en las mullidas almohadas mientras escuchaba los pájaros en las ventanas. Dejé que mi mente vagara unos minutos entre tanta galbana que, por primera vez en mucho tiempo, no sentía real. Esas últimas doce horas fueron intensas, pero lo que estaba por suceder era aún más aterrador.
Subí la sábana para cubrir mi pecho y me hice un ovillo entre mis extremidades. Comencé a pensar que, de entre todos los hombres a los que les pude entregar mi virginidad, opté por alguien como Dominic. En parte me sentía defraudada de mí misma, pero debía admitir que no fue una mala experiencia.
Batí los pies sobre la cama, miré el techo y decidí levantarme para hacer algo productivo con mi vida. Envolví mi delgado cuerpo en la manta que descansaba sobre el sofá y caminé a la amplia terraza. Observé como el arrebol se producía en el cielo, mientras los rayos de sol perforaban las nubes y creaban un majestuoso color. Sin duda alguna, el mejor crepúsculo que tuve el placer de observar en mucho tiempo.
Todo compaginaba a la perfección, desde las personas detenidas en las orillas del lago a tomarse fotografías, hasta la cantidad de pureza ambiental. Era fascinante como el aire puro entraba por tus orificios nasales y oxigenaba las arterias de tu alma.
Aspiré hasta el más mínimo olor, sentimiento y sensación que sentí al momento, para recordarlo a la perfección y transportarme al lugar a la velocidad de mi mente. Un cálido anochecer se filtró por mi traslúcida piel y provocó una oleada de sensaciones nuevas que me envolvieron como los brazos de Dominic.
―¿Qué observas? ―preguntó al descansar su mentón en mi hombro.
―La naturaleza en su vivo esplendor.
―Es hermoso.
No veía su expresión, pero sentía su atracción hacia el lugar.
―Me gusta prestar atención a las cosas simples; como las nubes, la lluvia y las estrellas —confesé con su respiración en mi cuello—. Ya sabes, las pequeñas cosas de las que la mayoría no se percata que existen, pero son el vivo ejemplo de la pureza.
―Las cosas más sencillas cambian la vida.
Dominic dejó un beso en mi mejilla y se retiró de nuevo. Mi mirada quedó prendada de una pareja de ancianos que caminaban alrededor del lago, tomados de la mano. Su piel no tenía la elasticidad de la juventud y no poseían la misma fuerza de antes, pero aún seguían amándose como el primer día, cuando notaron que eran la otra mitad.
La imagen era perfecta, pero alguien esperaba por mí. Con el corazón en un hilo, me alejé de la terraza y caminé hasta el baño. No necesitaba mucho tiempo para estar lista, así que busqué un vestido en el armario, unas tacones y un pequeño bolso, antes de rociar un poco de perfume, una ligera capa de maquillaje y soltar el cabello que casi nunca me gustaba dejar al aire libre. Después de veinte minutos, estaba lista para cenar.
Dominic sujetó mi mano hasta la entrada del hotel, donde un auto clásico nos esperaba para llevarnos hasta el restaurante Jean Paul. Recordaba leer sobre él en uno de los sitios webs, pero nunca tuve el placer de conocer el chef o comer en la mejor mesa del lugar. Dominic conocía el chef y él mismo nos sirvió la comida, siendo fascinante.
―Quiero la sugerencia del chef ―emití entre risas con la carta en las manos.
―Yo quiero las Trufas blancas con la Carne de Wagyu —respondió Dominic.
El chef era un hombre joven, de complexión un poco ociosa, pero poseía el inherente encanto de la sonrisa. Al parecer, las personas de ese país sonreían demasiado, cualidad que no comparte el resto del mundo. El hombre emitió una carcajada al soltar mi broma y asintió ante la petición de Dominic, no sin antes preguntar si deseábamos algún aperitivo o qué tipo de vino deseaba ingerir la feliz pareja.
―Romaneé Conti 2003 ―masculló Dominic―. Lo mejor para lo mejor.
Minutos más tarde, el chef apareció con la botella más simple y sencilla que alguna vez presencié. Era negra en su totalidad, con el sello del corcho rojo y el líquido denotaba el color púrpura. Llevé mi copa a la altura de las fosas nasales e inhalé su exquisito olor, tanto, que inundó mis sentidos en poco segundos.
Dominic movió la suya entre los dedos, antes de rozar mi copa.
―Por mí amada esposa —brindó con amor en sus palabras.
Sonreí e ingerí un poco del líquido incendiario y me mareó la mezcla de sabores que componía una dosis tan baja del licor. El sabor era una delicia en el paladar. La fusión de sabores jugaba con mis papilas gustativas, mientras las esencias de aquel sorbo explotaban en mi boca como fuegos artificiales en el cielo.
―Es delicioso.
―Tiene una historia muy interesante, Kay ―pronunció él al mover la copa entre los dedos, observar como el líquido se movía y el aroma brotaba a su olfato―. La Pinot Noir, es la uva responsable de exquisitos vinos como este, siendo la protagonista de esta delicia de Francia, de la región de Borgoña.
―¿Ahora sabes de vinos? —inquirí en tono jocoso.
―Nuestra reputación y estatus nos obliga a aprender infinidades de temas.
―Lo sé. —Entendía mejor que nadie como la vida que llevábamos no era sencilla.
Me sentía diferente desde la mañana, y no era porque lo amara —porque no lo hacía ni lo haría—, sino porque le entregué una parte especial de mí; algo único que no tenía segundas oportunidades. Esa parte de mi quedó marcada con su nombre, aunque no fuera un acto de amor como las personas acostumbran llamarlo o una entrega de almas.
Coloqué las manos sobre la mesa, dispuesta a entablar una conversación.
―¿Qué tienes planeado para nosotros?
Una calurosa sonrisa incursionó sus labios.
―Me gusta cómo se escucha.
―¿Qué cosa? ―pregunté ingenua.
―Nosotros. Esa palabra tiene poder.
Justo en ese instante quise cavar un hoyo y enterrarme vida. Me incomodaban situaciones como esas, donde por una simple oración podías terminar amarrada en la parrilla de un auto antes de ser descuartizada por una manada de caníbales. Una simple oración o palabra, tiene el poder de provocar una catarsis mundial, el genocidio de una población entera o el asentimiento en una conversación unilateral.
―¿Qué haremos? —indagué de nuevo.
―Mañana veremos la nieve.
―¿Dónde?
Para ser sincera del todo sincera, creí que iríamos a un lugar frío y disfrutaríamos de la nieve, pero esa sorpresa me gustó mucho más. De igual forma, aun quería ser partícipe de las más heladas experiencias que ofrecía el país. Por un instante quise convertirme en un ave que pudiera volar a cualquier parte, pero debía conformarme con lo que mi esposo tenía planeado para las dos semanas que estaríamos lejos de todo.
Dominic elevó mi mano y besó mis nudillos.
―Lo sabrás mañana —contestó.
Olvidé aquello que quemaba mi pecho y me enfoqué en ese instante.
Algunos minutos después, el chef arribó a la mesa con nuestra comida.
Mi estómago rugía a lo bajo antes de probar esas exquisiteces, por lo que fue imperativo iniciar el disfrute lo más pronto posible. Devoré bocado tras bocado, como si fuera un manjar elaborado por las manos de los propios dioses. Desde el primer bocado conocí el sabor que me acompañaría los próximos minutos, pero aun así, me dejé envolver con cada porción y creé nuevos sabores en mi boca.
Los modales que aprendí a lo largo de mi vida, me ayudaron a saber qué cubierto escoger y la manera cómo debía hacerlo. La larga lista por orden descendente a ambos lados del plato, podía confundir a cualquier novato, al igual que el bol que llevaron al inicio para lavarse las manos, o una pequeña servilleta que se esponjaba con el agua.
Muchas de las situaciones que viví esos días fueron nuevas para mí, pero no me dejé intimidar por el mundo que deseaba explorar. Durante años quise salir de la mansión, así que era ridículo temerle al mundo cuando anhelas ser parte vital de él.
―¿Desean ver la carta de postres? ―preguntó el chef, al mesero retirar los platos.
Asentí después de enarcar una ceja. Uno de sus súbditos nos entregó la carta de postres, mientras el chef se encargaba de ordenarles a los cocineros que debían apresurar el paso. Observé todos los postres, desde el primero hasta el último, pero uno de ellos destacaba entre todos; quizá era el nombre, pero me atraía.
―Quiero el The Golden Phoenix ―ordené.
―Lo mismo para mí —repitió Dominic sin siquiera ojear la carta.
El joven, como cotidianidad, sonrió y se retiró de la mesa. Lancé un poco mi cuerpo hacia adelante y emití una pregunta en tono bajo.
―¿Te dio pereza escoger?
―No —afirmó al tocar el borde de su copa—. Solo quiero sorprenderme contigo.
Minutos después, el postre más abstracto jamás visto, apareció frente a mí en todo su esplendor. La base del plato, al igual que los bordes y los cubiertos, estaba elaborada de oro puro. Mis labios se separaron al notar la forma tan hermosa que adoptaba el poste. Era una maravilla visual, aun cuando no probaba ni siquiera un trozo de aquella delicia.
―¿Eso es oro? ―pregunté.
―Así es ―respondió el chef con una sonrisa―. El cupcake esta elaborado a base de chocolate y oro comestible. Los ingredientes son traídos de Inglaterra, Italia y Uganda. Espero sea de su agrado una de las mayores atracciones de este lugar. ¡Buena elección!
En el centro del plato, reposaba un trozo de pastel cubierto con crema de chocolate. Adjunto, en un recipiente similar a una castaña pero partido por la mitad, reposaba una modesta porción de crema de vainilla. En el cubierto que adornaba el plato, inventaron un suspiro con crema de chocolate y, dos fresas bañadas en crema de oro, adornaban una parte del cupcake, acompañado con un centenar de trozos de chocolate negro.
Era delicioso, en demasía.
Los distintos tipos de chocolate hicieron una fiesta de sabores en mi boca, mientras la sensación de amor abombaba mi pecho. Me enamoré de aquella delicia sin siquiera darle un beso, pero fue suficiente para desearlo en todas las posiciones.
Dominic se limitó a observar cómo devoraba mi postre al tiempo que él comía el suyo, pero con menos entusiasmo. Al parecer, Dominic no era un hombre de postres o dulces; le resultaba empalagoso llenarse la boca con una mantecosa crema que se resbalaba entre la lengua y el paladar, y dejaba una sensación hormigueante en tus labios. Lo suyo no era enamorarse de un postre que volaría la cabeza de una mujer.
―No sabía que el oro se comía —articulé al saborear mis labios.
―Somos dos.
No quería renunciar a esa migaja que quedó en el plato, pero una princesa siempre debe comportarse a la altura y dejar un poco en el plato, así no denota hambre y desesperación, aunque lo que este consumiendo sea lo más delicioso que haya probado.
Me sentí plena y bendecida de probar esas delicias, a pesar de sufrir una tortura para llegar a ese momento. Poco tiempo después, el camarero le entregó la cuenta y Dominic él se levantó para cancelarla, además se despidió del chef por tan buena atención.
Al cancelar el monto, Dominic se acercó y me ofreció su mano para levantarme de la mesa y colgar el bolso en mi hombro, no sin antes percatarme que llevaba una pequeña caja en sus manos. En ese instante no me abalancé sobre ella para conocer su contenido, pero la curiosidad fue más grande que la experimentada por el gato.
La cálida noche traía consigo una brisa que movía mi cabello al son del titilar de las estrellas. La luminiscencia de la luna se proyectaba en un despejado cielo que le abría camino a una noche fresca, llena de animales nocturnos y esa paz que solo la oscuridad me podía brindar. Me sentía a gusto en sitios oscuros, siempre y cuando, estuviese protegida de los criminales o aquellas criaturas que se esconden en las penumbras.
―¿Quieres ir a otro lugar? ―preguntó al sujetar mi mano y entrelazar nuestros dedos. Las estrellas resplandecían y las luces de la ciudad nos acogían como a sus hijos.
Suspiré y toqué su rostro.
―A donde me quieras llevar.
―Tengo el lugar ideal —pronunció antes de acercarse, robarme un efímero pero apasionado beso y depositar la caja en mis dos manos—. Disfrútalo.
Fruncí el ceño al abrir la tapa y descubrir una réplica idéntica del postre de oro.
―¿Quieres engordarme? ―Mordí mi labio al recordar el sabor con tan solo mirarlo.
Rascó la parte trasera de la cabeza.
―Solo quiero hacerte feliz —respondió.
―¿Aunque parezca una ballena parada?
―Así parezcas un par de rinocerontes juntos. Te amo por lo que esta aquí ―afirmó al tocar la zona palpitante de mi pecho.
No entendía por qué en Inglaterra todo era tan complicado. Quizá se debía a las influencias, la presión que cada persona colocó sobre mí o la angustia de mi madre durante los últimos seis meses. En Canadá seguíamos siendo nosotros, pero la vibra era diferente. No me sentía presionada, alterada o frustrada por cada impulso nervioso que se le ocurría a mi madre y convertía en una nueva forma de torturar a su hija.
Recordé cuando mi padre me comentó la decisión de casarme con Dominic. En ese momento quedé pasmada e hincada a un solo lugar. Recordaba exigirles explicaciones de sus actos, incluso les rogué un cambio de decisión, pero él solo dijo que era definitivo y no había vuelta atrás. Indignada, me oculté durante horas y dejé que las lágrimas lavaran mi alma más de una vez. No merecía pagar por errores ajenos y sacrificar lo único sobre lo cual tenía derecho y plena libertad de escogencia.
Podía recordar con nitidez la primera vez que vi a Dominic; teníamos doce años, estábamos en una fiesta de campo en las inmediaciones de la mansión.
Sus padres se acercaron para presentarlo, aun cuando él se escondió tras la falda de su madre. Jamás imaginé que se convertiría en un rompe corazones, y la clase de hombres que deja una estela de preservativos. Nueve años después, estaba allí conmigo, caminando descalzos por la orilla de la playa, con nuestras manos entrelazadas.
―¿Recuerdas cuando nos conocimos? ―preguntó.
Las olas rompían en la costa sobre un acantilado, creando un aterrador sonido.
―Lo recuerdo ―confirmé al sentir la arena y la humedad en mis pies descalzos.
―En ese instante supe que me casaría contigo.
El mar nocturno era un gran monstruo hambriento de personas que vagaban por las orillas pidiendo deseos. Ese océano no era diferente; las olas tenían vida propia, el sonido erizaba la piel de cualquier niño y la oscuridad del cielo solo era aplacada por una estela de brillo que la luna marcaba en el agua.
El momento fue mágico, pero algo quemaba en mi lengua.
―¿Por qué negociarme?
―No fue mi intención —aseguró al detener nuestros pasos y paralizarse frente a mí—. Quise ser egoísta por una vez en la vida y no desear nada más que tú.
―¿Soy tu ganancia? ¿Tu trofeo?
Dominic negó con rapidez.
Me sentí herida al preguntarlo, pero ameritaba una respuesta a todas esas dudas que me carcomían por dentro. Quizá no era el momento oportuno para soltar todos mis demonios, pero en algún punto debíamos hablarlo, aunque nos lastimara el alma.
―Eres mi bendición. —Acunó mis mejillas entre la tibieza de sus manos y depositó un protector beso en mi frente—. No creí ser suficiente para ti, así que utilicé esa artimaña para tenerte en mi vida. Siempre creí que no te ganaría si jugaba limpio, Kay. Soy demasiado poco para lo que la princesa de Inglaterra merece.
Jamás imaginé que esa fuera la razón por la cual me vendieron como ganado para embutidora. Siempre imaginé que se trataba de rango, dominio o el linaje de sangres que se unirían con un matrimonio real. Pero escuchar que se trataba de inseguridades por ser menor de lo que merecía, fue como una patada en el estómago.
―Ni siquiera lo pienses ―comenté con las manos en su mentón―. Es solo que, no me gusta cómo pasó todo. Fue extraño, rápido y sin mi propio consentimiento. Solo tenemos seis meses de supuesto conocimiento y ya soy tu esposa. No sé nada de ti; qué te gusta, disgusta, emociona, sueños, aspiraciones, ilusiones… Me estoy ahogando.
―Es una locura, lo sé. Pero qué es la vida sin un poco de locura.
Dicho eso lanzó las manos a su corbata y aflojó el nudo, antes de soltarla por completo y arrojarla sobre la arena húmeda. Abrió los brazos y dio énfasis a la última oración, cuando aseguró que la vida se componía de un poco de locura de vez en cuando. Y sí, la locura era buena hasta cierto punto, pero cuando comienzas a planear muertes, secuestros o torturas medievales, debes acudir a un doctor de la cabeza.
―¿Qué estás haciendo? ―pregunté confundida.
Observé como saltaba para quitarse uno de los zapatos, pero un mal cálculo lo arrojó sobre la arena como un saco de papas sobre un camión. Me reía a carcajadas mientras el ruido de las olas opacaba un poco las risas que su torpeza me extrajeron. Como última opción, caminé hasta su lugar en el suelo y me arrodillé a su lado.
―Levántate ―demandé entre risas.
Dominic estaba tumbado sin moverse, esperando que lo ayudara. En cierto momento hice el intento de levantarlo de la arena, pero la risa me debilitó e impidió ayudarlo.
―¡Qué buena salvadora! ―gruñó.
Estaba tirada en la arena, riéndome de él. Dominic, al notar que no lo ayudaría a levantarse, se sentó para terminar de quitarse los zapatos, desabotonar la camisa y arrojar el pantalón junto al resto de sus prendas. Estaba loco si pensaba hacer lo que creía. El agua estaría helada, la noche no era calurosa lo suficiente para calentar nuestros cuerpos y el lugar donde estábamos no era un lugar para baños nudistas.
Cuando se impulsó para levantarse, lo tomé del brazo.
―¿Estás loco? —pregunté con algo de temor en mi voz—. Alguien puede estar escondido viéndonos desde algún arbusto. Además, el auto no esta cerca para correr si aparece la policía y nos detiene por desnudez en lugares públicos.
―Esta en el estacionamiento.
Corrió los metros que nos separaban del océano, pateó el agua y me invitó con sus manos. Se veía hermoso al trasluz de la noche; como la luz de la luna se reflejaba en su piel, la sonrisa se inmortalizó en sus labios o el sonido de su voz danzaba en el aire.
—¿Vienes? —preguntó desde el mar.
―No. Hace frío.
―¡Mientes! ―gritó antes de sumergirse más en el agua―. Si no vienes por las buenas, tendré que ir a buscarte y empaparé ese hermoso vestido.
―Solo inténtalo ―proferí al sentarme en la arena y cruzar los brazos.
―¿Es un reto?
―Como quieras. ―Enarqué una ceja y la sonrisa malvada afloró en su rostro.
Lo supe cuando empezó acercarse; mi cuerpo no estuvo seco más tiempo.
Por más que pateé, grité y supliqué, no evitó que Dominic me zambullera en las heladas aguas de Canadá. El vestido se adhirió a mi cuerpo, el frío se coló por los poros de la piel y el cabello que con tanto cuidado solté, danzó como el ballet del lago de los cines. Dominic me tomó de la cintura con un brazo y me giró en el agua, hasta que una ola gigante nos barrió hasta la orilla y nos volvió trizas en el borde.
Dominic me atrapó y no me soltó. Me sumergió mar adentro, con una cantidad exorbitante de agua rodeándonos. Estaba demasiado empapada para pensar con claridad, pero las gotas en el cabello de él eran como rocío mañanero. La luna se reflejaba en sus ojos y el trasluz perfeccionaba el contorno de su cuerpo.
Dominic se detuvo y apretó su cuerpo al mío. Respiraba con dificultad por el frío y mi cuerpo temblaba como gelatina antes de gelificarse. Dominic temblaba, pero aun así me sujetó con toda la fuerza que sus brazos albergaban.
Nuestras profundas miradas, llenas de palabras contenidas y silencios ensordecedores, fueron cautivantes el uno para el otro. Sentimientos atrapados y realidades alternas, abrieron mis labios para inhalar mejor el oxígeno.
Las olas zumbaban contra la costa y la luna se enarbolaba en el cielo estrellado.
De pronto, sujeté su cuello y uní nuestros labios. Sus manos viajaron hasta mis piernas y, sin pensarlo mucho tiempo, las envolví a su alrededor. Lo arropé como una boa se enrosca en su presa hasta quebrarle los huesos y estallar su corazón. Y aunque mis intenciones no eran asesinarlo, nos besamos hasta que los labios se enrojecieron, el frío congeló mis dedos y una sensación hormigueante se formó en mi vientre.
Fue la revelación de una vida no tan incierta.
Mi futuro.
Capítulo 8 | La metamorfosis de Kay
Me encantaría decir que solo paso una vez y volví a ser la misma de antes, pero no fue así. Después que una persona prueba a Dominic Bush, no te quedan ganas de probar nada más. Por algo era el mejor amante según la revista People durante tres años seguido, y no me gustaría saber cómo descubrieron algo tan íntimo como eso.
Esto es raro... Max y ahora Dominic, me dejó un sentimiento de tristeza. Es muy lindo la forma en la que se expresa de Kay, ahora me da cosa con él. Pensé que todo era un juego, que era sólo por el momento y ya cuando la tuviera ¡chacatan! Le daba serrucho y después la trataba mal, nada está saliendo como lo esperaba. Tengo sentimientos encontrados, siento que a Dominic le sucederá algo y cuando Kay menos lo espere, ya será tarde para estar con su esposo en verdadero amor. No lo sé, esto no me furula Aime... Estás jugando con mis sentimientos.
Cómo comentar sin hacer spoiler, solo diré que me recordó los vinos, y esas palabras tan dulces de Dominic me hacían sospechar, aun así lo quiero.
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De verdad que estoy enamorada de Dominic es un hombre que enamorado mal encaminado porque desde un principio empezó mal con Kay ,pero hay algo que no entiendo me confunde y ojala no me equivoque pero no me gustaría que fuera el malo de la historia ,se ve que la ama y que daría su vida por ella y Kay aunque no lo ama llegaría tal vez a amarlo no se ya lo veremos. Gracias por actualizar.
Me deja la sensación de que en cualquier momento algo terrible pasará. ...