Era un día como cualquier otro ya había salido de clases y me dirigía hacia la estación del metro para llegar a mi casa. Plaza Venezuela, como siempre, se desbordaba de gente por todos lados, no cabía ni un alma.
Viajar en el metro es ver todo tipo de personas. A mi alrededor estaban la típica secretaria muy maquillada, el deportista que nunca falta y había una señora mayor que no dejaba de verme, era de baja estatura, tenía ya todo su cabello blanco y unos ojos grandes y azules, tan azules como unos bellos y hermosos tulipanes, tenía puesto un vestido color amarillo pollito y llevaba de peinado un moño alto. Pero, lo que más me llamo la atención fue el camafeo que colgaba de su cuello era muy similar al que tenía mamá en casa.
Todo se iba tornando cada vez más incómodo, la mirada de la señora era muy penetrante y no apartaba sus ojos de mí. Pero, por mi parte, me caracterizo por entablar conversaciones con personas en la calle. Así que me animé a saludarla. Ella, muy amable, me devolvió el saludo y entablamos una conversación normal. Luego de un rato de hablar comenzó hacerme preguntas acerca de mi familia como si nos conociera de toda la vida. Me hacía preguntas sobre la enfermedad de mi madre Blanquita, qué tan grande estaban mis hermanos y cómo se portaban. También me preguntó por mi prima Hilda y por todos en casa. A pesar de estar un poco extrañada porque supiera tanto acerca de mi familia, le respondí sin ningún temor. Suponía que era una vieja amiga de mamá de la cual yo no me acordaba.
Al llegar a la estación Miranda la señora se despidió mandándole saludos a mi madre porque hasta ahí llegaba su ruta, no sin antes decirme: Dile a tu madre que te cuente de todas las travesuras que hacía de pequeña y que por una de esas tiene esa cicatriz en la ceja. Yo no me bajaba sino hasta la siguiente estación. Comencé a pensar en que la señora nunca me dijo su nombre, bueno, yo tampoco se lo pregunté. Camine a casa pensando una y otra vez en la señora y nuestra conversación. En eso que me dijo antes de salir del tren que no lograba sacarlo de mi cabeza.
Cuando llegué, busqué a mamá por toda la casa hasta que la encontré en el patio sentada en su silla de ruedas con el mismo camafeo que colgaba del cuello de aquella mujer, le conté todo lo que me pasó con la señora. Se la describí tal cual era, con sus grandes ojos azules, su vestido amarillo junto al gran moño alto y el camafeo que ya sabía porque se me hacía tan familiar. Mamá quedó tan pensativa que me pidió ayuda para llevarla a su cuarto a buscar algo y, al conseguir lo que con tanto esmero buscaba, me mostró la foto de una señora y me preguntó si fue a ella a quien vi. Yo, sorprendida, porque la mujer de la foto llevaba el mismo atuendo y peinado de la señora que me encontré en el tren, le dije que sí era ella, pero que estaba un poco más vieja. Mamá, anonadada, dejó caer la foto. Yo, un poco confundida me agaché y la tomé al darle vuelta, leí que decía: “A la memoria de mi madre. Descansa en paz, Florencia”. Sí, la señora que me encontré en el metro era mi abuela.
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