Te encuentras sentado en la sala de tu casa, viendo la televisión junto a tu familia. Es tu momento favorito del día. Rodeado de tus seres queridos, escapas momentáneamente del caos que representa la crisis política que atraviesa el país. De repente, escuchas golpes y portazos que parecen provenir de tu hogar. Antes de siquiera poder reaccionar ves como varios hombres armados se han metido, están en tu sala y sin mediar palabra alguna, amedrentan y violentan todo lo que para ti es preciado para llevarse a la fuerza a tu hijo, subirlo a un automóvil y desaparecerlo.
Puede que este corto relato suene a ficción, sin embargo, es la realidad que miles de personas afrontan actualmente al ser víctimas de las denominadas desapariciones forzadas o involuntarias, un crimen de lesa humanidad particularmente infame.
La práctica de arrestar, detener o secuestrar individuos bajo el consentimiento notorio o solapado del Estado, sin notificar a los familiares del motivo y destino que le espera, es un mal que nació bajo el seno de las dictaduras militares y que se ha esparcido por el mundo como una enfermedad crónica.
Durante los años transcurridos entre 1970 y 1990, la sustracción de un ser humano del marco legal e institucional que ampara sus derechos, se convirtió en una herramienta eficaz para los gobiernos dictatoriales sudamericanos, ya que les permitía de un plumazo borrar a sus adversarios del mapa, como si de un rayón en la hoja se tratara. El efecto que lograban, era a todas luces satisfactorio a sus ojos: callaban la voz de un opositor, vaciaban su ira en torturas y asesinatos sin que nadie les objetara, aterrorizaban a la sociedad con la amenaza eficaz de guardar silencio o sufrir el mismo destino.
Era una época cruenta y difícil, en la que, además, no todos podían acceder libremente a la información, dado que el gobierno tenía sus manos ahorcando la prensa y demás medios. Estado y gobierno se distorsionaban hasta erróneamente fusionarse y pisotear los derechos humanos.
A raíz de la crítica situación, la Organización de las Naciones Unidas crea en 1980 el Grupo de Trabajo sobre las Desapariciones Forzadas o Involuntarias, con la finalidad de “ayudar a los familiares de las personas desaparecidas a averiguar la suerte y el paradero de dichas personas” (Fuente). Un paso en la dirección correcta para dar respuesta a la problemática.
Mas no fue fácil dar ese paso. Para ese momento existía una tendencia que consideraba a la ONU como un organismo que debía permanecer más bien neutral y diplomático. Tomó algún tiempo que decidieran pronunciarse, denunciar las violaciones de derechos humanos que se consumaban en esas dictaduras y hacer algo al respecto. Cuando al fin se logra dar ese paso, como lo exclamó Theo Van Hoven: “era tarde, pero mejor tarde que nunca” (Fuente).
La idea, aunque sencilla en apariencia, implicaba la semilla del cambio en materia de defensa de los derechos humanos. El Grupo de Trabajo recibiría los informes denunciantes de las desapariciones y tras verificarlos, emitirían telegramas a los Estados indicándoles la imperiosa necesidad de investigar el paradero de las víctimas y liberarlas.
En su momento el novedoso intento funcionó para algunas víctimas, mientras unos fueron liberados, otros fueron hallados sin vida. La historia, severa en su veredicto, dictamina que no fue suficiente.
“Desde que comenzó a funcionar en 1980, el Grupo de Trabajo ha remitido un total de 57.149 casos a 108 Estados. De ellos, 45.499 casos, atinentes a 92 Estados, continúan siendo examinados”. El Grupo de Trabajo recibió 808 denuncias de desapariciones forzadas entre mayo del 2017 y mayo del 2018, sólo 404 fueron esclarecidas (Fuente).
Nos encontramos en el siglo XXI, rodeados de avances tecnológicos, la maravilla de la comunicación instantánea y la aparición, cada vez mayor, de medios de comunicación independientes que a través del internet y las redes sociales logran convertirnos a todos en constructores activos de las noticias.
Sin embargo, Sudamérica sigue sumida en la crisis, quizás no dictatorial (con algunas excepciones), más el ámbito político de la región sigue siendo inestable. Las cicatrices del pasado aún no han sanado y las malas prácticas, la violación de derechos humanos, las desapariciones, aún persisten.
Ya no es suficiente que un organismo internacional comunique a un Estado que disponga sus recursos para investigar y dar respuesta ante los casos de desaparición forzada. Como si de un mensaje de WhatsApp se tratara, el Grupo de Trabajo es continuamente dejado en visto. ¿Acaso el problema es el Grupo de Trabajo?
Tras todo el esfuerzo que han implementado desde su nacimiento para promover la Declaración sobre la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas y la creación de un Comité para tal fin, no se puede decir que sus acciones han sido desatinadas, pero una vez más la realidad repite: son insuficientes.
Cuando desaparece un joven tras haber participado en algunas protestas contra el gobierno, un joven que sólo es conocido por los que conforman su red de familiares y amigos, la situación se vuelve noticia… para algunos. Una crónica en una página del periódico que pocos leen, una cadena que se transmite por automatismo hasta desvirtuarse en algunos medios y redes, una estadística más que termina por ahogarse en el océano de la información. Sólo la voz de sus seres queridos gritando contra un muro de ilegalidad disfrazado de gobierno.
Cuando el desaparecido es una figura pública, se desata un descontento popular que se extiende a través de las redes sociales, a la nación y al mundo. Ya no se trata sólo de la voz de un organismo, ni de la voz de los familiares de la víctima, se trata de un movimiento conjunto de la nación organizada para pedir por la integridad de ese individuo, por sus derechos, por su libertad.
¿Acaso la vida del segundo es más valiosa que la del primero? Parece ser que aún tenemos como asignatura pendiente la humanidad. Hasta que no alcancemos a comprender que cada ser humano es único, valioso e irrepetible, no habrá ley que logre establecer una verdadera igualdad de derechos. ¿Cómo esperar que el Estado respete lo que como individuos obviamos?
La crónica situación llevó a la ONU a declarar el 30 de agosto como Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, para que sirva de recordatorio del largo camino que aún queda por delante para erradicar esta problemática.
Los pasos que de aquí en adelante tendrán que darse en ese camino no parecen estar claros. ¿Cómo esperan que responda un Estado cuyos gobiernos son los responsables directa o indirectamente de las desapariciones, cuando se les pide que investiguen? ¿Qué hacer, cuando la presión de un ente internacional ya no es suficiente?
Realismo y honestidad hacen falta para responder esas preguntas. No se puede confiar en un gobierno criminal que ha secuestrado el Estado, para responder por los derechos humanos de los individuos que desaparece.
Así como en 1980 se hizo necesario que la ONU saliera de su posición netamente diplomática para denunciar las violaciones de derechos humanos, hoy toca a cada uno de nosotros, convertirnos en defensores de estos derechos, difundirlos, exaltarlos, respetarlos y hacerlos valer.
¿Contamos con los medios? Sí. Utilizarlos o no, depende de lo que dicte la conciencia de cada uno de nosotros.
Fuente de las Imágenes en orden de aparición:
- Primera: Cortesía de la Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES) bajo CC BY-SA 2.0 en Flickr, modificada por mi en Power Point 2016.
- Segunda: Cortesía de ANSES bajo CC BY-SA 2.0 en Flickr, modificada por mi en Power Point 2016.
- Tercera: Cortesía de ANSES bajo CC BY-SA 2.0 en Flickr, modificada por mi en Power Point 2016.
- Cuarta: Cortesía de ANSES bajo CC BY-SA 2.0 en Flickr, modificada por mi en Power Point 2016.
- Quinta: Cortesía de ANSES bajo CC BY-SA 2.0 en Flickr, modificada por mi en Power Point 2016.
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