A diario me tropiezo con quejas propias y ajenas, con caras de descontento, con frustraciones claras y otras latentes, mas no definidas. Algunos sonríen y es, mayormente, un estado momentáneo, un suspiro de tranquilidad que se va con el mismo ímpetu con el que llega y se adhiere a la pared donde marcamos los días que nos quedan dentro de esta locura, donde llevamos el conteo que nos mantiene "en calma".
Me decepciono y caigo. Me dejo consumir por la ansiedad del cambio de precio en los anaqueles, por la locura del transporte público colapsado y la imposibilidad de conseguir efectivo para pagarlo, del metro y su decadencia, de las calles que pateamos con tristeza cuando los dos intentos anteriores fallan. Dejo de escribir, me rindo. Me acuesto temprano, cuando la motivación se va a la cama primero y sin mi. Soy títere de la desidia. Somos títeres.
Pero esa no soy yo. Me niego a serlo, a mantener esa desesperanza por un periodo mayor a cinco minutos. No estoy lista para dejarles ganar, para darles lo último que es mío y nadie me puede quitar: yo misma, claro; yo y mis intentos por no sucumbir a esta presión, a sus garras, al terror psicológico que nos lleva a sentir que las 6:00pm es ya un toque de queda. Me niego a ver un atardecer y asociarlo a un "tengo que llegar a casa, es tarde". No. Devuélvanme la magia.
Han conseguido mantenernos como esclavos del miedo. Nos han convertido en masas que trabajan para sobrevivir, que olvidaron la belleza de la verdadera autonomía, la razón de estar vivos por el simple goce de vivir; pero aquí estamos. Nos aferramos a los momentos que nos sacan de esa isla de mediocridad, de tristeza. Nos abrazamos a la idea de lograrlo, de salir de "esto", porque este espacio es mío. Este país es mío y tuyo, no de "ellos", no de sus intentos por arrancarnos nuestro propio deseo, nuestros sueños más profundos.
Pero no nos rendimos. No todos. Y espero que tú, que lees esto, no te rindas y si nos vemos caer, nos demos la mano. Ya encontraremos una salida.