El cuerpo opera contra sí mismo. Es como si éste, edenizándose —O fructificándose— a orillas de su lumbre existencial y a expensas de su sempiterna garúa, al unísono admitiera por motivo inherente, una validación suprema de «deflagración natura» que, visto desde otras latitudes del cosmos, asemeja una desfiguración contra-natura, es decir, contra aquello que es natural por nacimiento. Tal es el designio de la mortalidad: asistirse a sí, para defenestrarse olímpicamente, haciendo gala de su hercúlea visceralidad. ¿Es acaso aconsejable desertar tempranamente y no expiar lo que es natural por nacimiento? Cuando somnoliento recuerdo un retrato pintado que vi hace algún tiempo, de Diógenes en su mansión rodante de puertas giratorias, con asombro y a espetaperro me respondo, fulgurando en mi tono aguerrida e irrenunciable acritud, que casi nadie es tan estoico para configurarse una mansión a la medida y posar con el semblante de un Job teorizando corporalmente sobre la poética de la estoicidad —¡Si es que realmente puede teorizarse de alguna forma la anatomía de ese Leviatán! Si el espectáculo de la mortalidad merece o no ser visto y escuchado, depende de la respuesta que se le da a una pregunta, según Camus, profundamente filosófica: ¿Acaso vale la pena vivir? Y así como alude Camus a Nietzsche, en referencia al ejemplo del filósofo, la respuesta se ejecuta de la forma más excelsa y grandilocuente: alzándose sobre sí mismo, ratificando lo irremediable.
El cuerpo opera contra sí mismo; las células, con el tiempo, al igual que las hojas esperando el puño estival, son caducas porque tienen marco de fenecimiento. Primero, la actividad celular decae progresivamente a partir de cierta edad, luego a partir de otra edad, el decaimiento que era déficit, ahora se vuelve anhelo, porque una cosa es «actividad decaída» y otra muy distinta es «actividad concluida». Con ello, todos los estratos del organismo empiezan a explotar como las nimiedades trágicas de un adolescente: en silencio, sin que nadie, ni siquiera el aquejado, se entere. Es curioso que la biología humana ostente en sus teorías una categoría contra-biológica llamada «curso natural de la vida». Además de ese curso natural, hay otro curso, uno paralelo denominado «curso natural de la ira o de la nimia tragedia que significa consumirse naturalmente».
La vida opera a contracorriente. Tanto el cuerpo como su existencia plena, son un pretérito en constante ejecución, erigido en un primer instante por un deseo insaciable llamado «vivir», luego en última instancia, el pretérito es culminado por la muerte. ¿A este espectáculo nos queremos atrever? No lo sé, pero el hombre descubre alegría con extensas llanuras en brevedades tan intensas como la risa, el amor o el sexo.
Escribir sobre la incorregible herida, nunca es trillado: esta herida es lo único que tenemos y es lo que define la superfluidad de un instante.
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