Si el hombre sale del ridículo, sería aún más ridículo. El hombre nunca lo advierte: sus primeros años como tragedia, los últimos años como idilio; al nacer, tras haber permanecido suspendido en la cavidad uterina y, posteriormente eyectados hacia una penumbra, si cabe, mucho más densa que la anterior, todo se nos parece un miasma: el miasma de la luz, el miasma de lo material, el miasma del ruido, el miasma de la multitud. Entiéndase: miasmáticamente irreductible todo lo que nos rodea. No obstante, aunque parezca anodino, no fuimos del todo eyectados sino que, como asistencia provisional, el médico obstetra asiste a la madre para lograr la expulsión del neonato. Entonces vemos luz; la carne embestida por vez primera ante una infeliz nalgada, y obsequiosos, dispensamos el primer grito de dolor; oblación hacia uno mismo: el sentir; la constatación de que nerviosamente somos funcionales. La primera impresión de los que nos asisten al nacer; que somos de aquí.
Inevitablemente endebles, inanes en todo sentido, no advertimos hasta que empezamos a adolecer, la precariedad de sentimientos que desdibujan la infancia en un suspiro; la inanidad de los pequeños es ensombrecida por el elogio y la compasión estéril de los mayores. Cobijados, desde que se ve la luz, por el manto fútil de los sentimientos, aún embrionarios, la fiebre no es más que un inacceso al mundo de las intensidades. Un desinterés medular es lo único que gradúa la temperatura en edades muy cortas. El pequeño, el niño, en los límites que delinean su infancia, goza de un desinterés desinteresado por las grandes pasiones… La maldad desinteresada es el parénquima de todas las pataletas. Nunca permite que la trivialidad, por más insulsa que parezca, atraviese inadvertida en el horario de los juegos; un vacío aceptado, pero no consciente de sí mismo. La magia de no adolecer. Aún.
Cruzado el camino de la infancia, completamente, el adolescente marca un nuevo ritmo. Es incapaz de adormilar el espíritu. Esta preñado de interés y avanza intensamente en su adolescencia dispuesto a saborear los males inequívocos provenientes del fango del supuesto “despertar”. El despertar de las vísceras, quizá; tanto las entrañas como el cerebro, abren los ojos; observan la luz por vez primera, luz, por cierto, permeada a través de los espacios intercelulares superficiales. No se encandilan como las pupilas y las retinas, no requieren membranas irisadas para soportar el repente luminoso. La carne se atrofia por los sentires signados en el vasto espacio atmosféricamente sulfuroso. No hay marcha atrás: el ridículo es el primer paso a superar para avanzar a un estado ulterior: el ridículo interesado. La infancia, que ya alcanzó su acmé, se vuelve cada vez más vestigial, hasta cierto punto memorial e, igual que los pueblos que usufructúan al máximo sus poderes y encantos para evolucionar, una vez concluida la etapa, sólo pueden vegetar. Esa figura tierna, dócil, enamorada de su trivialidad y vacío no consciente, ahora es un silencio perenne.
Un hombre adolescente, lo mismo que un fiel creyente imbuido por las mieles ácidas del arsénico, asume las prestidigitaciones que hacen de la historia, como la golosina de sus meriendas. Sólo saborea los almibares del velo, nunca del rostro y de los ojos de las cosas, levemente infatuadas por las miradas aquellas que sólo saben mirar la fuga, nunca el acto. Así, los adolescentes caminan en un valle apesadumbrado, felices por la neblina, lo equívoco, lo distante; lo naturalmente ensombrecido. Es que sólo adolesce. Adolesce sin demoras. Se adolescen como los poetas adolecen sus poemas. Pero aman, sin frenos, eso que les viene encima más tarde que temprano o viceversa, igual que los jacobinos con su falaz dictablanda de terror. Pero, una particularidad, muy sobresaliente, henchida como cadáveres flotando en las corrientes, es la lucidez inflamada, elefantiásica, como una pústula sobresaliente en la frente, muy marcada, vinosa, profusamente vinosa como si se tratara de un microcuerpo en pleno livor mortis. Lucidez apasionada, irracional, como la de marxistas radicales, fatuamente revolucionaria, en la que el luto, la congoja natural, no existe, porque es tal, que todo para ellos está muerto, tan muerto, que sólo queda en otro plano de existencia que, aunquemuy acá, la individuación del que adolesce la sitúa más allá, más allá de la vida, más allá de todos, donde todo está destinado a transformarse radicalmente, desde las raíces.
Si aquella lucidez, tan sorda como un cigarrillo, cobrara voz, cada vocablo imitaría la metafísica del mar… Luego, la senectud se instala con todo lo que se fue: una mar de ausencias, eternamente invariables. Y cada gesto se vuelve una muestra de fatiga, de cansancio, de despedida. Vitalmente contrario a la adolescencia, pero aún adolesce, en silencio, como células malignas devoradas por macrófagos; celularmente silenciosa, la carne se destraba de los huesos, como la intensidad de los pensamientos.
Ahora todo es idilio porque la nostalgia es bondadosa en imágenes. Todo es una vía hacia el pasado. Todo se convierte en una imagen, cada vez más desfigurada, más borrosa. La senescencia es una individuación paroxística de la ausencia. Y los espacios que ahora están vacíos, incluido uno mismo, son subterfugios. Inútiles. Pero subterfugios al fin y al cabo.
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Con gusto. Siento gran amor por el Táchira.
Adolesce/ncia, Ahora lo entiendo.
Hombre, Darius. Gracias por pasarte.
Por esto que describís es que el relato de Borges sobre los inmortales se me hace una propuesta muy interesante de lo que pasaría si viviéramos muchos años. Ir experimentando la vida e ir cediendo a lo absurdo de la existencia, ir renunciando a esa escencia infantil, bien podría convertirnos en trogloditas si viviéramos varios siglos, y así con el pasar los siglos quizás seguiríamos desvaneciéndonos en nuestra mente hasta quedar irreconocibles y ya sin un atisbo identidad
Siendo Borges tan universal, casi no conozco su obra. Que bueno que en lo que escribí hayas encontrado un matiz borgiano. Un abrazo. O dos. ;)