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Cuando el soñador se aventuró a la codificada tarea de diseñar un protector para Nueva Metrópolis, jamás imaginó lo difícil que podría resultar dotar de alma aquello que por su artificial naturaleza, rechazaba intuitivamente. Pasaban tantas lunas en el recién conquistado planeta y mientras por sobre él se edificaban las torres que recordarían las visiones de las antiguas, el soñador, finalmente, cedió un pedazo de su espíritu a cambio de la mentira necesaria para un orden artificial.
Salió al mundo aquella mañana a dar la falsa noticia. Los complejos algoritmos del Regidor Digital estaban listos y ansiosos por gobernar a la nueva especie que florecía rápidamente ante el páramo eléctrico del planeta. Era poca la gratitud que Nueva Metrópolis podría ofrecer al soñador. Así que entre los más ávidos y sabios sobrevivientes de las ruinas apocalípticas creció hasta germinar la idea de coronar al arquitecto de la conquista. Lo llamaron Magno, y junto con el Regidor Digital fueron los principales líderes de Nueva Metrópolis, y el Magno, como profeta moderno, cada semana traía consigo los nuevos mandamientos que engañosamente dictaba el Regidor Digital.
Era en su corazón, que como veneno, la mentira lo corroía, pero no se comparaba a aquella sensación que al paso de las lunas, se manifestaba en el código imposible que vislumbraba en su mirada, y en sus sueños mortificaba.
Cada mañana, sobre la torre que nombraron después de él, observaba el debilitado amanecer por sobre su nuevo poderío, y aunque cálida era aquella sensación; sus manos temblaban ante la incapacidad de la única tarea que se le había destinado. Un dios que fingía su creación, caería ante el surgimiento del primer profeta autoproclamado, así que la estrategia más coherente para la conservación del poder que apenas cultivaba, se determinó a monopolizar su falso milagro.
Y durante algunos años, fue lo suficientemente bueno como para diseñar los patrones de su mentira de modo que la falsedad se disfrazaba de fallos menores que día con día se actualizaban con violentos comandos y burocráticos arreglos. Pero los noctámbulos más paranoicos notaron los patrones que aparecían en la caótica y sobre elaborada mentira que se desarrollaba en cada momento de duda que dejaba transmitir el Magno.
No faltó mucho para que el Magno aprisionara su poder en la corrosiva cárcel de la envidia, ni mucho menos para que los paranoicos más cuerdos tararearan su propio orden entre los callejones de neón de la ciudad.
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