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La Revuelta de Luigi Russolo
Se hacía finito el infinito. La cadena de pilotos intergalácticos diseñaba la red cuántica que escandalizaba su victoria y reclamaba la oscuridad como su hogar. En medio de la monumental y caótica contienda, uno de los halcones se alejaba eludiendo las corrientes de los ríos de plasma, aunque nunca se supo si buscaba cobijo en la inmensidad o quizá pereció en su naturaleza furtiva de cazador.
Con disciplinada maestría surcaba los campos gravitatorios que el universo y su batalla auto proclamada le imponían. No se dejaba seducir por los colores irreales de los colosos que susurraban su nombre, ni las prometidas playas de desolados yermos en medio de su extinción. En el alma de la maquina, maniobraba con su espíritu y representaba la sinfonía mortal con el órgano que él mismo había reprogramado. Pues en su visión sólo existía la gloría de alcanzar al sol y verlo extinguirse ante sus manos, imaginando como su derretido enemigo se convertía en ceniza tras el preciso y letal ataque de plasma.
Los motores anti gravitatorios rugieron como un depredador encarando la batalla final, y frente a él, interrumpiendo su objetivo, la sangre del halcón brotaba como advertencia y recordatorio de su naturaleza artificial e imperfecta. Pero no se detuvo; con los dientes rechinando redujo el espacio y quebró en cristales confusos el tiempo hasta alcanzar a su presa. Aunque otros, con menos pasión, cuentan que sus alas fueron rasgadas por el verdadero perseguidor.
El enemigo explotó, y sin importar la historia que cuenten, el corazón del piloto engordó de gloria lo suficiente como para olvidar el desgastado protocolo de escape. Pues como último acto de lucha, el enemigo lo envió a ser devorado por el rojizo dios en ofrenda a la batalla. El piloto se dirigió a su castigo o sacrificio, hasta el dios que le permitió la vida.
Sus alas de acero ardían, los circuitos se evaporaban en corrientes que conducían la caótica sensación del piloto ante su destino. El acero se fundía con su piel y los sistemas de su alado compañero generaron nuevos comandos en sus ondas neurales que le desactivaron la vista a cambio de no sentir más dolor. Y mientras su piel se derretía, el grito silencioso viajaba junto con la luz del sol a través del universo para perderse en la inmensidad del cosmos.