“Desde joven mostró una naturaleza perversa. Se distinguía por su maldad. La creo capaz de destazar niños y cosas peores”.
Carlos Conde, ex esposo de Felícitas Sánchez Aguillón
Felícitas Sánchez Aguillón nació en Cerro Azul, Veracruz (México). Algunas fuentes citan que su segundo apellido era Neyra. Estudió Enfermería y se dedicó a partera. Se casó con Carlos Conde en su pueblo natal; al poco tiempo, Felícitas dio a luz a unas gemelas. Como no deseaba cuidarlas, Felícitas convenció a su esposo de que vendieran a las niñas; así obtendrían algo de dinero. Al principio él no quería, pero ella insistió hasta que él cedió. Cuando él se arrepintió, ella se negó a decirle a quién se las había vendido. Ese hecho destrozó el matrimonio. Se separaron y ella se marchó a vivir a la Ciudad de México. Allí se dedicó a traficar con niños: las madres solteras le daban a sus bebés y ella se los vendía a parejas que no podían tener descendencia. Fue un pingüe negocio durante muchos años. Felícitas se mudó entonces a la Colonia Roma, una de las zonas más elegantes de la Ciudad de México desde los tiempos del Porfiriato. La policía la arrestó en una ocasión por la venta de un bebé, pero Felícitas pagó una fianza y salió libre nuevamente. Regresó a su departamento en la Colonia Roma.
Allí inició una nueva clase de negocio: un día, una mujer casada le pidió que le practicara un aborto; se había embarazado de su amante. Ella lo hizo. Como no sabía qué hacer con el feto, lo tiró a la basura en una de las calles cercanas. La joven le pagó bien y la recomendó con sus amigas. Pronto, Felícitas se halló atendiendo a las mujeres que deseaban abortar, solteras o casadas, muchas de ellas parte de las familias más ricas de la Ciudad de México. En ocasiones hacía visitas a domicilio. Luego expandió su negocio; algunas veces, no encontraba a nadie que quisiera comprar a los bebés recién nacidos. Los tenía con ella una semana y, si no conseguía venderlos, entonces los mataba.
A algunos los estrangulaba; a otros les daba un destino más cruel. Poseía un enorme calentador de agua: allí los arrojaba bañados en gasolina, como si fueran pedazos de leña, para que se quemaran vivos. Las paredes de su departamento eran muy gruesas y los gritos de dolor de los bebés no se escuchaban. Cuando terminaban de quemarse, tomaba los huesos calcinados y los tiraba a la basura. Al terminar, se duchaba largamente con el agua que había calentado con los bebés quemados vivos.
Felícitas se hizo dueña de una tienda en la calle de Guadalajara nº 69, llamada “La Quebrada”. Luego emprendió otro pingüe negocio: había madres solteras que, agobiadas por las deudas y el señalamiento social, ya no querían tener con ellas a sus hijos pequeños. Las edades variaban entre uno y tres años de edad. Ofrecía sus servicios como supuesta partera en los anuncios clasificados de los periódicos. Felícitas les cobraba a las mujeres una buena cantidad de dinero, bajo la promesa de que les conseguiría un nuevo hogar. Los conservaba unos días, alimentándolos con atole y comida descompuesta. Gozaba golpeándolos.
A los fetos los llevaba a su cocina y, con un cuchillo, los descuartizaba para luego arrojarlos por el inodoro. Si tampoco lograba venderlos, llevaba a los niños a la cocina, les hundía el enorme cuchillo en la nuca y luego los descuartizaba. Tiraba los pedazos en los basureros o en el inodoro. Cuando se tapaba, llamaba a un plomero cuyo silencio tenía comprado.
A medida que iba matando a más y más niños, comenzó a volverse más cruel: ahora prefería amordazar a los niños y destazarlos vivos con sus cuchillos de cocina. Les cortaba primero las piernas, después los brazos, y finalmente los decapitaba; todo mientras los niños estaban vivos. Luego los descarnaba, extraía los ojos, los órganos internos y las vísceras para dárselos a su perro, pelaba los huesos y los quebraba, para finalmente envolverlos en papel periódico y llevárselos en costales a tirar en alguno de los lotes baldíos en las calles de la Colonia Roma. La ropa la donaba a orfanatos.
En 1940, la policía detectó los restos de fetos, recién nacidos y niños pequeños en los basureros de las calles de la Colonia Roma. La situación se prolongó hasta el año siguiente. El 8 de abril de 1941: una llamada telefónica al reportero de policía del periódico La Prensa lo puso sobre aviso: en la cerrada de Salamanca número 9, en el departamento 3, le dijo su interlocutor, acaban de ser encontradas en un caño “unas piernitas de niños”. La dirección correspondía a un estanquillo llamado “La Imperial”. El dueño era un joven llamado Francisco Páez.
Le contó que se habían tapado los caños del drenaje y, al mandar destaparlos, aparecieron huesos y trozos de carne descompuesta. Primero, el tendero había supuesto que se trataba de restos de un perro o de un gato, pero también había trozos de algodón lleno de sangre y luego apareció un pequeño cráneo. Cuando el drenaje volvió a taparse, llamó a unos albañiles; ellos se encontraron con trozos de cadáveres de niños, entre ellos dos piernas putrefactas pertenecientes a distintos cuerpos.
El reportero avisó a la policía. Acudieron al departamento y entraron para registrar las habitaciones. En un buró hallaron una calavera humana. Había también velas, agujas, retratos de niños pequeños, ropa de bebé.
La policía se trasladó a la tienda “La Quebrada”. En la tienda sólo estaba la dependienta, María González. Dijo que Felícitas había salido desde las 06:00 horas, pero varios clientes aseguraron haberla visto quince minutos antes. La policía admitió que la mujer había escapado.
“Jamás el Dante soñó escribir páginas tan negras como las de esta embaucadora, ‘La Ogresa de la Colonia Roma’”, clamaba el periódico La Prensa el 12 de abril de 1941. El detective José Acosta Suárez, que un año más tarde descubriría la identidad de Gregorio “Goyo” Cárdenas, “El Estrangulador de Tacuba”, se hizo cargo de la investigación. Felícitas había torturado y matado a casi un centenar de bebés y niños pequeños, además de los innumerables abortos practicados. Un chico que la conocía dijo que ella llevaba mucho tiempo “ejerciendo como trituradora de angelitos”.
El 11 de abril de 1941, la policía detuvo al plomero Salvador Martínez Nieves. Ante el agente del Ministerio Público declaró que era llamado frecuentemente por Felícitas para destapar las cañerías. La primera vez que vio los trozos de cadáveres infantiles, se negó a seguir trabajando. Pero “La Ogresa de la Colonia Roma” lo amenazó con implicarlo como cómplice y lo mejor: le ofreció una buena paga. Ese mismo día, Felícitas Sánchez Aguillón fue detenida en la calle Bélgica, de la Colonia Buenos Aires, a bordo de un automóvil. La acompañaba su amante, Roberto Sánchez Salazar, quien pensaba trasladarla a Veracruz.
Felícitas se defendió: “Efectivamente, atendí muchas veces a mujeres que llegaban a mi casa. Las atendí de las fuertes hemorragias que tenían, algunas provocadas por golpes y la mayoría de ellas por serios trastornos ocasionados por haber ingerido sustancias especiales para lograr el aborto. Me encargaba de las personas que requerían mis servicios y una vez que cumplía con mis trabajos de obstetricia, arrojaba los fetos al WC”, declaró.
“Muchos niños nacían muertos. Una mujer me dijo que había soñado que su hijo iba a nacer muy feo, que por favor le hiciera una operación para arrojarlo. En efecto, aquella criatura era un monstruo: tenía cara de animal, en lugar de ojos unas cuencas espantosas y en la cabeza una especie de cucurucho. A la hora de nacer, el niño no lloraba, sino bufaba. Le pedí al señor Roberto que lo echara al canal, y él le amarró un alambre al cuello”.
Felícitas fue recluida en una celda. Pasó parte de la noche llorando, totalmente vestida de negro, con señales de gran agotamiento físico, en un estado cercano a la inconsciencia. Se le vio temblar, saltar, luchar con seres imaginarios, rodar agotada en el lecho. Los médicos de la Inspección prefirieron sedarla. Pasó varios días casi sin comer. Sólo quería dormir.
Mientras, los periódicos publicaron una nota que causó revuelo: “'La Ogresa de la Colonia Roma' denunciará a todas las señoras que fueron a solicitarla”. Felícitas ingresó en prisión el 26 de abril de 1941 por los delitos de asociación delictuosa, aborto, violación a las leyes de inhumación y responsabilidad clínica y médica.
En el expediente aparece un trozo de hoja papel bond, escrito a mano con tinta sepia, y fechado el 26 de abril, en el que sólo alcanza a leerse: “Puede quedarse la niña de la reclusa Felícitas Sánchez para remitirla al kínder el lunes próximo”. En un oficio fechado el 1º de mayo de 1941, se asienta, sorprendentemente, que el Juez Tercero de la Primera Sala Penal se declara incompetente para seguir llevando el proceso. En el documento siguiente, fechado el 10 de mayo, el juez octavo determina dejar a la partera en libertad bajo fianza, mediante el pago de $600.00 pesos. “¡La descuartizadora saldrá en libertad!”, clamaron los medios al conocer la resolución.
Los abogados de Felícitas se habían aprovechado de vacíos legales “para exigir que se comprobara el cuerpo de sus delitos”. Pero el cuerpo de sus delitos no estaba en ningún lado: habían desaparecido “las piernitas de niños”, no había acusaciones, todo se fundaba en dichos. Y efectivamente, fue dejada en libertad.
La policía acababa de capturar a una célula de espías alemanes nazis, que operaba con un radiotransmisor también en la Colonia Roma, lo que robó la atención de la opinión pública. Los rumores afirmaban que las familias de las mujeres implicadas con Felícitas habían pagado sobornos para que el Juez cerrara el caso: grandes reputaciones, se decía, procuraban impedir que se dieran a conocer los nombres de las distinguidas clientas de “La Ogresa de la Colonia Roma”.
El 16 de junio de 1941, Felícitas se levantó de su cama a la medianoche. Llevaba días sin poder dormir. Su amante le preguntó a dónde iba. “Voy a escribir unas cartas a la cocina”, respondió. “¿Por qué a la cocina?”, preguntó él. Felícitas ya no le contestó. Él volvió a dormirse. Cuando despertó, ya había amanecido. Felícitas no estaba en la cama. Fue a buscarla a la cocina y la encontró tirada en el suelo: se había tomado un frasco completo de Nembutal. Estaba muerta. Sobre la mesa había tres cartas escritas a lápiz.
La primera, para su abogado, el licenciado Enríquez: “Yo nunca le he firmado ningún traspaso, pues usted sabe de sobra que no son propiedades mías. Por mi parte, hasta aquí fui su víctima”. La segunda, para el abogado Martín Silva: “En sus manos todo va bien y le tengo confianza. No lo hago por cobardía o duda de que me salvará. Ya me cansé de luchar. Ya no puedo. Don Carlos me ha ganado. Pero no tanto porque si usted puede hacer la denuncia penal, por lo menos me habré vengado”. La tercera, un recado para su amante: “Beto: dirás al licenciado que el traspaso no se efectuó y el que verdaderamente va a traspasar se llama Ponce, que el dueño de la casa ya le había hecho contrato porque a él lo engañaron diciendo que yo decía. Adiós, Beto”. Sus notas de despedida eran indicaciones sobre propiedades y asuntos legales; un distanciamiento total hacia la muerte, la suya incluida. Un reportero del periódico La Prensa escribió: “La esperaban los angelitos a los que no dejó nacer. La habían rodeado alegres, visiblemente alegres…”
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