Gustábamos visitar lugares remotos, de fachadas manchadas y calvas, furtivas en las cimas perniciosas de la gran ciudad de Caracas, siempre de noche, ocasionalmente y nunca más de lo necesario.
Desde un principio, coincidimos en lugar, tiempo, inconveniente y sonrisa; pues ya había previa y fluida conexión sin que existiera formal y del todo. Tanta era, que al primer momento de conocernos nos adentramos a una aventura sin pensarlo, como si fuésemos de toda la vida y estando juntas no quedara espacio para las dudas, escrúpulos, ni vacilaciones; simplemente transcurría el instante, viajando sobre minutos, con la firme convicción de asegurar un rumbo, y a su vez la flexible ligereza de doblarnos como una caña al viento.
No íbamos de la mano, pero si una al lado de la otra, cual sal y pimienta. Para nada iguales, de hecho éramos en absoluto diferentes, polos opuestos que combinan perfecto precisamente por serlo —y ya que, por fin me confieso, debo decir que esto era lo que más me gustaba y aún gusto, que ella siempre fue ella, y yo siempre fui yo; a pesar de, por supuesto, compartir gestos y mañas que inevitablemente por más que se disimule, nos quedan cuando apreciamos a alguien. Tenía su vida, y yo tenía la mía, hasta que al azar fluía y nos uníamos a todo lo que se presentase, como si estuviese planeado, cumpliendo algún guion previamente escrito.
Ni siquiera al pasar los días conversábamos a distancia, no había qué, si ya lo habíamos conversado todo, y aún así cuando nos volvíamos a ver, mayormente no dejábamos de hablar o de compartir silencios; hubo noches que casi no cruzábamos palabras, simplemente estábamos, pero no resultaba incómodo ni preocupante, los mutes parecían acordados, entendíamos las pausas precisas, nuestros abismos se conectaban.
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Mis favoritas citas siempre fueron los bailes. Mi cuerpo y el de ella enlazados por un mismo ritmo, amartelados entre compases infinitamente breves, vagando de señales a instrumentales, de la fugacidad de aquellas noches a la inmortalidad de nuestros recuerdos. Así eran, madrugadas enteras bailando, ella y yo, solamente, aunque estuviésemos rodeadas de gentes, el cabal universo de la juventud nos pertenecía únicamente a nosotras. De vez en cuando osábamos interrumpirnos para decirnos lo obvio y divino que era estar juntas, precisar la barbarie entre nuestras bocas, suscitar fugaces refriegas e ideales fatales, con solo palabras, con simples miradas.
El hechizo de su porte, conectaba con mi magia. Sus trasiegos se unían como átomo a los míos; era librar la batalla de cualquier ciudad, entre contragolpes, espadas y hombres, pero con armadura, espalda y conforte. Y a medida, entre fusión y alegoría, se iban combinando sus nociones con las mías, estrechando, como un bajo puente entre las olas, el cese al fuego. Encontramos calma en la hecatombe, nuestro punto máximo siempre fue sonreír en medio del suceso, de rozar nuestras auras y formar un astro, de implosionar sensaciones y reaccionar explosiones, titilando sin más remedio en el montón.
Parecía ya, una rutina vernos cada fin de semana para volar muy lejos de los suburbios de la trivialidad, pero nunca lo fue, pudo haber sido todo menos una costumbre; cada encuentro era inédito, una dádiva, un presente sorpresivo, nuevo y absoluto, donde de inmediato, mi vibra y la de ella, colisionaban, catártica y fugitivamente.
Así éramos, dos jovencitas bailando en el caos, riendo entre llamas, enamoradas la una de la otra sin saberlo y no de la manera en que se piensa; hubiese sido imposible o mejor dicho mortal, declarar algún tipo de amor más allá del que ya sentíamos, sentenciarnos a la rutina falaz que tanto aman los enamorados, obligar a lo eterno lo que por su perfecta inconstancia lo es, comprometer corazones o planificar visitas constantes, siendo esta la más perjudicable de todas. Nuestra esencia era lo imprevisto, casual y sincero, lo de vez en cuando; nunca fue nada a parte de una buena amistad, no lo quise, ni ella tampoco, pero nos queríamos lo necesario para querernos y para que esté contando esto, era algo especial.
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Sentí como años, lo que en realidad fueron pocos meses de caudal fortuna. La vida es una entera causalidad, un frenesí y un adiós, donde es otorgada la dicha de pasar por un tal lugar, sonreír a la persona que debías sonreírle, y conocer a la persona que debías conocer, para empezar a sentir lo que nunca habías podido y explorar lo que llevas dentro mediante el encuentro de una persona que te hace entender lo nuestro.
Gracias a aquello, descubrí partes que en el fondo de mí se escondían, inquirí en lo insondable de la oquedad del vacío, empecé a ser lo que nunca había sido, obtuve el idóneo goce de la mocedad en la suma libertad, vacilé entre tesones y paripés, me enajené en el delirio y lo afrodisíaco, cedí al hedonismo cual criatura, satisfice mi ansia inherente por mi debacle, compilé quimeras de posibilidades imposibles entre las brechas del destino, comprendí que nada en este plano se resume a una simple casualidad, que a las decisiones que alguna vez tomamos también se les cobra merced, que efectivamente todo pasa por algo y algo necesita donde pasar, que no sabemos lo que estamos buscando hasta que lo encontramos, que tal vez media vida la estuve esperando, o simple estoy exagerando, que nada acaece sin causa y una causa no es nada si no acaece, que los amores intensos son breves, que la amistad es el sustancial elemento del tengo, que las piedras dejan pasar el agua, que ninguna traba no trae consigo un alivio y ventura, que gracias a todo aquello, pude encontrarla.
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Y, desde luego, como cualquier ocasión justa que percibimos al máximo grado y nos colma de complacencia, conocida como felicidad, dejo de ser, se esfumó, tuvo que irse; como un arrebol por la mañana, un ave en la ventana, un abrazo de despedida. Se nos concede el azar de apreciarlo por un instante, la beatitud de tenerlo cerca y a la vez remoto, de amar y sentirlo en lo más hondo del pecho, de fundirse en la más oscura entraña y elevarnos hasta lo más alto de las colinas del deleite; para luego partir, y nosotros caer, y se va, y ¡nunca más! volvemos a verlo, aunque mañana regrese, aunque pensemos en ello una y tantas veces, pues nunca será el mismo momento y tampoco los mismos ojos.
Todo lo que nos define, lo que en realidad llegamos a amar se resume a momentos, es efímero, por eso es perfecto, porque no siempre fue; y la inconstancia, es y será lo único eterno.
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Aunque no estoy triste, ni sufrí ningún tipo de despecho como lo es comúnmente en este tipo de casos, siento su ausencia en cada lugar parecido a los que solíamos visitar, porque aun no me he atrevido ir a los mismos; incluso la extraño cuando voy a lugares que en la vida fuimos porque sé que si hubiésemos ido también la recordaría. Me quedé con su rastro, con la analepsis que me causa el oír la música que bailábamos, con la sensación de aun disfrutar su compañía simplemente, de acordar la complicidad de su mirada con la mía ilesa antes de cometernos, con la sonrisa que me dejó nuestros encuentros y con la que me queda después de olvidarla y seguir disfrutando mi noche.
Ahora ya no está, pero la recuerdo,
y sobre todo, la quiero.
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✧ Versos breves, a mi complemento fugaz, a mi aventura eterna✧
Completamente de mi autoría
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Otros
Ecce homo
"Mi vacío se cruzó con tu vacío. Y nos llenamos" — Carlos Aymí
Precioso buen trabajo, saludos :)
Me parece muy dulce.
La amistad es un amor sublimado, que va más allá de las exigencias y expectativas de las parejas, aunque manteniendo los mismos sentimientos y apegos.
Y, cómo no amar a un ser que escogimos a consciencia y que nos complementa al punto de ser parte de nosotros mismos.
Excelente escrito @cocobymarie.
Que bonito relato y qué manera de ponerlo en el tapete, colmado de la bella palabra que germina y florece con la musicalidad y la armonía de lo sencillo, en medio de lo furtivo y extraordinario. Éxitos niña hermosa y un abrazo fraterno.
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Te sigo! llegue por el pole dance y termine leyendo poesia
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