Parecía ser un lunes común y corriente, excepto porque no había habido un lunes tan caluroso como ese; juro por Dios que me sentía en el libro Casas muertas, pero no precisamente en Ortiz sino en San Juan de los Morros. A pesar del sol inclemente y el vapor abrasador que se respiraba, la gente caminaba, corría, manejaba y estaba más neurótica que nunca. Iban entrando las once de la mañana cuando al bajar las escaleras de la biblioteca central, escuché un grito... "¡Niña!" esa voz incomparable, era de la de mi amigo Michel.
La última vez que lo había visto había sido en aquel concierto en la Casa de la Cultura, donde mientras el público coreaba los clásicos de AC/DC y Guns N' Roses casi a punto de sacar un yesquero y balancearlo de un lado a otro al ritmo de la música, él interpretaba de manera sublime la flauta en el escenario.
Aunque el clima se estaba tornando bastante incómodo, no pudimos escoger un mejor lugar para hablar que la entrada de la biblioteca en plena Avenida Bolívar... "¿Cómo está todo?" fue la primera pregunta que me hizo y por ahí nos fuimos, cuando de repente un señor se nos acercó, le dio la mano a él y dijo una cantidad de cosas que fui entendiendo progresivamente.
Estaba contando de una manera muy jocosa como hacía minutos en frente de donde estábamos, dos muchachos se iban a ir de golpes. "Mire pues, un venezolano defendiendo a un chino a cuenta de que trabaja en su negocio... ¿tú has visto hermano? ¿y usted señorita?" al parecer Michel estaba enterado del percance porque había estado allí. "Hasta a mí que soy un viejo me quería tratar mal -continuó-, por suerte el otro no se lo permitió, aunque ése también andaba agresivo... las cosas no son así, ahora el empleado se ganó un problema, a ver si más adelante lo agarran y lo joden". Los tres coincidimos en que todo el mundo quiere pelear, todos andan predispuestos, y yo para mis adentros pensaba... "¿será el calor?"
Después de hacerme varias preguntas sobre el mundo violinístico, este agradable señor dedicó algunos minutos a darnos unas palabras de aliento como jóvenes de este país. Los ojos le brillaban de manera especial cada vez que decía "gente como ustedes es la que necesita Venezuela", pero como hubiese deseado haber podido tener un espejo en frente, porque Michel y yo, teníamos un par de faros en el rostro cada uno tan solo de escuchar la voz de la experiencia, de la edad menguada, de la tristeza por haber perdido un amor en la juventud, de la amargura por tener que tomar la medicina que en el fondo sabe que le quita el dolor de los huesos pero no el dolor del alma, y también, la voz esperanzadora que te da una estocada de realidad y un halón de orejas porque te das cuenta de que has podido y puedes hacer mucho más.
Solo un gracias fue lo que alcanzó a salir de mi boca, un gracias que se escondió entre las últimas palabras que intenté oír -y no oí- mientras se alejaba caminando y desapareciendo poco a poco entre la gente.
La buena vibra de este pintoresco personaje nos dejó atrapados en una dinámica de hablar-saludar un poco interesante. Es que parecía que andaba con el alcalde, ¡Todo el mundo conoce a Michel! Mientras me contaba sobre cómo había escrito un artículo llamado "El solo del atrilero", saludó a varias personas, recuerdo a cinco o seis de ellas:
"A mí siempre me pareció que en las orquestas no se le da el valor que merecen los atrileros y archivistas" -¡Epale Ibrahim! ¿Cómo está todo?- quizá porque no se han detenido a analizar el asunto. Ese artículo, explica cómo su música empieza a sonar mucho antes de que el director baje la batuta y termina después de la avasallante ovasión del público al tocar la última nota de un gran concierto -¡Hola niña, ¿cómo has estado?-, además de que ellos tienen que aprender mucho, no es fácil simplemente empezar a toparse con partituras, notas, armaduras de clave, Shostakovich, Puccini y Kórsakov... hay que saber de música para ser un archivista, hay que saber cómo se ordenan los atriles y las sillas para que la orquesta suene bien. -¡María! ¿Qué es de tu vida? ¿Todo bien?- Sabes, yo conversé con algunos de los muchachos que en ese momento trabajaban en el departamento de reproducción como Leo, Roy y otras personas más, y entre tantas cosas que hablamos, uno de ellos -no recuerdo quién- me dijo que él no tocaba ningún instrumento, pero el ser archivista, era su forma de mantenerse cerca de la música. -¡Epale hermanito mío, Dios te bendiga!- llegué a la conclusión de que sin ellos, la orquesta simplemente no puede funcionar. Son héroes anónimos, a los que de vez en cuando es bueno recordarles que son muy importantes"
Entre tantas personas que llegaban y hablaban con él y luego también conmigo, de casualidad encontré a alguien que podía arreglarme el celular que hacía bastantes meses estaba dañado y perdido en alguna gaveta del ropero, y resulta que por ser amiga de Michel no me iba a cobrar nada caro; en serio, era como andar con el alcalde.
Todavía era que quedaban temas para seguir la conversa, entre ellos, anécdotas de seminarios nacionales de música, audiciones, conocidos de ambos que se fueron a España, amigos de él que después de pasar hambre y hacer mucho sacrificio, están en las mejores orquestas del país, giras, discos, gente humilde, gente que no lo es tanto, gente que abandonó todo sin sentido alguno, oportunidades, concursos internacionales, fusiones, jazz, gospel, blues, joropo, Dream Theater, un pianista apureño que es una eminencia, Colombia, Brasil, Argentina... y la vuelta al mundo en dos horas, tuvo que terminar.
De pronto, ya el momento de volver a la hostilidad de los suburbios había llegado, él tenía que ir al banco y supuestamente yo también. Fuimos caminando hacia la esquina y pude observar como Emilio, el librero que vemos a diario al pasar por el centro y que por cierto, me está ayudando a completar mi colección de García Márquez, empezaba ya a ordenar sus revistas, novelas, ensayos y diccionarios. Sonreí al pensar que de seguro alguien más al terminar de ver los libros y bajar por las escaleras de salida de la biblioteca, se cruzará con un viejo amigo... quizá no un Michel, pero sí un Pedro o un Daniel y hablarán sobre otras gentes, otras anécdotas, otras pasiones...
Nos separamos cuando el semáforo se puso en rojo. Caminé hacia mi destino y mi madre llamó, como no llevaba reloj conmigo le pregunté: "Mamá, ¿qué hora es?". Era la una de la tarde, y ahí fue cuando me di cuenta de que no había comprado nada para el almuerzo, e inclusive ya la hora de comer había pasado. Decidí irme a casa, tomé un bus y de inmediato una nueva aventura comenzaba. Me senté al lado de una muchacha y recordé que en mi bolso cargaba una novela que ese mismo día me había auto regalado, y abrí por primera vez Amor en los tiempos del cólera; en medio del gentío acalorado, cansado y con hambre, yo estaba igual, pero al menos sonreía maravillada por la hipnotizante prosa de El Gabo.
Foto: Frank Marín