Olía a mar. No a pescado, a mar, y a viejas ediciones de Melville. Era aún de noche, cuando un inmenso tiburón muerto apareció en la plaza. Fue creciendo, agigantándose, hasta alcanzar casi la altura de los edificios que la circundaban. “Si no estuviera muerto daría mucho miedo”, decían en voz baja los niños que llegaron a jugar para dar sentido a la plaza el domingo por la mañana. Pero sus ojos, los ojos del tiburón, parecían cerrados para siempre.
La gente empezó a pensar que se hinchaba por la podredumbre generada en el interior de su vientre. Pero jamás se alteró.
Se hizo tan grande que algunos padres prohibieron a sus hijos acercarse a jugar a la plaza, mientras que otros, calificados por los anteriores como inconscientes, acompañaban a sus niños con escaleras larguísimas (como las que utilizan en los salvamentos los bomberos) que los supermercados pusieron de oferta con carteles en los que se leía “Para subirse al tiburón”, y poder mirar así, desde su altura, los ojos cerrados del animal frente a frente.
Pero una tarde comenzó el rumor que venía del paseo marítimo. El temblor sonoro de los árboles con sus hojas de cristal, de los cristales de las casas con las hojas de los árboles reflejadas temblando, y de las ventanitas de las taquillas de los cines y de los teatros, el desesperado abanicar de los tacos de entradas por vender.
La terrible pared palpitante que se levantó del mar se convirtió en una gigantesca lengua gris, plomiza y densa, que amenazaba con devorar la ciudad a su paso. Su avance se hizo inexorable y comenzó inundando los bajos de los edificios y las estatuas del parque, hasta llegar a la plaza donde una noche que olía a salitre apareció muerto el tiburón.
Pero la inmensa ola rompió sin romperse, como con dulzura, contradiciendo su presencia amenazadora y toda ley física. Lentamente, rodeó de espuma blanca el cadáver del gigantesco tiburón que ya ocupaba casi la mitad de la plaza, y que había derribado con su crecimiento las vallas con que la autoridad municipal intentó delimitar su presencia, mientras se encontraba una grúa lo suficientemente resistente como para desplazar la enormidad de su cuerpo muerto.
A medida que el mar inundaba la plaza y las calles adyacentes, poco a poco la mole del gigantesco escualo empezó a moverse, empujada por el suave abrazo del agua que superaba ya la altura de su vientre. Con la fuerza de la corriente su abatida aleta caudal se erigió en una dolorosa verticalidad imposible, que recordaba su poderosa y temible presencia en vida. Mecido por el poco de mar de esa ola gigantesca que ya empezaba a retraerse, toda la ciudad, asomada a las ventanas de los pisos más altos, lo vio alejarse camino del sudario azul del océano.
No fue un sueño. En el lugar donde estuvo el tiburón mana hoy un manantial de sal dorada, inacabable, que apareció allí para siempre. Los vecinos y los visitantes de aquel fenómeno inexplicable, convertido por las autoridades locales en polo de atracción turística, se acercan a recoger puñados de esa deliciosa sal que brilla como el oro en los días soleados. Su finura y el gusto con que adorna los platos confiere una peculiar elegancia incluso al sabor humilde de los huevos fritos.
...
Pero el mar, ¡Ay!, desde aquel día en que un misterioso maremoto se llevó el cuerpo del tiburón caído, se ha hecho un poco más triste para todos aquellos que nos asomamos, de vez en cuando, al paseo marítimo de esta luminosa ciudad del Mediterráneo.
(A Rafael Pérez Estrada, siempre In Memoriam...)
(c) Domi del Postigo / www.domidelpostigo.es
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