17/02/2025
Es lunes en la mañana, entre 8 y 9 a. m., camino, por lo que fue mi patiadero por la avenida Miranda.
Voy camino al consultorio para hacerme un estudio bucal, pues mi odontólogo necesita desentrañar el misterio de salud que tengo en mi boca. Tengo dientes débiles, mordedura feroz, sonrisa complaciente y generosa, nada tímida, pero me duele la boca.
Y mientras caminaba por la acera que en mi juventud sirvió de pista de ciclismo, pasarela de moda y encantos y, por supuesto, de ruta de escape de las travesuras de mi adolescencia, recordé muchas cosas.
En especial porque me extrañó ver mi antigua cuadra, tan sola, tan desolada.
Ya habían pasado las 8 y no habían llegado las 9, sin embargo, los negocios mantenían sus puertas cerradas. Nadie iba por las aceras.
Las casas subieron sus rejas y las que fueron furor arquitectónico en aquel tiempo, hoy parecen cárceles.
Cuando yo tenía 15 años, a esa hora la avenida Miranda estaba llena de gente y algarabía. Desde antes de las 7:00 de la mañana, adultos, jóvenes y niños iban y venían a cualquiera de los organismos, liceos y escuelas cercanos.
Por ejemplo, en la misma cuadra estaba el liceo Modesto Silva. Luego, un par de cuadras más allá, por la avenida Andrés Bello, al lado de la casa de mi abuela Manuela, estaba el Liceo Cruz Salmerón Acosta, donde trabajó mi mamá como profesora de biología. Cerca de la redoma estaba la escuela Rómulo Gallegos
Así que desde temprano se sentía el rumor de pasos acelerados en cuerpos dormidos por toda la cuadra. Al salto de la alerta: “¡Apúrate, mijito!”, iban padres con sus hijos, los profesores con alumnos, alumnos con compañeros, funcionarios policiales y hasta personal médico. Iban y venían rapidito tal cual como las hormiguitas hacia su hormiguero.
Y es que allí mismo, en el edificio Santa Rita, donde yo vivía, estaba la panificadora Miranda. La panadería más moderna y nueva de Cumaná. Que además atendía al sector más privilegiado y bonito de la ciudad, el parcelamiento Miranda.
Desde la ventana de mi cuarto me asomaba y sentía el aroma a café y a pan recién horneado. Escuchaba y veía la rutina activa de los trabajadores al llegar. Abriendo la santa maría, rodando mesas y sillas, barriendo el frente, y las bocinas impacientes de los carros, apurando al saliente para poder estacionar.
Hasta el ritual del señor Orlando. Un hombre delgado, de cabello ondulado y largo, enroscado hasta el cuello, con bigote y barba justa para distinguirse como caballero. Él se encargaba de la “fuente de soda” del local. Hacía las hamburguesas, sándwiches, batía las merengadas, servía el café de máquina y preparaba los helados.
No sé si era, por su aspecto, como oriundo de la India, pero me parecía un genio, como los que salen de las lámparas. Porque hacía tantas cosas al mismo tiempo que me asombraba. Bueno, es que, a esa edad, en ese entonces no había visto multitasking. En mi familia eran profesionales o con oficios bien definidos.
En fin, que el señor Orlando, el genio de la fuente de soda, antes de empezar a trabajar, salía al frente del negocio con su bata blanca ya puesta y un sombrerito de tela en sus manos, al cual daba vueltas y vueltas, como queriendo amansar la fiereza del turno laboral que le iba a tocar. Con un gesto, más de aceptación que de resignación, lo planchaba con sus manos y lo aireaba antes de colocarlo en su cabeza de cabello negro, para empezar a trabajar, soportando el calor de la plancha, el vapor asfixiante de la cafetera y el látigo en los gritos del dueño.
A veces se molestaba, pero eso no le impedía responder amablemente cuando el pocote de muchachos le pedían: ¡Orlando, una maltica ahí, pues!
Todo esto y más pensé mientras iba a averiguar sobre mi salud bucal.
Sola por la acera donde caminé entre tanta gente alguna vez. En ayunas, sin tomar café ni comer pan, sin aromas ni rituales matutinos, extrañando lo que fue, lo que falta. Agradeciendo poder recordar con alegría lo vivido en el espacio y tiempo. Aunque quede un vacío como el hueco que me dejó mi muela.
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